“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

MULTIVERSO (y11)

Viernes, mediodía soleado en Santa Cruz. La temperatura no es muy alta, pero claro, eso díselo a alguien que viene de Turingia, donde en enero la media es de -3ºC y el número de horas de sol está entre una y tres diarias. En comparación esto es el puto paraíso. Seguramente Holger no lo diría así porque es un tipo muy correcto pero, en esencia, creo que la idea se corresponde bastante bien con lo que piensa.


Apura el agua del vaso que tiene delante y le hace un gesto al camarero. El movimiento es sutil pero preciso; no hace falta añadir nada para que le entiendan. Aunque llevan apenas unos días aquí son gente de costumbres y el chico de la barra rápido y avispado para detectar dónde hay buenas propinas. 


Se podría decir que, en general, Holger es un hombre de aspecto afable, con su polo blanco y el jersey azul marino marino encima, sus gafas de sol -finas, caras- y una expresión apacible y sonriente. Pero en ese momento se le ilumina la cara, la sonrisa se hace aún más grande. La había visto venir, de ahí el gesto al camarero. Ella se acerca con un par de bolsas de papel, discretas pero que no disimulan el valor de lo que contienen. Annita sonríe también, intercambian un par de frases. Van a juego. Ella lleva una chaqueta azul pastel, pantalón blanco holgado; el pelo casi blanco de tan rubio, permanente de peluquería y gafas con montura dorada, a juego con los pendientes y la pulsera. Él le coge las bolsas y retira la silla que tiene a su lado para que ella se siente. Justo entonces se acerca el camarero con la bandeja: una botella de champán rosa en su hielera, dos copas. Las deja, coge el billete que le desliza el alemán y con una inclinación rápida de cabeza se aleja murmurando un “danke”. Sincronización perfecta, como le gusta a Herr Holger. Con las copas llenas, brindan, beben, se dan un beso, ríen. Son de esos matrimonios que a pesar de los años se cogen de la mano. 


Desde fuera cualquiera diría que están hechos para esa vida. Y también cualquiera se sorprendería si supiera que este es su primer viaje juntos. Fuera de Alemania, porque las excursiones en camioneta a la cabañita que construyó el padre de Holger en el lago no contaban; ni las palizas en autobús para pasar un par de noches en hostales de Berlín o Colonia. El sueldo de él en la pequeña oficina de Correos no llegaba para mucho y la floristería de Annita se mantenía más por el recuerdo de su madre que porque diera para algo más que cubrir gastos. Además estaban Karl y Erika, habían tenido que ahorrar para ellos. Pero sobre todo estaban los abogados, casi todo se iba en los malditos abogados. Pero ya no. Ella le había dicho mil y una veces que lo dejara, que se rindiera, que no merecía la pena. Que estaban dejando de vivir por una vida que no iba a llegar; que era injusto, pero que así era el mundo. Ahora estaba contenta de que él no le hubiera hecho caso, claro, pero sobre todo orgullosa. No se había rendido y habían ganado. Llegaba algo tarde, eso sí: él iba a cumplir 70 y ella 72 dentro de tres meses -“el mismo día, ¿no es bonito?”, decía ella siempre-; pero tampoco era cosa de ponerse a pensar en desgracias y “manos negras”. Ahora tocaba disfrutar.


Sí, claro que todo esto tiene una explicación. Nadie ha sido capaz de reconocer a Holger, supongo. Es lógico, porque apenas existen dos o tres fotos suyas en internet, es casi un fantasma. Y sin embargo hemos bailado miles de veces sus canciones, nos hemos dejado la voz cantándolas a grito pelado en bares, discotecas y fiestas de pueblo. Porque si digo “Brother Louie” dudo mucho que alguien sea capaz de no repetir el nombre otras dos veces; y mucho menos reprimir el “Yor mai souuuuuuul” si pronuncio las palabras “You’re my heart”. Afinando todo lo posible la voz, al estilo del barbudo de los Bee Gees. Efectivamente: Modern Talking. Alguno protestará, dirá que este tío no es ni el moreno del pelucón ni el otro, el rubio de la mandíbula tallada a escuadra. No, no es ninguno de ellos, es mucho más que los dos juntos: Holger Garbode es el tío que escribió todas sus letras. Conoció a Dieter Bohlen -mandíbula tallada- después de que saliera rebotado de varios grupos locales. Nadie quería tocar con él, pero como Anitta -ya eran novios entonces- era la mejor amiga de la chica de Dieter, Holger tuvo que hacerle el favor. Formaron “Monza”, un dueto destinado al fracaso que apenas sacó dos sencillos. Holger no aguantaba más, pero entonces conocieron a Thomas Anders -el moreno del pelucón-, que le convenció de que tenían una oportunidad. Dieter no sabía ni papa de música, pero no cantaba mal y tenía buena planta. Si conseguían que le dejara las letras a Holger y la instrumentación a él, el triunfo era cosa segura.


