“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

SEGURIDAD CIUDADANA

¿Sí?... Ah, hola Jimmy. Sí, acabo de llegar ahora mismo ¿Ya te has enterado? Las noticias vuelan, chico. Por fin hemos acabado con ese cabrón. Esta vez estaba intentando entrar en la casa de Maggie y Brian. Sí, sí, por la chimenea, ¿puedes creerlo? Quiso escabullirse por el tejado. Casi lo consigue...menos mal que tengo buena puntería, ya sabes. Tenías que haber visto cómo trepaba. Se movía rápido el muy cabrón, y eso que estaba gordo. Gordo... y viejo. No me lo explico, debía tener cerca de 70. Como lo oyes. En serio, yo mismo le vi cuando cayó. Parecía un anciano, el pelo blanco, la barba blanca... ¿Qué? Sí, sí, seguro que era él. ¿Quién iba a ser si no, Spiderman? 
Lo que no entiendo es cómo se nos había podido escapar las otras veces. ¿Que por qué? Porque llevaba un puto traje rojo, tío. ¿A quién coño se le ocurre entrar a robar en una casa con un traje rojo? No, ni idea. No dijo mucho. Entre la caída y los perdigonazos lo dejamos seco. Pero vamos, que no era de aquí fijo. Yo que sé, hablaba raro, pero vamos, que lo mismo era porque estaba borracho, o con el mono. En serio, tenías que haberle visto trepar... vaya con el abuelo. Tampoco, ni documentación ni nada. No, no, parecía como de un país del norte. Sí, ya hasta los vikingos, jaja. Bueno, te dejo, que tengo que sacar la basura. Jajaja, sí... Joder, si es que hasta el gorro era rojo... Ya te contaré. Dale un beso a Liz. Ah... y ¡Feliz Navidad!

LENGUAS MUERTAS, MIRADAS QUE MATAN

Hoy es el día... arranca la versión 32.0 de mí mismo. Y como tuve el valor de pedir que me escribieran, creo que es justo poner algo que en su momento yo escribí de esa manera. Gracias por enviarme esas pequeñas esquirlas de dentro de vuestras cabezas como regalo... por un momento incluso me pareció que el coro de lemures que me acompaña a todas partes sonreía. En breve hablaré sobre ellas.


El amor y los dioses se reconocen en la mirada, lo escribió Gautier. Por eso debería susurrarlo en francés, pero ya sabes que a mí esas lenguas tan vivas cerca del oído me producen escalofríos, como las comidas que explotan. Eso es, que explotan, por eso corto a la mitad los tomates cherry. ¿Las uvas? Sí, son una excepción, y no, no sé por qué la hago. Y no me distraigas, por favor, que siempre que intento hablarte de amor acabamos en la cocina. Luego te quejas porque cuando me dices que me quieres yo me río, pero no te das cuenta de que no hay quien controle los músculos de la cara con una batidora en la mano a esa velocidad. Y la que se empeñó en comer salmorejo fuiste tú, no lo olvides.

Bueno, a lo que iba, que lo mío son las lenguas muertas. El griego la que más, por eso llevo siempre encima un maletín con una edición de la Ilíada y una prótesis de titanio. Se los compré a un tipo cerca de Herculano. Me aseguró que las había robado en las excavaciones, en las ruinas de una casa de putas. Se los arrancó a uno de esos tipos hechos cenizas. El libro y la prótesis. El año 79 tuvo que ser jodido de verdad por allí. De todas formas, creo que de todos los idiotas a los que se les ha ocurrido montar un pueblo al lado de un volcán, se puede decir que los de Herculano sí tuvieron suerte. Porque vaya forma de morir, ¿eh? Recitando a Homero y dejando el pabellón de la Campania bien alto para toda la eternidad. Aunque también, para una vez que vas de borrachera con los amigos, revienta el Vesubio y se va todo al carajo. Ya es casualidad. Al menos no tuvo que explicarle a su mujer qué hacía en un burdel.

