“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

NUEVAS CONFESIONES DE UN LUDÓPATA


Sé que juré mil veces… no vuelvo a insistir. Pero lo hice. Volví a jugar una vez más.

No recuerdo cuándo apareciste allí, solo que te sentaste a mi lado y me dijiste al oído cómo se llamaba el juego de la torre de piezas de madera. Luego pusiste música –llevabas un tocadiscos bajo el brazo, de eso sí me acuerdo- y empezaste a jugar, sonriendo.

Yo tenía recelos. Tú, canciones para todo. Y no se te daba mal colocar las piezas, así que al final acabé por coger una y ponerme a jugar yo también. Supongo que debí haberme dado cuenta de que acabaría enredándome en tus rizos, pero claro, no llevabas zapatos rojos y nadie me había advertido de que los vestidos blancos también podían ser peligrosos. Para entonces, además, aunque tu nombre cortara los labios con solo pronunciarlo y los mechones de tu pelo parecieran cobrar vida si sonaba una flauta, la sonrisa de tus ojos marrones me había convencido ya de que no tenía nada de temer, que tu nombre no tenía nada de bíblico y que tus rizos eran solo eso, rizos.

Y me hiciste perder la noción del tiempo. La tarde se nos fue sin darnos cuenta, jugando una partida tras otra y parando solo para decidir qué música ponerle a cada una. Bueno, y para hacer té y lavar las cerezas. Cuando cayó la noche seguíamos jugando, casi no quedaban cerezas y el té se había enfriado hacía horas. Entonces te reíste y me dijiste lo pequeño que era, y a mí me parecía que las piezas estaban cada vez más altas y las puertas eran cada vez más grandes. Protesté, pero tú decías que me engañaba la vista porque los miopes vemos peor de noche, que sabías bien de lo que hablabas. Y que no me quejara tanto. Y yo me callaba, aunque me dolían ya los pies de estar de puntillas, porque pensaba que a lo mejor tenías razón, que aquello era un efecto óptico y yo una reina del drama. Así que seguí jugando, porque además tengo tan mala memoria que solo recuerdo lo que ya ha pasado. Y a veces ni eso.

Al amanecer, de pronto, el suelo empezó a temblar y me dijiste que te ibas. O quizás fue al revés. Todo lo que sé es que quitaste las sandalias y echaste a correr por el césped. Y que yo no podía seguirte, porque te habías llevado el aire, y tampoco sujetarme a nada porque todo se hundía.

Ahora solo me queda volver a sentarme entre los escombros y escuchar discos viejos, porque en la huida, además del aire, te llevaste también mis pulmones, pero a cambio se te olvidó el tocadiscos, aunque no creo que me vaya a servir de mucho. Los tocadiscos son un desastre consolando porque solo tienen un brazo. Y pinchan. Como mi barba, como las migas de pan con que jugaba a dibujarte cosas y hacer planos y como los picos de los putos pavos reales, que han venido a comerse las que se me han quedado pegadas a la piel.

Además, seguro que la aguja está oxidada…

MATEMÁTICAMENTE EL AMOR ES UN ERROR


Nunca se me dio bien resolver problemas. Por eso estudié una carrera de Letras. Pero es que las fórmulas no son lo mío, de verdad, y además siempre me atasco con cada ecuación que me propones. Y por eso, claro, cuando me pides tiempo te doy espacio. Como si fuera lo mismo.

He buscado la solución a la X –no me mires así- en el porno, pero lo único que encuentro son variables y más variables –lolitas perversas en busca de nuevas experiencias, amas de casa aburridas que han descubierto la webcam, transexuales filipinos- empeñadas en abrirse ante mí. Aunque al menos ellas no me pasan factura por amanecer empapado en sangre y con órganos de menos.

