“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

SÍNDROMES X. SÍNDROME DE EDIPO.

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.
Síndrome de Edipo: a veces también denominado conflicto edípico, se refiere al agregado complejo de emociones y sentimientos infantiles caracterizados por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio).

Partimos de la misma base de siempre, claro: putos síndromes. Pero lo importante aquí es otra cosa, y es que Freud no tenía ni puta idea. Y no hablo de psicoanálisis, porque nos guste o no a todos nos encantaban las tetas de mamá y curiosear para ver qué demonios había debajo de su falda. Lo que pasa es que jode reconocerlo, pero vamos, que no me refiero al psicoanálisis. Yo de lo que hablo es de mitología. Me explico. 
Edipo. Se trata de un tipo que:
  1. recibe un oráculo que le cuenta que va a matar a sus padres. Así, a palo seco. Y en vez de empezar a hacer planes con la pensión del viejo -que, ojo, era rey-, decide largarse para no hacerlo.
  2. llega a una ciudad -Tebas- y se tira el rollo de librarlos de una esfinge con tanta mala leche como afición a las adivinanzas. 
  3. se queda para aliviar el luto de la pobre reina viuda y promete resolver el asesinato del rey, que se había producido unos días antes en un cruce de caminos.
Hasta aquí todo bien, ¿no? El tipo parece intachable. ¡Pues claro, coño! Porque lo es. 
Pero sigamos, que ahora viene lo bueno:
  1. resuelve el crimen, pero descubriendo que él es el culpable. ¿Él? ¿Culpable? Pues sí, amiguitos, porque resulta que de camino a Tebas se había peleado con un tipo en un cruce de caminos y lo había matado. Me imagino a Edipo cruzando un paso de cebra en la Gran Vía, menuda masacre… En fin, que el tipo de la bronca era el rey. Pero la cosa no queda ahí. Edipo sigue investigando, aunque hasta el adivino-jefe-a-sueldo-del-rey-asesinado le da un toque. “Edi, tío, lo mismo todo ese rollo de la memoria histórica se nos está escapando de las manos, ¿no crees? Tanta cuneta, tanta cuneta…” Pero él, erre que erre. Y lo que pasa al final es que se entera de que aquel fulano era su padre. “Espera, espera, que si él era su padre entonces, la reina no sería…” No, no sería, era… ¡su madre! Con la que, por cierto, había tenido hijos -y nada menos que cuatro, porque no solo de investigar vive el hombre-. 
  2. en vez de cagarse en todos los dioses del Olimpo y decirle a los tebanos que una cosa es ser puta y otra muy distinta pagar además la cama y que lo mismo se podía hacer la vista gorda o algo, va el tipo y como se siente responsable se arranca los ojos y se larga al campo a pagar su culpa.
¿Suficiente? Pues no. Encima al tipo le ha caído encima la cruz para toda la eternidad. No me jodas. ¿Se puede ser más ingrato? Sin ser español, digo. A ver si lo dejamos clarito: a Edipo no le gustaba su madre, a Edipo le moló Yocasta. Y parece lo mismo, pero no lo es. ¿Por qué? Pues porque Yocasta era una MILF y las MILF tenían su público en la Grecia antigua. Vamos, como ahora, no seamos cínicos. Que una cosa es que la madre de José te esté volviendo loco, pero de ahí a querer trincarte conscientemente a tu madre hay un mundo. Y luego está lo del padre. A ver, yo lo de que se te salte la palanca por algo así lo entiendo perfectamente. Si he estado cerca alguna vez de matar a alguien ha sido a esa gente miserable que se para a hablar en las esquinas. Y no en una callecita estrecha, no. Esa gente sería capaz de pararse en una esquina de la plaza de San Pedro. Conseguirían bloquearte el paso hasta en el desierto. Son peores incluso que los que van con el paraguas abierto pero bien pegaditos a la pared y mira que esos merecen arder en el infierno. Así que sí, ese tipo de asesinatos para mí están más que justificados. Pero hombre, tanto como para no perdonar ni a tu padre… puedes castigarlo sin corbata el Día del Padre, pero no lo vas a matar porque se quede parado en el pasillo mirando una grieta de la pared. O una obra por un agujero.
En fin, a lo que iba… que este síndrome también lo tengo. E insisto, nada que ver con mi madre. Lo que me pasa a mí es que me pierde querer saber las cosas. Y no se trata un problema de curiosidad, aunque de familia me viene ser un poco gato. Yo elijo saber. Siempre. Cueste lo que cueste. Caiga quien caiga, que generalmente soy yo. ¿Qué? ¿Ojos que no ven corazón que no siente? Sí, sí, ya, que se lo digan a Edipo…

Putos síndromes.