Yo también soy del 79, pero de 1979. Nada que ver. Uno de esos años que empiezan en lunes. Años comunes, los llaman. Uno de esos años comunes en que las mareas enloquecen y se vuelven negras en Galicia y rojas en Camboya. Y que nieva en el Sahara, o eso dicen. Aunque ahora que lo pienso nosotros lo pasamos peor mucho peor que en Pompeya. ¿Qué por qué? ¿No sabes cómo perdimos Eurovisión ese año? Pues porque le dimos 10 puntos a Israel cuando íbamos ganando. Y luego nos extraña que piensen que vamos vestidos de toreros y sevillanas. Aunque también fue mala suerte. Si llegan a descubrir seis años antes –otro año común, por cierto, como el 17 y el 45- que las ondas de choque valían para destruir cálculos renales, los árabes las habrían podido utilizar para quitarse esa piedra del zapato. Y de rebote, Eurovisión para nosotros. Pobre Betty. Casi se muere del disgusto, pero aguantó, no como esos otros dos. Sid Vicious y Marcuse. Rajados. Aunque a mí no me sorprende, porque todos sabemos que los filósofos tienen muy mal perder.

Así que ahí lo tienes, fue infinitamente peor. Y ya ves que no es por aquello de que cualquier tiempo pasado sea mejor, ni porque publicaran la Historia Interminable. Si es que además, la única verdad sobre el tiempo es que es relativo. 1900 años son algo nimio para un dinosaurio –no olvides que siempre están allí-, pero impensable para un yogur. Y hablando de yogures… ¿ves? Me has vuelto a distraer, y así ni salmorejo ni pollo al curry ni nada. ¿Tú te das cuenta de la hora que es? No sé si lo sabes, pero las bibliotecarias no son nada relativas y tengo que ir a devolver unos libros. No, no me mires así. Escúpeme si quieres por cínico, pero no me mires así… que no hace falta ser Gautier para saber lo que estás pensando.

SÍNDROMES (I)

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.

Putas etimologías. Estaba claro: un ludópata que había estudiado griego tenía que acabar consiguiendo la colección completa sí o sí. Empezando por el de Estocolmo, o sea, por ti.

El conocimiento es dolor, que se lo digan a Edipo, pero la verdad es que si hubiera consultado el diccionario antes no habría tardado tanto en entender mi fascinación por recorrer los pasillos de Ikea. Ni tu insistencia en llevarme. Y es que podía pasarme las tardes muertas allí, viendo estanterías y dormitorios con nombres élficos, comprando cosas para casas que nunca iban a ser mías más que por unas horas pero que me hacían perder algo para siempre. Y aún así me encantaba, y siempre volvía, aunque lo hiciera cada vez más vacío, más roto; aunque antes o después apareciera Ortega y Gasset en una sección cualquiera –espejos, por ejemplo- para reírse en mi cara y abofetearme con un tomo de sus obras completas. ¿El conocimiento es dolor sí o no?

-          “¿Quién tenía razón, eh, capullo?”

-          “Usted, Don José, usted. Las circunstancias son la clave, pero no me pegue más, hombre”.

Me hacía repetirlo tres veces. Del derecho y del revés, como haces con los discos para escuchar el mensaje satánico oculto. O con la canción del Colacao para que tu hermano deje de hacerte cosquillas. Luego se iba, ajustándose la placa con su nombre y murmurando insultos, y yo me quedaba con cara de bobo, preguntándome desde cuándo los filósofos utilizaban la palabra capullo. Y pensando lo duro que estaba el mercado de trabajo.

La risita que se oía por detrás era la tuya; me estabas mirando desde la puerta de una cocina falsa y me decías que entrara de una vez, que ya estaba el salmón listo y había que poner la mesa. Y yo me ponía a ello mientras tú atendías al del gas, aunque no acababa de entender qué era lo que tenía que revisar en el dormitorio –también falso, bueno, menos la cama- ni por qué llevaba una funda de guitarra en vez de una caja de herramientas. Pero luego tú venías tan sonriente para cenar que dejaba de darle vueltas a todo, incluso a que siempre había creído que el color salmón era rosado y no verdoso.

Y es que se está tan bien en casa con alguien que te cuida… No entiendo las muecas extrañas que hacen mis amigos cuando les cuento estas cosas, aunque como tú dices… lo mejor es hacerse el sueco. Si seguro que es cosa de envidia, como casi todo en este país. En cuanto podamos nos marchamos. Al norte.

En fin, que ya no sé ni de lo que estaba hablando. ¿Síndrome de Estocolmo? Ni idea, no había oído hablar de eso en mi vida. ¿Es una de las novelas del tío ese de gafas que se murió?

