(…) y la curiosidad,
madre de la decepción
y de la vida, no
acabará nunca
José Bruno
Paradoja: Ret. Figura de
pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven
contradicción.
Paradoja del gato de Schrödinger: un gato se coloca en una caja
sellada y opaca junto con una botella de gas venenoso y un dispositivo
radiactivo. Dicho dispositivo tiene un 50% de posibilidades de romperse, lo que
liberaría el veneno y mataría al gato. Por ello, según la interpretación de la mecánica
cuántica de Schrödinger, después de un tiempo y hasta el momento en que se abre
la caja, el gato está a la vez vivo y muerto.
Gatos. Tienen un serio problema
con la curiosidad esos bichos. Pero no me dan ninguna pena. No me fío de ellos,
ni tampoco de los técnicos de ADSL y los filósofos ridículos que citan a
Nietzsche para seducir azafatas. Y menos todavía cuando hay ron por medio, por
eso mis movimientos se reducen casi hasta la total inmovilidad cuando bebo. Porque
son como los dinosaurios, si te quedas callado y quieto el tiempo suficiente
acaban por marcharse.
Pero de los tres los peores son,
sin duda, los gatos. Me lo advirtió mi amiga la cebra que contaba cuentos. Una
noche me contó el de aquel minino cruel que aprendió a hablar cebraico. El muy
cabrón lo hizo para raptar cebrillas incautas, porque sabía que las engañaría
con su acento meloso y le dejarían acompañarlas a casa. Se le humedecieron los
ojos mientras hablaba, creo que porque también el gato de su novia había sido
más listo que él. Se le perdió la mirada y empezó a murmurar algo de que aquel
miserable recibió su merecido cuando se fue a dormir y se quitó las botas.
No quise preguntar, pero al oír
aquello pensé en tus tacones, y en lo demoledora que resultaba la combinación
de unas buenas piernas con el existencialismo alemán. Ni todas las categorías
de Kant pueden oponerse a eso. Eso sí, te equivocaste al pensar que todos los
estudiantes de filosofía eran interesantes: no hay más que machos alfa con
necesidad de reafirmarse o idealistas inocentes. Y nunca tuviste claro cuáles
te gustan menos. Recuerdo lo mucho que te decepcionó aquella revelación; tanto
que decidiste quedarte con tu gato.
Tu gato que, por cierto, me mira
fatal, aunque si te soy sincero me da lo mismo. El tiempo corre a mi favor
-¿verdad, Mick? Solo tengo que dejar abierta la caja y esperar a que se meta en
ella; entonces tendré vía libre para acercarme a ti. ¿Ves? Ya está dentro. Y me
da igual lo que le pase, porque no pienso volver a abrirla. Siempre ha sido mal
negocio eso de destapar cajas, por más bonitas que sean por fuera. Sobre todo
si tienes síndrome de Diógenes, como es mi caso. Nunca sabes lo que te vas a
encontrar.
Ahora solo tengo que esperar a
que llegues y darte tu regalo. O mejor, voy a buscarte. Aunque quizás debería
echarle un vistazo, porque lleva mucho guardado. Lo que pasa es que no sé qué
me da más miedo: si abrir la caja y encontrar las galletas que te compré igual
de roídas que lo estoy yo por dentro o que estén intactas y en vez de “cómeme”
me digan que todavía puedo llevártelas. Por eso no la abro. Ni la caja ni la
bolsa donde la metí. Ni el baúl donde las puse. Se me da bien construir
matrioskas, casi tanto como fabricar laberintos.