MULTIVERSO (y8)

Pertenecían a la nueva generación, y conocían mejor los nombres de músculos
como los deltoides, tríceps y dorsales anchos que los de los planetas más importantes.
(Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades).

“Me levanto y pongo agua a calentar en la placa. Fagor, dos fuegos, cinco grados de calor. Cuando rompe a hervir la vierto en una tetera japonesa de hierro colado, donde esperan tres cucharadas de Prince of Wales de Twinnings. Azúcar moreno de caña, dos cucharadas y taza de Starbucks. Copos de trigo y una rebanada de pan integral pasada por el tostador Magefesa, leche desnatada y queso tierno artesano, todo en el juego de desayuno naranja de IKEA, modelo KALAS, resistente al microondas y apto para lavavajillas.
Termino y voy al baño, me coloco frente al espejo. Desodorante sin mercurio y jabón probado sobre la piel de rudos marinos noruegos. Leve aroma a miel. Abro el armario. Para hoy elijo unos vaqueros azul oscuro desgastados. Vintage. Zapatillas retro Gola azul eléctrico y blanco. A juego la camiseta, de rayas horizontales -una reliquia de la marina rusa- y la chaqueta deportiva, azul y con el emblema de la Armada francesa, también de segunda mano…”

Así empiezan los sábados en la vida de Michele. ¿Que por qué lo sé? Porque solo los sábados la camiseta y los vaqueros sustituyen a la camisa de cuadros -de idéntico tamaño, una gama de colores para cada estación- y a las americanas numeradas del uno al once que descansan en el armario junto a sus respectivos pantalones a juego. Y porque de no serlo llevaría ya dos horas de duro entrenamiento físico y de meditación. Lo demás no varía. Y con esto no me refiero a que los días sean iguales, sino a que TIENEN QUE SERLO. Exactamente así: mismas cosas, idéntico orden. Lo contrario sería inaceptable, inconcebible. Solo en verano se concede licencias, pero únicamente dos: el agua con gas y la camisa por fuera los viernes.
En el banco su comportamiento no resulta extraño. De hecho, gracias a sus obsesiones se ha ganado el respeto y la envidia de sus compañeros, que lo tienen por alguien magnético y seguro de sí mismo. Más de una compañera le ha dejado caer una invitación a cenar o a tomar unas copas después del trabajo. No suele aceptar, y cuando lo hace su casa jamás entra en la ecuación. Porque sus citas son justo eso, una ecuación, con todos los valores perfectamente medidos y calculados de antemano. 

Michele las resuelve paso a paso: la cena en uno de esos pequeños restaurantes en los que es casi imposible conseguir mesa; el vino de la mejor reserva -el 71 y el 73 son sus añadas preferidas; la copa en un reservado de moda, tan exclusivo que se permite al cliente preparar su propia bebida. Algunos se ríen al escucharlo, lo califican de absurdo. Michele sonríe también, pero pensando en lo equivocados que están, los pobres. Él sí sabe valorarlo, él sí sabe lo que ese gesto significa de verdad: control. Nadie mejor que tú conoce lo que quieres y cómo lo quieres. En esas citas a veces hay sexo. Casi siempre, de hecho, acaban en la cama de una de esas casas que él tanto desprecia. Apenas soporta el tiempo que debe pasar en ellas, pero se trata de operación más, necesaria para que el valor final sea el esperado. Un ejercicio al que le concede 47 minutos exactos, ni uno más ni uno menos. Cada gesto, cada gemido, el tiempo que dedica a cada parte del cuerpo de su compañera, cada pausa y cambio de postura están absolutamente prefijados. Incluso el número de orgasmos que le arrancará a su compañera antes de permitirse terminar. Tres. Ellas lo disfrutan, lo disfrutan mucho porque Michele sabe hacerlo bien, claro, como el atleta que es, como el que vive para ser el mejor en algo. Solo que él lo hace para ser el mejor en todo. Y esa certeza es la que le hace sonreír al final, con una satisfacción que ellas confunden con el placer del sexo y que oculta su falta absoluta de pasión. Por eso Michele nunca repite cita. Las proposiciones se repiten y él las rechaza. Agradable pero sin explicaciones. ¿Tendrá pareja? ¿Un amor no olvidado? El misterio aumenta su atractivo.

A él todo eso le trae sin cuidado. Precisión, previsión, orden, son lo único que importa. No, definitivamente no me gustaría ser Michele. Bueno, es que no podría. ¿Mi vida entera sometida a la tiranía de los números primos? Olvídalo…