CUMPLEAÑOS

Hoy no voy a contar ninguna historia. Hoy voy a hacer una propuesta, nada original, desde luego, pero a los exiliados no se nos debería echar en cara vivir un poco del recuerdo. El día 10 de diciembre es mi cumpleaños y me acerco peligrosamente a la edad de Cristo. Una vez me regalaron un texto y es uno de los pocos momentos precisos de felicidad que puedo recordar últimamente.

Quizás no funcione, pero decían los antiguos que la repetición exacta de los rituales era la clave para renovar sus efectos. Habrá que intentarlo. Por eso os pido textos, desde hoy hasta ese preciso día, a las 12 de la noche, en que me convertiré en otra cosa, no sé si mejor o peor.

¿Sobre qué escribir? Podría proponer alguno de los temas extraños que suelen pasar por mi cabeza. Tacones rojos, soldaditos de plomo, lémures o mandrágoras, comedores de corazones y papayas parlantes… Si tuviera que decir uno, serían los temores infantiles, o esos miedos absurdos que nos persiguen de forma irracional aún hoy, como el óxido o los relojes. El que quiera, puede regalármelos. El que no… puede coger cualquiera de las pequeñas locuras que he ido dejando caer aquí y continuarla, contestarla, darle la vuelta. Dejaron de ser solo mías hace tiempo. Pero en realidad, me da igual de lo que sean.

Mentiría si dijera que no espero nada. Soy uno de esos malditos sentimentales, aunque creo que eso no es un secreto, sobre todo para las chicas de ojos multicolores, las amigas de los erizos y los gatos, de las cámaras instantáneas, del peligro y el vértigo. Incluso las devoradoras de cerezas y los obsesos de los ciervos lo saben, y también algún advenedizo que otro. En realidad creo que todos lo saben.

Alguna recompensa habrá, por supuesto, aunque aún no sé cuál. Es difícil saber lo que puede ofrecer quien necesita que alguien lo salve de sí mismo.


Enviad lo que quiera que sea a mi correo. Es el que viene en mi perfil: copelius@hotmail.com

EL WENDIGO Y LA MANDRÁGORA

Estoy ya cansado de huir. Me siento en una terraza y pido café con leche. Con hielo. Por primera vez, me lo traen sin preguntar lo que es. En la mano, como siempre últimamente, el libro de Burroughs. Dejo de contener la respiración, bebo despacio, miro hacia la playa, hacia el paseo, la gente que viene y va. Un albatros sobre una roca que la marea ha dejado al descubierto. Una colilla sin apagar. El viejo tullido que vende lotería la mira y la coge. Hay muchos más, pero no venden nada, se limitan a estar viejos y tullidos. Una jubilada con pareo de leopardo lo mira con desprecio desde la mesa de al lado. Levanto la vista al cielo, pero tampoco esta vez caerá ningún rayo para hacer justicia. Escupo cerca de ella, no lo suficiente para que parezca premeditado, pero lo bastante como para que el viejo se dé cuenta del gesto y me guiñe un ojo, creo que de cristal. A pesar de esa pequeña satisfacción, todavía no puedo escribir.

Pago y me voy. Camino despacio, con el mar siempre a mi izquierda. La luz y el murmullo continuo me devuelven una calma que no recordaba ya. Pero sé que no están bien las cosas, que debería apartarme. El mar está hecho para arrastrar las miradas lejos, muy lejos, y la mía está demasiado perdida. Necesito algo que la sujete y la devuelva aquí, que me devuelva aquí a mí, porque me siento cada vez más distante, más ajeno a todo lo que me rodea.

Me siento en otra terraza y pido más café con hielo. Aquí también parecen saber lo que es. Quizás el fantasma de la taza de té me haya perdonado ya mi traición. Cierro con fuerza los ojos, como si el horizonte me los fuera a arrancar en cuanto abra los párpados. Y sin embargo estoy en paz. He podido escribir, y terminar algo al fin, después de mucho tiempo. Un niño se para delante de mí, me saluda con la mano y se ríe. Le devuelvo las dos cosas, la sonrisa y el saludo. Nos entendemos. Creo que los niños son los únicos que pueden ver lo que hay debajo de mi barba, de cualquier barba, los únicos que comparten la certeza de que el horizonte es un abismo, porque todavía entienden la verdadera gravedad de las cosas.