En realidad no era una mala idea. El problema es que cuando por fin las cosas vinieron bien dadas, lo dejaron de lado. Empezaron los desacuerdos, las discusiones, porque las ideas musicales de Holger no encajaban con lo que querían productores y público. Y su imagen no vendía. Le propusieron dar un paso atrás, le dijeron que un dúo tenía mucho más tirón, que a las chicas no les iba su figura desgarbada, sino la sonrisa perfecta de Dieter y la melena de Thomas. Él se negó. ¿Acaso no era quien componía? De hecho, Holger había compuesto durante meses como un poseso y tenía letras como para sacar dos o tres discos. Eso fue precisamente lo que le perdió. Eso y ser tan confiado, porque no, las letras no tenían su nombre sino el del grupo. Y el grupo era “propiedad” de Dieter. Así que, de la noche a la mañana, Holger se vio fuera, sin letras, sin grupo y sin ganas de hacer música nunca más.


Pasó el tiempo, sacó su plaza en Correos, se casó con Anitta. Nunca hablaba del tema. Pero aquel fin de semana que fue a visitar a sus padres algo cambió. Pidió permiso en la oficina el lunes y se marchó con una caja debajo del brazo y una sonrisa en la cara. Anitta lo dejó hacer porque sabía que al final le contaría de qué se trataba y así fue: entre las cosas que guardaban sus padres había una cajita de recortes y recuerdos; allí tenía, en un pedazo de camiseta rota -la que habían usado en su primera actuación como Modern Talking- una larga dedicatoria fechada y firmada por Dieter y Thomas. En ella le daban las gracias por haberles compuesto las letras y por tener ya trabajo adelantado para dos o tres discos más. “Sin esas letras no somos nada, amigo. Eres el alma de esto”, así acababa. Con eso y otro par de papeles más se plantó en un abogado dispuesto a recuperar lo que era suyo.


Lo consiguió. Eso sí, el camino fue largo y difícil. Suspicacias, recursos, acusaciones cruzadas y toda la maquinaria del sistema contra él. Modern Talking eran un mito, Dieter uno de los mayores productores de Europa, así que pelearon de lo lindo. Veinte años, se dice pronto. Pero ya estaba, al  final el tribunal le había dado la razón y restituido su nombre y al menos parte del dinero que debería haber ingresado como autor.


Es verdad que Holger no tiene una melena envidiable, ni una mandíbula esculpida en mármol; reconozco que si pienso en eso no querría ser él. Pero es un tipo digno de admiración, de los que sigue mirándolo todo con la ilusión y la curiosidad del que ve las cosas por primera vez. Ojos de turista, lo llamo yo. ¿No merece eso un brindis?


BUENOS PROPÓSITOS


Como buen procrastinador que soy, tengo una relación difícil con eso de los buenos propósitos. Septiembre, Año Nuevo, un lunes cualquiera… es igual; solo hay que echar un vistazo a cualquiera de las muchas libretas donde comencé un diario, apunte una tabla de ejercicios para conseguir el físico total o plasmé el plan definitivo para leerme todos los diálogos de Platón. Sin contar con mis proyectos de ser mago y aprender kickboxing. Hasta me compré un libro; sí, uno de cada cosa. Aunque una simple llamada a cualquiera de las personas que me entrenó en fútbol serviría para lo mismo: confirmar que soy incapaz de hacer nada con regularidad.


