Siempre saldo mis deudas.
Despacio, pero lo hago. Lento pero seguro y todo ese rollo que cuento una y
otra vez, ya sabes. Esta vez me ha costado 17 años, pero ya está, por fin.
Por eso tenía que volver a
Verona. Lo que pasa es que para cuando he querido llegar Julieta ya se había
ido. Que lo veo normal, porque 17 años son muchos años para tener esperando a alguien.
Lo que sí encontré fue el cadáver del que fui –según yo- en una ocasión. Quizás
era lo que andaba buscando al ir allí, después de todo. Quizás era el único
sitio donde todavía podía estar. Son tantas las cosas que se han convertido en
polvo, lágrimas y tinta roja desde aquella vez que me preguntaba si quedaría
algo. Y ese tipo de dudas solo las saben resolver quienes están más allá del
tiempo, como las esfinges o algunas ciudades.
Por eso tenía que volver a
Verona. Necesitaba saber que sigo odiando a los turistas sonrosados –camisas
sudadas, manchas de helado, manos temblorosas- que se agarran a la estatua de
Julieta. Comprobar si, solo con el agua helada de las fuentes y mi indestructible
navaja suiza –que vino también la primera vez-, podía seguir sin negociar con
los terroristas de gorro blanco y carrito ambulante. Ver que algunas veces
caminar hasta que los pies te duelen sí te lleva hasta alguna parte, aunque
casi todo –5 euros, un entrecejo poblado y los parquímetros inflexibles-
pareciera decir lo contrario.
Por eso tenía que volver a
Verona. Por eso y porque soy un ludópata. Y me seguiré jugando todas las
monedas en fuentes y pozos buscando la combinación que me permita regresar.
Contigo.