"(...) el tiempo de las cerezas
nunca llega en noviembre
no me apetece escribir, hay otras formas de huir..."
La gente solía rendirse en las primeras vueltas del laberinto, y si tardaban en darse la vuelta era solo porque creían ir en la dirección correcta. Hubo incluso quien, como ella, creyó haber encontrado el centro y se quiso quedar, y hasta trató de que llegaran de nuevo la luz y el aire y hacerlo más acogedor. Yo no estaba, claro, porque mis pecados vienen a despertarme temprano para salir de paseo y solo volvemos cuando las suelas de esparto se han desgastado. Pero había tantas cosas extrañas allí con las que pasar el tiempo –discos viejos, muñecos de cuerda y muchos, muchos calcetines desparejados- que pensó que estaría entretenida hasta que regresara y hasta le daría tiempo a prepararse para el baile. Y es que pocas cosas le gustan más a una princesa que las cerezas y los bailes. Lo malo es que nunca hubo, ni lo uno ni lo otro. Ella no merecía menos, pero no regresé. Y no lo hice porque en los laberintos también hay espejismos, espejismos de los que ni yo mismo estoy a salvo. No sabría decir qué fue. Cascabeles alrededor de un tobillo, olor a moras… o simplemente mi propia inconstancia para seguir rastros de migas o de puntos suspensivos. El caso es que perdí el camino, o se me olvidó, así que ella se cansó de probarse vestidos y esperar que volviera. Mi ejército de autómatas hizo el resto y la escoltó hasta la salida.