El libro está sobre la mesa, sin abrir. No me hace falta leer. Vuelvo a escuchar a Burroughs gritando en mi cabeza como una mandrágora. Y ya no hay paz, sino la inevitable y pegajosa lascivia que se destila de cada una de sus palabras. Noto cómo todos mis nervios se estremecen, se erizan uno a uno, con una punzada. Imposible luchar. Tengo que alejarme de la playa, de la gente y de todos los pensamientos oscuros que ahora mismo me provoca casi cualquier ser humano.

Habrá que seguir huyendo.

NO MIRES A LOS OJOS DE LA GENTE

Nunca paraban de repetirme que no mirara a los ojos de la gente, y me dieron muchos golpes bajos para quitarme la costumbre. Pero a pesar de todo a veces me olvido y levanto la vista. Y siempre me doy cuenta tarde de lo peligroso que es.

Hoy me ha pasado de nuevo. Esta misma tarde, en el paseo marítimo. Gente caminando, corriendo, mirando el mar sin entender nada; músicos callejeros que solo tocan para ellos, para darse una tregua y no escuchar la voz que desde dentro les recuerda sus fracasos. Lo de siempre. Y sentada en una mesa de una terraza, sola, una niña. Pequeña, no más de 7 años, muy interesada en un vaso lleno de helado de vainilla que remueve con un barquillo. De pronto me ha mirado fijamente, con la constancia e imprudencia que solo se tiene a esa edad, y la certeza me ha arrollado sin dejar tiempo para que me apartara, como un tren, como una horda de hunos desquiciados. La certeza de que he llegado 20 años pronto para enamorarme de ella, de que nunca llego a ninguna parte cuando tengo que hacerlo y que la relatividad del tiempo solo sirve para ver en los ojos de ciertas personas la que serán algún día o la que dejaron de ser hace años. Y que las has perdido sin llegar a tenerlas.

He echado a andar espantado, a punto de correr, notando como la suela de esparto se iba deshaciendo bajo mis pies. Pero para nada. No hace falta escuchar tangos para saber que es inútil marcharse. En una plaza miserable, arrancada a la fuerza de entre las casas, con tres o cuatro de esas palmeras que se agitan como riéndose de todo, una viejecita sentada en un banco, dejando caer al suelo migas de pan duro para animales que no estaban allí aún. Esta vez vi las luces, escuché los caballos venir, pero no me molesté en apartarme. Sabía que iba a mirarme, sabía lo que iba a ver en sus ojos. La tristeza de saber que ella tampoco había llegado a tiempo, el mismo desconsuelo que llevaba yo todavía cosido en las pestañas.

Hizo ademán de levantarse, pero negué con la cabeza. Yo todavía podía correr, así que huiría por ella. Era lo menos que podía hacer. Además, quizás fuera yo el que llegaba tarde…

DARWINISMO Y TOSTADAS

Quizás haya llegado el momento de cambiar de color, como decía aquel viejo chiste del camaleón y el semáforo. Va a ser difícil, pero si hay alguien a quien puedo confiarle mis inquietudes cromáticas es a ti. Porque contigo el negro nunca me ha dejado restos de carbón entre los dedos ni ceniza en la garganta, como me pasaba siempre, y de ti no tengo ni un solo recuerdo rojo. Y no por una cuestión de daltonismo, porque sé perfectamente que los ojos del Príncipe Feliz no eran del mismo color que la hierba en la que nos tumbamos cuando te dije te quiero.

Lo que sí recuerdo es que las dos cosas te hicieron llorar. Lo que sé también es que nunca debí dejar de hacerte llorar así. No debí alejarme. Probablemente no habría tenido que pasar tantas madrugadas de ventana en ventana, mirando lejos y atrás, que es casi lo mismo… Lo mismo que esos lemures que pasan río abajo sentados en troncos y contemplando la orilla pensativos y con ojos tristes, porque saben que no hay lugar para ellos, que están condenados a moverse sin parar pero sin avanzar en realidad un solo metro. Como las putas en sus aceras o tú en mis pesadillas.