Puede parecer paradójico que, al mismo tiempo, mi lema vital sea “lento, pero seguro” -que, por cierto, llevo unos 24 años pensando en la urgencia de traducirlo al Griego o al Latín-. Doña Carmina no se equivocaba, solo que mientras mis compañeros de clase estaban ya forrando su tambor de detergente para convertirlo en papelera, yo aún seguía rayando con mi punzón en el espejo la silueta de Mickey Mouse. Pero por extraño que parezca no son cosas del todo incompatibles. De hecho, creo que es cierto eso que dicen por ahí de que tengo una paciencia y constancia casi infinitas para ciertas tareas. El problema está en que la aplico principalmente a mierdas. Pensemos, por ejemplo, en que una de las cosas de las que más orgulloso me siento es de ser capaz de pelar entera una montaña de pipas antes de comérmela. A eso me refiero. Sospechas que tienes entre manos la capacidad de dominar lentamente el Universo pero te concentras en convertir un perro blanco dibujado en un papel en un espléndido dálmata. Tantas veces como haga falta. La verdad, si fuera un supervillano no necesitaría cárceles de alta seguridad ni grandes alardes tecnológicos para mantenerme a raya: dame una sábana de papel de burbujas y me tendrás felizmente entretenido durante eones.


Otro problema es que la cosa funciona por su cuenta. Yo no decido cuándo se activa. ¿Un ejemplo? Llevo casi 30 años estudiando a los 7 reyes de Roma, los últimos doce enseñándolos, pero soy incapaz de recordarlos por orden. Y sí, he dicho siete, que no es la lista de los putos reyes godos. Pero nada, que no puedo. Ahora bien, si caigo en el quesito naranja del Trivial te puedo recitar de memoria las finales y ganadores de los Mundiales de fútbol desde la que le ganó Uruguay a Argentina en 1930 (4-2).


Total, todo esto para contar que, aunque sigo sin llevar un diario ni haber leído entero un solo diálogo de Platón, he empezado a ver de nuevo “Al salir de clase”. La frase en sí ya es un chiste, así que no creo que haga ni falta añadir más comentarios graciosos. Ni insultos, ojos en blanco, toses nerviosas o resoplidos. Sé todo lo que pasa por esas cabezas, de hecho estoy de acuerdo con todo ello, pero la voy a ver. 1199 episodios, ni más ni menos, como 1199 soles.


De hecho, se me ha ocurrido algo mejor aún. Una pirueta magistral.  He pensado en hacer una especie de diario con este visionado. A lo mejor tratándose de algo absolutamente absurdo e inservible consigo romper la maldición. Que lo dudo, vamos, pero si no por lo menos nos vamos a echar unas risas. Y a recordar, claro, porque si hay algo que me gusta más que arruinar buenos propósitos es mirar atrás.


Continuará... (Huye ahora que puedes)


HÉROES DE LA INFANCIA V. MICHAEL ROBINSON

Thanks God it’s Friday; Saturday Night Fever; Never on Sunday. Nunca he creído en eso de que haya mensajes satánicos ocultos en canciones, de esos que solo aparecían cuando ponías el disco al revés. Pero es que aquello estaba bien claro: los domingos eran el fin de todas las cosas.


Así, tal cual. Los domingos eran una canción de Jimmy Fontana, de esas que te arañan en el estómago hasta hacerte saltar las lágrimas. Algo tan terrible que ni toda la emoción de un gol en Las Gaunas, ni los juramentos de mi padre, quiniela en mano, podían conjurar. Los domingos, además, eran día de baño, el momento de enfrentarme al maléfico y oxidado desconchón de mi bañera, ese que en cuanto mi madre salía del cuarto aprovechaba para susurrarle esquirlas al oído a un pequeño y encogido Enrique de 5, 6, 7 años. Carreras en calzoncillos por la casa, baldosas de terrazo heladas, camisetas acanaladas de tirantes abandonadas en la huida y una profunda sensación de incomprensión: mi madre no me escuchaba, mi padre ni me oía y Kimba, claro, se limitaba a mirar sonriendo ante la perspectiva de mi muerte inminente.


