Viernes, mediodía soleado en Santa Cruz. La temperatura no es muy alta, pero claro, eso díselo a alguien que viene de Turingia, donde en enero la media es de -3ºC y el número de horas de sol está entre una y tres diarias. En comparación esto es el puto paraíso. Seguramente Holger no lo diría así porque es un tipo muy correcto pero, en esencia, creo que la idea se corresponde bastante bien con lo que piensa.
Apura el agua del vaso que tiene delante y le hace un gesto al camarero. El movimiento es sutil pero preciso; no hace falta añadir nada para que le entiendan. Aunque llevan apenas unos días aquí son gente de costumbres y el chico de la barra rápido y avispado para detectar dónde hay buenas propinas.
Se podría decir que, en general, Holger es un hombre de aspecto afable, con su polo blanco y el jersey azul marino marino encima, sus gafas de sol -finas, caras- y una expresión apacible y sonriente. Pero en ese momento se le ilumina la cara, la sonrisa se hace aún más grande. La había visto venir, de ahí el gesto al camarero. Ella se acerca con un par de bolsas de papel, discretas pero que no disimulan el valor de lo que contienen. Annita sonríe también, intercambian un par de frases. Van a juego. Ella lleva una chaqueta azul pastel, pantalón blanco holgado; el pelo casi blanco de tan rubio, permanente de peluquería y gafas con montura dorada, a juego con los pendientes y la pulsera. Él le coge las bolsas y retira la silla que tiene a su lado para que ella se siente. Justo entonces se acerca el camarero con la bandeja: una botella de champán rosa en su hielera, dos copas. Las deja, coge el billete que le desliza el alemán y con una inclinación rápida de cabeza se aleja murmurando un “danke”. Sincronización perfecta, como le gusta a Herr Holger. Con las copas llenas, brindan, beben, se dan un beso, ríen. Son de esos matrimonios que a pesar de los años se cogen de la mano.
Desde fuera cualquiera diría que están hechos para esa vida. Y también cualquiera se sorprendería si supiera que este es su primer viaje juntos. Fuera de Alemania, porque las excursiones en camioneta a la cabañita que construyó el padre de Holger en el lago no contaban; ni las palizas en autobús para pasar un par de noches en hostales de Berlín o Colonia. El sueldo de él en la pequeña oficina de Correos no llegaba para mucho y la floristería de Annita se mantenía más por el recuerdo de su madre que porque diera para algo más que cubrir gastos. Además estaban Karl y Erika, habían tenido que ahorrar para ellos. Pero sobre todo estaban los abogados, casi todo se iba en los malditos abogados. Pero ya no. Ella le había dicho mil y una veces que lo dejara, que se rindiera, que no merecía la pena. Que estaban dejando de vivir por una vida que no iba a llegar; que era injusto, pero que así era el mundo. Ahora estaba contenta de que él no le hubiera hecho caso, claro, pero sobre todo orgullosa. No se había rendido y habían ganado. Llegaba algo tarde, eso sí: él iba a cumplir 70 y ella 72 dentro de tres meses -“el mismo día, ¿no es bonito?”, decía ella siempre-; pero tampoco era cosa de ponerse a pensar en desgracias y “manos negras”. Ahora tocaba disfrutar.
Sí, claro que todo esto tiene una explicación. Nadie ha sido capaz de reconocer a Holger, supongo. Es lógico, porque apenas existen dos o tres fotos suyas en internet, es casi un fantasma. Y sin embargo hemos bailado miles de veces sus canciones, nos hemos dejado la voz cantándolas a grito pelado en bares, discotecas y fiestas de pueblo. Porque si digo “Brother Louie” dudo mucho que alguien sea capaz de no repetir el nombre otras dos veces; y mucho menos reprimir el “Yor mai souuuuuuul” si pronuncio las palabras “You’re my heart”. Afinando todo lo posible la voz, al estilo del barbudo de los Bee Gees. Efectivamente: Modern Talking. Alguno protestará, dirá que este tío no es ni el moreno del pelucón ni el otro, el rubio de la mandíbula tallada a escuadra. No, no es ninguno de ellos, es mucho más que los dos juntos: Holger Garbode es el tío que escribió todas sus letras. Conoció a Dieter Bohlen -mandíbula tallada- después de que saliera rebotado de varios grupos locales. Nadie quería tocar con él, pero como Anitta -ya eran novios entonces- era la mejor amiga de la chica de Dieter, Holger tuvo que hacerle el favor. Formaron “Monza”, un dueto destinado al fracaso que apenas sacó dos sencillos. Holger no aguantaba más, pero entonces conocieron a Thomas Anders -el moreno del pelucón-, que le convenció de que tenían una oportunidad. Dieter no sabía ni papa de música, pero no cantaba mal y tenía buena planta. Si conseguían que le dejara las letras a Holger y la instrumentación a él, el triunfo era cosa segura.
En realidad no era una mala idea. El problema es que cuando por fin las cosas vinieron bien dadas, lo dejaron de lado. Empezaron los desacuerdos, las discusiones, porque las ideas musicales de Holger no encajaban con lo que querían productores y público. Y su imagen no vendía. Le propusieron dar un paso atrás, le dijeron que un dúo tenía mucho más tirón, que a las chicas no les iba su figura desgarbada, sino la sonrisa perfecta de Dieter y la melena de Thomas. Él se negó. ¿Acaso no era quien componía? De hecho, Holger había compuesto durante meses como un poseso y tenía letras como para sacar dos o tres discos. Eso fue precisamente lo que le perdió. Eso y ser tan confiado, porque no, las letras no tenían su nombre sino el del grupo. Y el grupo era “propiedad” de Dieter. Así que, de la noche a la mañana, Holger se vio fuera, sin letras, sin grupo y sin ganas de hacer música nunca más.
Pasó el tiempo, sacó su plaza en Correos, se casó con Anitta. Nunca hablaba del tema. Pero aquel fin de semana que fue a visitar a sus padres algo cambió. Pidió permiso en la oficina el lunes y se marchó con una caja debajo del brazo y una sonrisa en la cara. Anitta lo dejó hacer porque sabía que al final le contaría de qué se trataba y así fue: entre las cosas que guardaban sus padres había una cajita de recortes y recuerdos; allí tenía, en un pedazo de camiseta rota -la que habían usado en su primera actuación como Modern Talking- una larga dedicatoria fechada y firmada por Dieter y Thomas. En ella le daban las gracias por haberles compuesto las letras y por tener ya trabajo adelantado para dos o tres discos más. “Sin esas letras no somos nada, amigo. Eres el alma de esto”, así acababa. Con eso y otro par de papeles más se plantó en un abogado dispuesto a recuperar lo que era suyo.
Lo consiguió. Eso sí, el camino fue largo y difícil. Suspicacias, recursos, acusaciones cruzadas y toda la maquinaria del sistema contra él. Modern Talking eran un mito, Dieter uno de los mayores productores de Europa, así que pelearon de lo lindo. Veinte años, se dice pronto. Pero ya estaba, al final el tribunal le había dado la razón y restituido su nombre y al menos parte del dinero que debería haber ingresado como autor.
Es verdad que Holger no tiene una melena envidiable, ni una mandíbula esculpida en mármol; reconozco que si pienso en eso no querría ser él. Pero es un tipo digno de admiración, de los que sigue mirándolo todo con la ilusión y la curiosidad del que ve las cosas por primera vez. Ojos de turista, lo llamo yo. ¿No merece eso un brindis?