He probado con rayos -X, claro-, y probablemente es lo peor que pude hacer. Y no solo por lo humillante que es de por sí pasar frío apoyado contra una placa de metal mientras unos tipos te miran desde un ventanuco. Ni por las caras que ponen al ver la colección completa de cuchillos, ralladores y tenazas que reservaba para ti y que acabé por utilizar conmigo. Es que los erizos de peluche no damos bien en pantalla. Y que se va a descubrir el truco: soy un dragón chino. Y claro, te lo van contar, porque al fin y al cabo os dedicáis a lo mismo, abrir gente en canal y juguetear con sus entrañas. Y eso no es ningún cuento chino. El dragón sí. Falso y con tanto peligro como un perro pekinés. Papel, palos y lentejuelas de colores que dan vueltas a tu alrededor, intentando llamar tu atención. Pero dentro nada. Nada importante, vamos. Y lo peor es que en cada vuelta me engancho más a tus aristas, dejándome despedazar, pero la incógnita sigue ahí. Con la inestimable ventaja de que no me dará tiempo a tener mutaciones por exceso de radiación, eso sí.

Me rindo. Ya no sé qué más hacer. Porque está claro que si es cosa de cromosomas le falta algo. Y desde luego no es una quiniela, porque si hay algo que tengo claro es que en esto no hay empate posible. ¿Números romanos? Podría ser… realmente esto parece cosa de romanos, porque tengo el cerebro como si lo hubieran pisoteado y le hubieran echado sal encima para asegurarse de que no crezca nada nunca más. Pero no… aquí no pinta nada un puto diez. Los romanos estaban locos, pero no tanto.

Habrá que seguir buscando, supongo. A lo mejor la respuesta está debajo, como en los mapas del tesoro, aunque no lo creo, la verdad. En realidad sospecho que todo esto no es más que otro de tus juegos. A lo mejor Malcolm sabe algo.

SADOmouseSOQUISMO


Me dices que no me preocupe, que no tardarás, que te llevas un puñado de alcaparras para no perder el camino de vuelta, pero sé que me mientes. ¿O crees que no he visto sobre tu mesa la capucha de un halcón amaestrado? ¿Y que no sé que es, como tú, adicto a los encurtidos? Ten el valor de negarlo. Sé también lo tentador que te ha resultado siempre escapar dejando un rastro de boloñesas frías. No has dejado de repetírmelo, desde antes incluso de que me mudara al oeste de todo.

Fue ese tono de irritación en tu voz lo que terminó de convencerme de que no pensabas volver. Siempre te pones a la defensiva cuando tienes algo que ocultar, pero he compartido almohada con demasiadas cabezas de caballo como para que me asusten ya tus amenazas. De todas formas, aunque estaba más que mentalizado, cuando sonó el timbre salté del sofá y volví a experimentar esa familiar sensación de terror que me provocaba la poesía uruguaya. Un miedo nada irracional, porque los dos sabemos que sueles recurrir a Benedetti para que te haga el trabajo sucio. A él le tocó decirme que habías grabado encima de Grease. Y que se te cayó una pieza de la armadura de mi caballero del Dragón y no la encontrabas. Lo de la mancha de lejía en el jersey que me hizo mi madre, también. Por eso no hubiera necesitado echar un vistazo a través de la mirilla, pero aún así lo hice. Benedetti. Estaba ahí fuera de pie, esperando, con el halcón posado sobre su hombro. A los dos les olía el aliento a vinagre. Y no me vengas con que no puedo saber eso, porque lo sé.