Y eso que tengo que reconocer que mis días duraban más que los del cualquier niño corriente, porque no recuerdo haberme acostado jamás antes de las 11 de la noche. En realidad se podría decir que mi casa se movía en unas coordenadas temporales muy particulares. Quizás la eterna tragedia griega en que vivía mi padre y la afición de mi madre a los intérpretes rusos de las piezas de Chopin tuvieran que ver en esa caótica mezcla de husos horarios. El caso es que no se comía antes de que acabara el Telediario y si te levantabas cualquier día de un fin de semana antes de las 12 (por error o por una incorregible adicción a la lucha libre americana) parecías Charlton Heston en El último hombre vivo. Como te puedes imaginar, la cena de Nochevieja, siempre después de las uvas, merece un capítulo aparte. 


Pero a lo que iba. La sintonía de Estudio Estadio marcaba el principio del fin. Durante un rato, entre alineaciones, resultados y nombres de estadios que a diferencia de los reyes visigodos no se borraban de tu mente, habías olvidado que era domingo, pero la última nota te situaba al borde del abismo, sin escapatoria, frente a un erial de 120 horas que se levantaba entre tú y el viernes, después de la merienda; ya casi podías sentir el golpe en la cara del agua fría, la voz de Luis del Olmo de fondo, el olor a gasolina de la plaza y la grava bajo tus pies en los últimos pasos que recorrías en libertad, desde la verja del colegio hasta el primer escalón. 


Robinson vino a cambiar todo esto. Jamás había conocido a nadie capaz de reír un lunes. Y no solo eso, sino de hacerte reír a ti también. Cómo no hacerlo con ese acento imposible que nunca abandonó y esas expresiones disparatadas; cómo no hacerlo si te enseñaba cosas que el ojo jamás había podido ver; pero sobre todo, cómo no hacerlo cuando veías en los ojos la misma chispa que reflejaban los tuyos. Disfrutaba del fútbol como un niño, porque como había dicho aquel otro inglés antes que él, todo aquello no era cuestión de vida o muerte sino mucho más importante que todo eso. Y como con todas las cosas importantes, había que saber no tomársela demasiado en serio, bromear y disfrutarlo sin enfadarse, aunque el que lo hiciera mejor fuera el otro. No eran más que un par de horas pero fueron toda una conquista y, sobre todo, una forma nueva de ver las cosas.


A diferencia de casi todos los demás personajes que aparecen en estas líneas, Robinson se mantuvo siempre allí. Sabía que lo seguíamos necesitando. En la tele cambiaban las cosas: los programas, las caras… todas menos la de Robinson. Nosotros también crecíamos, la calle fue quedando atrás; ahora íbamos contentos a jugar con nuestras botas de colores, seducidos por los cantos de sirena de una cancha con porterías a la orillas del río. Quizás los dueños de los garajes se habían ganado por fin descansar en paz, pero no lo hacíamos por eso, así que sigo pensando que mereceríamos que el leñador de Andersen nos hubiera cortado los pies por traidores. Porque lo éramos y de la peor calaña: a veces también las canchas quedaban a un lado, sustituidas por una pantalla de ordenador. Pero incluso allí, en esas tardes infinitas jugando al Pc Fútbol, nos acompañó en rostro y voz. No creo que le haya dedicado más horas que a ese juego ni a mi tesis y, sinceramente, me siento más orgulloso de la Copa de Europa que gané con el Leganés que de haber desentrañado ancestrales ritos mágicos escritos en las lejanas costas de Asia Menor.