Así que sí, va a ser difícil, porque al final resultó que era yo el que más tenía que aprender de Virgilio: Eneas entendió a la tercera que no se puede abrazar a un fantasma; yo me he quedado ya sin dedos con que contar los intentos. Por eso acabé bajando a los infiernos. Y allí ni Neruda ni los filósofos urbanos pueden ayudarte. Pero acabas por salir, aunque te persiga una legión de ratas para pedirte el pasaporte. Suerte que en el bocadillo que me llevaste en vez de una lima metiste a Andersen, si no jamás se me hubiera ocurrido saltar dentro de aquel pez. También es que Jonás me había asegurado que habían dejado el negocio de los espaldas mojadas. Menos mal que adivinaste que siempre me gustó el soldadito de plomo. Solo tú podías hacerlo.

Pero no, no se me olvida que va a ser difícil, porque el camino es largo y no todas las baldosas son amarillas. Y porque si hay algo realmente bíblico en todo esto es mi idiotez, como cuando me conseguiste una guerrera de oficial británico y la perdí porque no llegué a merecerla y solo me parecí al soldadito en que vi cómo el aire te arrastraba lejos, como a la bailarina de papel. Por suerte te sacó de allí sin arrojarte al fuego y solo ardí yo, en mi propia estupidez, y me quedé, con los pies llenos de plomo, bailando valses y polkas aún más estúpidos que yo con la muñeca de una sola pierna.

Debería haber escuchado con más atención a mi padre, porque él leyó a Andersen antes que yo y ya sabía de los duendes negros y lo crueles que pueden llegar a ser. Pero da igual, porque tengo un as en la manga, que ni los wendigos ni los duendes negros saben. Ni siquiera tú.  Y es que por muy grande que me lo quieran hacer, para mí el mundo siempre terminará en tus pies y quiero tener una casa en el confín de la tierra. Cuando llegue te llevaré a desayunar al mercado para celebrarlo. Con tostadas, claro. Eso sí, tiene que ser al amanecer, porque a esa hora no se pueden negar los colores. Ni aunque te tapes los ojos.

DESTELLOS

Acabo de darme cuenta. Ya no han vuelto a aparecer pelusas en mi ombligo. Esas que guardabas con tanto mimo en el pequeño monedero verde. Esas que me enseñabas a veces como un tesoro. Y lo peor es que no me acuerdo de cuándo dejé de buscarlas. Quiero pensar que se han ido contigo. Que están bien. Solo espero que algún día puedan perdonarme. Diles que lo siento, por favor. Que lo siento mucho.
Yo trataba de hacerte entrar en razón, pero tú no me tomabas en serio y me dabas largas. Claro que el mundo no va a implosionar, ni se te aparecerá el espíritu que surge a tu espalda para comerse tu cabeza cuando pronuncias tres veces el nombre de Heidi delante de un espejo. Es mucho peor. Si no dejas de decir esas cosas, de quejarte, te va a salir barbita y un bigote como de broma, tu pelo se volverá negro y te convertirás en mí: te llamarán Enrique la  Quejica. Y no se te ocurra venirme llorando entonces.

Por un momento llego a creer que te he conseguido asustar de verdad, porque te quedas callada, pensando, pero después, con una sonrisa, me dices que es una suerte, que tú siempre habías querido ser un chico. Al principio no le vi la gracia por ninguna parte, pero se me encendió una lucecita y me di cuenta de lo que suponía: yo siempre había querido ser japonés de mayor y tú eras especialista en engañarme como un chino. Quizás resultara.

Ahora solo queda discutir los detalles. Desde luego, llevaremos tu pelo ideal del siglo XVIII y mi barba pelirroja. Si me dejas hacerme moños samurais, claro. A cambio yo prometo afeitarme más a menudo. Donde nos va a costar ponernos de acuerdo es en el color de los ojos. “Los míos ni son azules, ni son verdes, ni son grises… no son ojos”, me dirás, pero deberías tener en cuenta que estás hablando con el tipo de los ojos marrón verdoso. Y eso, te pongas como te pongas, es como irte de vacaciones con un viaje organizado, tipo “Burundi mágico”, “Albacete desconocido” o “Iglúes con encanto”. Que viajas, pero no viajas. Tienes ojos, pero nadie te presta la menor atención, y necesitas caminar en un ángulo de 37° y rezar para que las condiciones de luz y humedad sean las precisas, o que la gente vaya muy pasada de bebidas energéticas, para poder afirmar que son verdes. O pagar, claro.