Así que en vez de abrir me fui a la cocina y me planté delante del frigorífico. Nunca antes había sido tan consciente de lo agotador que resultaba una cosa en apariencia tan simple. Como casi todo en aquella casa. Una de las puertas decía la verdad, pero la otra siempre mentía. Y yo no sé si se me olvidaba de una vez para otra cuál era cuál o es que se intercambiaban por pura diversión, pero el caso es que al final siempre me la metían doblada y me comía los yogures caducados. O los tarros de paté con moho, ese amigo que nunca duerme. Por eso ni me molesté en preguntar y abrí directamente. De la nevera no surgieron, como era de esperar, aquellos ecos de pera precolombina que solían recibirme, llenos de reproches, sino una voz que declamaba con entonación perfecta los primeros versos de la Eneida. Mi capacidad de sorpresa estaba bastante sobrepasada aquel día, así que realmente no me causó demasiada impresión ver a aquella papaya con los ojos inyectados en zumo y la mirada de los 1000 metros, que se balanceaba de un lado a otro recitando a Virgilio. Tampoco era la primera que veía. Es increíble la afición que sienten las frutas tropicales por los ritmos latinos. Lo que sí me inquietó fue notar un casi imperceptible deje rioplatense ganando terreno entre largas y breves y cerré de un portazo antes de que la papaya se metamorfoseara en la cabeza de Benedetti y tuviera tiempo de decirme lo que ya sabía o, en su defecto, saltara para intentar morderme los huevos.

En fin, otra noche castigado sin cenar. Esta vez sin ti. No es que sea una novedad, pero a pesar de todo, duele. La infidelidad con alcaparras es de las cosas más amargas que pueden pasarle a un hombre, incluso a uno como yo, al que le gusta azotarse con el cable del ratón. Y hacer como si fueras a volver.

UN DÍA EN LA VIDA DE UN BONZO. 19.00 - ...

Mientras pienso todo esto ha ido cayendo la tarde y la música cambia y suena en inglés, aunque ahora que lo pienso nunca dije que antes no fuera así. Pero da igual, las armónicas hablan en la lengua de las serpientes, y además La Ciudad sigue perdida, porque ya no quieres saber si mis ojos son verdes de verdad y cuando te agarro para ponerte contra la pared y besarte no estás ahí. Aún así me raspo la lengua contra la piedra hasta sangrar porque creo que me va a hacer sentir mejor, pero es todo lo contrario y solo consigo pensar en las miles de palomas que habrán pasado sus malditas patas retorcidas por allí. Y que en Portugal se sientan en las terrazas de las pastelerías ¿te acuerdas?

Pero volviendo a las piedras y a mi lengua: al menos las chispas sirven para encenderle un pitillo a un hombre que pasa. Supongo que todo esto es el castigo que merece hacer trampas en el trivial, aunque tener que cargar con aquella camiseta de propaganda por haber ganado ya me pareció bastante malo en su momento.
Y después de las armónicas y el inglés aparecen más canciones, de esas tan trágicas en las que la gente le desgarra las entrañas a otros en colchones con manchas que no quieres saber de qué son…  Nada que ver conmigo. Mi dolor es mucho menos sofisticado. Triste, sí, pero como la mantita de cuadros llena de quemaduras de cigarro o el flan de kiwi olvidado en el fondo de la nevera; nada de agujas jugando al buscaminas ni de cucharas recalentadas: solo es que te sigo queriendo.

Al final acabo haciendo lo que siempre cuando me decido a salir, merodear alrededor de esa zapatería esperando el día en que por fin te decidas a comprarte los zapatitos rojos, para poder ser yo el que te corte los pies. Hans me lo ha prometido. No creo que se atreva a mentirme, aunque no me fío del todo. Por eso tengo a ese pato suyo tan feo y al que tanto quiere escondido en un garaje a las afueras. Y sigo vigilando la zapatería. Hasta que cierra. Luego me vuelvo a cortar la cabeza y me voy a casa con ella de la mano, dándole de comer con la otra las cerezas que a pesar de todo, como soy bobo, te había llevado en aquella lata que compré en ese viaje a Roma que nunca hicimos. Pero sin molestarme en quitarles el hueso.

De lo que pasa por las noches no merece la pena hablar, porque las llamas se ven bien de lejos. Y porque por la mañana seguirá oliendo a quemado. No hacen falta fórmulas para saber eso.


(no continuará. ¿Para qué?)