Se adaptó a los tiempos y a los formatos pero fue fiel a sus ideas, tanto como a ese acento suyo. Y nos siguió llevando de la mano sin que nos diéramos apenas cuenta. En los últimos tiempos, acompañado de otro personaje al que, si no odiara la palabra, calificaría de entrañable, se dedicó a ayudar a equipos imposibles de aficionados de aquí y de allá, de esos que simbolizan para mí lo mejor y lo peor del fútbol. ¿Que de qué hablo? A ver por dónde empiezo…


Hablo de campos de tierra donde no entrenarían ni las fuerzas especiales, de los madrugones para pelarte de frío en esos mismos campos de tierra y las duchas que te hacen dudar del calentamiento global; hablo de recorrer setenta tiendas para encontrar las camisetas más baratas y menos feas, rezando para que no haya muchos equipos con el mismo color y no tener que comprar otras; de contar una y otra vez billetes y monedas sabiendo que vas a tener que poner lo que falta para pagar eso o las fichas o la inscripción, pero que algo palmas, fijo; hablo del día que repartes las equipaciones nuevecitas con sus números relucientes y las medias intactas, de las duchas de antes y las cañas de después, del partido que te equivocas y ganas, del que no se presenta el otro equipo y ganas también -ya van dos. 


Hablo también de tu equipo, ese que has logrado a base de acosar a todos tus conocidos y sobre todo a tus amigas, esperando que tengan novios, hermanos o padres sin marcapasos que enrolar para la causa; ese en el que juega el colega que al final no va nunca por los chiquillos, el que cambia los turnos para poder ir como sea, uno al que va a verle la novia, otro que te monta en el vestuario un espectáculo  de guiñoles con la toalla -no preguntes-, ese que en su cabeza es Maradona pero tropieza hasta con su sombra, el que se enfada con los demás por perder y el que no entiendes por qué juega contigo con lo bueno que es. 


Y hablo, lógicamente del otro equipo, en el que siempre hay algún alucinado que iba para estrella pero se quedó en el camino porque se partió nosequé, el que celebra los goles como si fuera la final de un Mundial -de esos hay también otro en tu equipo, por cierto-, el abuelo que no puede dar dos pasos pero te clava el codo y es como un muro, uno que lleva rodilleras y el que está allí porque faltaba gente y te mira como pidiendo perdón. ¡Ah! y un argentino -no me digas cómo ni por qué, pero siempre tiene que haber uno. Y, para terminar, hablo también del árbitro, que o lleva cien años o acaba de afeitarse su primer bigote; eso sí, el “joder arbi, de qué coño vas, ¿estás ciego?” y los insultos acabarán por aparecer, sea el que sea de los dos. Fútbol, o sea, las mierdas de la vida aparcadas por un rato. 


Total, que Robinson, un tipo que había jugado en el Liverpool, ganado una Copa de Europa y jugado 24 partidos con la selección irlandesa, que podía haber pasado de todo aquello, volvía a bajar al barro y se metía en aquel pequeño cielo-infierno. Les daba consejos, claro, nociones básicas de aquello de lo que tanto sabía, pero no era eso lo importante. Lo que marcaba la diferencia eran el gesto cariñoso, la mano en el hombro, la palabra amable y verlo siempre, siempre dispuesto a escuchar. Y veías que a toda aquella gente se le iluminaba la mirada, igual que los aldeanos de Rohan cuando ven por primera vez a los elfos, pasando en formación junto a ellos. Esa mezcla de incredulidad y emoción que te producen las cosas que no crees que te puedan estar pasando a ti. De orgullo. Nosotros, no sé si se ha notado, andábamos en aquel entonces en esa misma edad de arrastrarnos y chapotear en una nostalgia llena de tiritas y olor a Réflex, mucho Reflex. Y aunque lo mismo el fútbol era el que empezaba a esquivarnos a nosotros, entre punzada y punzada de envidia, sentíamos un poquito nuestro todo ese orgullo e ilusión.


No todos los maestros son como los del proverbio, no siempre la sangre es el camino más rápido para aprender la letra. A veces la risa, o la sonrisa, son mucho más efectivas para hacerlo. Tanto que a veces llega a ser hasta peligroso, como bien sabía Jorge de Burgos. Robinson habría acabado con la lengua y los dedos teñidos de negra tinta en ese monasterio, seguramente. Nunca fue de palabra ni de mano dura, como no lo fue de pie cuando jugaba. Sí de cabeza y de corazón grandes. Por eso es imposible no echarlo de menos. Robinson me enseñó a creer, cuando aún faltaban muchos años y muchos colores para encontrar a la mujer de verde, que aunque fuera domingo no estaba todo el pescado vendido. Que nunca lo está, en realidad. 