Pero en el fondo todo esto no son más que minucias. He conseguido mudarme a tu cerebro. Así, de casualidad. Y mira que lo había intentado veces, con anillos de palomita de maíz, una casita de veraneo en el lago Baikal y hasta tratando de intoxicarte con caramelos de jengibre. Y nada. Lo pienso y me da un ataque de risa. Me miras, divertida, con esos ojos que tienen todos los colores del mundo y me preguntas qué pasa, que si me he vuelto loco. Y yo te digo que probablemente sí, te cojo de la mano y te llevo a tomar un café vienés.

MALA MEMORIA

Tú y yo sabemos lo que hacías ciertas madrugadas…

A veces, si pienso mucho en eso, consigo reunir un poco de rabia, pero soy un desastre, y solo sé lanzar cuchillos si es delante de un espejo. Una verdadera lástima, porque nunca fallo. Todos alcanzan puntos vitales. Cuando he perdido ya sangre bastante y el pulso me empieza a temblar los guardo, aunque no sé por qué me molesto, porque al despertar siempre hay cuchillos en el cajón. Desde que puedo recordar. Me visto y salgo a la calle, que los perros de sal me esperan, ansiosos por lamer mis heridas. Rebuscan entre la basura, haciendo tiempo con la perseverancia de las cosas inertes, hasta que aparezco por la puerta. Entonces me miran con sus ojos blancos y vacíos y me siguen.

Y yo camino intentando no volver la cabeza, porque sé lo que pasará si lo hago, porque sé que se me echarían encima y me obligarían a recordarlo todo, hasta hacerme confesar a gritos que no sé vivir sin ese castigo, aunque sea el peor de todos los que se me ocurren, aunque sea excesivo hasta para el más miserable de los dioses griegos. Y solo porque siempre creí que uno nunca llegaba tan lejos si no era para seguir.
Solo me detengo cuando veo ese enorme cartel luminoso: “Si te cortas la cabeza con una hoja de papel te regalamos este fantástico ordenador portátil”. Qué casualidad. Lo que mejor se me da. Y además, tengo casi todo el trabajo ya hecho. Demasiada tentación para un sadomousesoquista como yo. Así que en cuanto abren me planto delante de la mesa del director de la sucursal, dejo encima una bolsa con todo lo que he ahorrado pelando pipas y le pido un folio. Que empiece el espectáculo.

Después de pasar el sombrero –que obviamente ya no me hace falta- y recoger mi regalo en caja, salgo y paro un coche de caballos. Una rareza más de este mundo paralelo mío tan absurdo. “Mundo-drama” lo llaman algunos. Ya sabe dónde voy, así que no tengo que decirle nada. Suena un tango y al principio solo canta el caballo, pero al final acabo por sumarme y tararearlo yo también con desgarro, porque está claro que el muy cabrón me lo dedica solo a mí. “No olvidés hermano, vos sabés, no hay que jugar”, dice y me guiña un ojo con acento porteño. Como el de de aquella papaya que conocí una vez. Pero es que no lo puedo evitar, el impar de tus botas, el rojo de un pintalabios… y me juego entero. Soy un idiota con muy poca autoestima y las sirenas  siempre me cantan lo que quiero oír -…come out to play-i-ay…- aunque en el fondo digan todo lo contrario –there’s nowhere to run, baby-. El resultado, el de siempre.

“Mala memoria la que solo recuerda lo que ha pasado”, dijo la reina de corazones, como cada vez que me veía aparecer por su palacio. Yo no podía hacer otra cosa que encogerme de hombros y enseñarle la bonita cesta de mimbre que me había comprado para la ocasión. Entonces fue ella la que encogió los hombros, como dándome por imposible. Quizás lo sea, después de todo.

EL BRAHMÁN FELIZ Y EL PAPAGAYO ENCANTADO

Juraría que una vez, una sola, me miré al espejo y vi los 33 signos de la felicidad de que hablaban los brahmanes. Fue mucho antes de conoceros a ti, a Borges y al gato del callejón, cuando los espejos no eran más que eso, espejos. Intenté explicártelo un día, pero se habían borrado, y por más esquemas de migas de pan, pelusas de ombligo y cáscaras de pipa que te hice no conseguí que me entendieras.