ELIGE TU PROPIA AVENTURA

 La pantalla del portátil es la única luz en la habitación a oscuras. En la pared, a tu espalda, se recorta agrandada tu cabeza y el contorno de algunas de las cosas que hay sobre la mesa: una lata de cerveza con limón -es sábado y te permites ciertas locuras- y una bolsa de patatas con sabor a pollo asado. Lo que no se ve es el olor a pollo, que no te abandonará en varios días, ni la centrifugadora en la que se ha convertido tu cerebro.


Lo lees y lo relees, pero no hay duda: quiere verte. Sí, a ti, DonNadie79. 


Tienes que venir, porfi, que todos esos encuentros son un aburrimiento…y ¡un nido de frikis! Pero no como nosotros, ¿eh? Pfff, si es que parece que no han hablado con una tía en su vida. No me quedo ni aunque me paguen…pero me apetece hacer algo después. ¿No vas a venir a rescatarme? Porfi, porfi, porfi…


¿Pero cómo no se ha dado cuenta de que yo soy justo así? Si todavía no sé ni cómo me atreví a escribirle en su blog, ni a darle mi correo, ni a responder a sus mensajes… ¿La foto? Se la mandé como en sueños… Y mira que estaba seguro de que cuando la viera no me iba a responder. Bueno, como cuando no me atreví a darle el móvil y le pedí seguir en contacto como hasta ese momento. Pero siguió escribiendo… y ahora esto. ¿Qué hago?


Si decides arriesgarte y vas a ducharte y arreglarte para acudir a la cita, pasa a la página 66.


Si crees que ella no va en serio, que solo lo está haciendo para reírse de ti, y decides no ir, pasa a la página 48. 



Acabas de comprender de que ni escribiendo tú mismo la historia consigues que salga como querías. Y todo porque ni siquiera sobre el papel te atreves a hacer las cosas, así que bajas la pantalla, tiras de un manotazo la lata vacía y la bolsa de patatas y te vas, maldiciendo, a la nevera. Esta noche te tomarás dos… o tres.



                                       FIN



                                        48

HÉROES DE LA INFANCIA IV. FRANCO BATTIATO

Sería fácil decir que Franco Battiato fue uno de mis héroes de infancia, pero mentiría. En realidad no lo soportaba. Es difícil de explicar, porque no era nada personal. No se trataba de odio, ni mucho menos, sino de ese rechazo visceral e involuntario que nos producen sin remedio ciertas personas o cosas: unas irreprimibles ganas de golpearlas con un bolso en la cabeza hasta reducirlas a cenizas. Y luego soplar.


De hecho, voy a aprovechar la impunidad que me dan el tiempo y su muerte para confesar una cosa. Allá por los primeros ochenta Battiato dio un concierto en Valladolid; la ciudad amaneció un día empapelada de carteles con su extravagante figura y su nombre en letras enormes. Cada mañana múltiples Battiatos me observaban, burlones, pasar camino del colegio. Yo les mantenía la mirada, retador. Durante toda una semana la idea fue tomando forma en mi cabeza y, por fin, llegó el día: me solté de la mano de mi madre y -como un jabalí blanco- fui corriendo hasta los carteles para darle su merecido. Elegí uno, agarré la esquina y tiré con fuerza hasta dejar a medio Battiato colgando, desmadejado. ¿Quién se ríe ahora, eh? Volví corriendo con mi madre, le agarré la mano y seguimos caminando. No se habló una palabra del tema, pero intuyo que mi madre sonreía. Sabía lo que pensaba hacer -seguro que antes que yo-, igual que sabía ver el fondo de crueldad en mis carcajadas infantiles cuando Martes y 13 sacaban a Franco Nappiato al escenario. De hecho, sé que estaba esperando para ver cuándo pasaba exactamente. Solo puedo decir en mi defensa que no era el único: me pasaba también con Lina Morgan. La diferencia es que con ella me sigue pasando, aunque como he domesticado algo al animal que llevo dentro ya no rompo carteles de nadie.


Todo esto no hace sino demostrar que los niños no son de fiar. Que su mayor virtud -esa de decir siempre la verdad- la tengan en custodia compartida con el colectivo de borrachos ya debería darnos una pista. Pero si uno se fija en las atrocidades de vestuario que son capaces de cometer, ya las dudas tendrían que desaparecer por completo. Sobre todo porque además coinciden en ellas con otro ilustre colectivo como el de los politoxicómanos: vaqueros lavados al ácido, cinturones elásticos de Mickey Mouse, camisetas de publicidad… ¿Hace falta seguir?


En fin, que no quiero desviarme del tema. Como la estación de los amores, mi flechazo con Battiato llegó sin avisar. Y de pronto dejó de parecerme una herejía preferir la ensalada a Beethoven y Sinatra, o a Vivaldi unas uvas pasas que, efectivamente, te dan más calorías. Encontré además a otros enfermos como yo, y pasamos infinitas y esdrújulas horas hablando de él, soñando con verbenas de verano en Irlanda del Norte, atravesando madrugadas como bailarines búlgaros sobre braseros ardientes. Y ya no quisimos otra cosa que sintonizar Radio Tirana y bailar como él -¿o era Nappiato?-, porque en aquellas noches de risas y gárgolas también buscábamos un centro de gravedad permanente, aunque entonces no lo sabíamos. Ni eso ni lo mucho que nos iba a costar encontrarlo, si es que lo hemos conseguido alguna vez.  


Nunca pude ver un concierto suyo. Estuve cerca, pero la posibilidad se desvaneció al mismo tiempo que lo hacía el tío Paco en una fría y blanca habitación de Madrid. Vaya coincidencia. Todo quedó entre derviches, en cualquier caso. Paco nunca llegó a bailar con candelabros encima, que yo sepa, pero se pasó la vida aprendiendo la coreografía del cosmos. Además, sabía dónde encontrar los mejores bocadillos de jamón de Madrid y conocía ancestrales técnicas orientales para matar a alguien con tus propias manos. Aparte -y eso es lo más impresionante de todo- de ser la única persona capaz de entrar en un Burger King y ser recibida con un “¿lo de siempre, Señor Paco?”. Los dos aparecieron por última vez ante el público casi a la vez, así que, al fin y al cabo, supongo que fue como haber estado un poco en aquel auditorio de Burgos.


Nunca pude ver un concierto suyo, decía, pero a cambio sí puedo decir que conocí a Arturo. ¿Que quién es Arturo? Responder a eso merecería un largo espacio aparte, sobre todo si no has tenido oportunidad de leer la novela del Capuchino chino. Pero para que te hagas una idea, puedo adelantarte que en mi cabeza es difícil separar las imágenes de uno y otro. Un poco lo que pasa con Robert de Niro y Al Pacino; o con Kris Kristofferson y Kenny Rogers. Que son la misma persona, pero no. O sí. Arturo y Battiato tenían el mismo aire de místico sufí, los mismos nombres impronunciables en alemán salpicando sus conversaciones, la misma mirada inquisidora y algo perdida detrás de las gafas de pasta y unas cejas espesas y oscuras. Arturo se fue mucho antes, claro, se evaporó en nubes de humo y noches café solo -y de solo café-, pero siempre que suena Alexander Platz es como si volviera a sonar el timbre de casa y su silueta -gabardina, palestino al cuello y libro bajo el brazo- se recortara en la escalera.


Así que no, nunca pude ver un concierto suyo, pero ha estado conmigo todos estos años. Enseñándome a cuidarme de emboscadas, a distinguir las sombras de las luces, a entender que las puertas que nos separan de las cosas más valiosas son en realidad las menos complicadas de abrir. Porque al final se trata de algo tan sencillo como decir “Ábrete, Sésamo”; lo difícil es atreverse.

Battiato solamente se equivocó en una cosa. Lo nuestro no vino y se fue. Como pasa con los amores que te marcan para siempre, como dicen que sucede cuando se danza, sigue haciendo girar todo en torno a la estancia. Es una lástima, pero no sé decir más ni mejor. Solo que hoy nos sentimos un poco más nómadas y, sobre todo, mucho más huérfanos.