Y es que tenías miedo de perderte leyendo entre líneas demasiado complejas y por eso entonces a mí se me ocurrió que podíamos hacernos pequeños y colarnos entre ellas. Pero me dijiste que no podía ser, que para eso deberíamos comer menos chocolate, que jugar con las proporciones de gas y cacao en la fórmula no servía de nada. Yo te propuse pasar por encima, pero tú no sabías volar –por eso ibas siempre descalza, para que el frío del suelo no te dejara olvidarlo- y a mi ángel de la guarda le habían arrancado las alas una a una hace ya tiempo. El tuyo era incapaz de remontar el vuelo –también comía demasiado chocolate- y, al fin y al cabo, yo le tengo pánico a las alturas, así que me di cuenta de que era una idea absurda.

Y al final pasó. Al final se me acabaron los cuentos con que retenerte. 745 noches. Lo mismo da. Lejos de las 1001, en todo caso, aunque no estuviera en juego mi cabeza. Bueno, en realidad sí, siempre lo había estado, pero no fue una decapitación al uso, sino más bien como irse cortando el cuello con una hoja de papel.

No puedo decir que no estuviera avisado. Hasta los echadores de cartas más infames de todas las televisiones locales parecían saberlo, y me lo dijeron, pero no les creí. Pensé que iban de farol. El del turbante y la dentadura de oro más que ningún otro. Hubiera podido verlo en los  posos del café, pero no tienes esa opción cuando estás enganchado a una tetera. Y me pareció una casualidad que las manchas de pasta de dientes en el espejo tuvieran forma de guillotina, sinceramente. Hasta me reí, mientras me ponía mi mejor camisa de segunda mano. La de color mostaza.

Mírame ahora. Hace noches que no me quito las lentillas para intentar que se me sequen los ojos del todo y solo he conseguido que escuezan. Y que sangren. Habría tenido que tirar todas mis sábanas si no me acabara de hacer daltónico. Afortunado en juegos, claro, aunque sean de ropa de cama.

Mi único consuelo es que aguanté más que el papagayo encantado, aunque bueno, también es que si no soy capaz de ganarle a un papagayo, por muy mágico que sea, ya me dirás. Claro, que podría discutirse, porque al fin y al cabo, él tuvo a su dueña alejada de amantes 79 noches y bueno, tú y yo sabemos lo que hacías ciertas madrugadas…

ROJO Y NEGRO (Un regalo de cumpleaños)

Querías que te regalara un color por tu cumpleaños. Que cada uno de nosotros lo hiciera. Esa pequeña máquina con la que nos retratas sin descanso los necesita para alimentarse. Reconozco que no pensé que fuera tan difícil. Todo son colores, al fin y al cabo. Incluso aquellas cosas que no podemos ver tratamos de teñirlas de algún color para conjurar el vértigo, como hacía la encantadora niña amante de los erizos, que pintó a sus fantasmas de añil porque se le escondían, camuflados en el blanco de las paredes del pasillo. Blanca es también la Locura, la Esperanza verde, roja la Pasión y gris la Nada.
Todo eso pensé, y solo conseguí verme envuelto en un delirio cromático con forma de espiral. Y sin tu regalo. Escuchaba a los Rolling mientras. "I see a red door and I want it painted black". Soy bastante obvio buscando inspiraciones, lo sé, pero es que no solo soy mediocre como prestidigitador o como jardinero. Y no será que no lo repito veces. Así que acabé por recurrir a mi vida, que es lo único que tengo y lo único que puedo darte, para bien o para mal...

Cuando empezó, todo era negro. Las mañanas de los sábados, con las persianas casi cerradas y la televisión sin colores, el café de mi padre y hasta mis manualidades en  el colegio, para terror de las profesoras. De mi padre, que era pintor, recuerdo también sus bocetos a carbón, los dibujos a pluma, el olor de la pintura y el disolvente. Pero nunca colores. Así que puede decirse que mi felicidad era monocromática, y supongo que por eso siempre me pareció estúpido el cubo de Rubik, con todas aquellas caras iguales. Y que me gustan tanto los perros, porque solo ven en sepia. Todo negro, como te decía, aunque con unas motitas de rojo, pequeñas concesiones apenas, como la camiseta de mis primeras fotos jugando en el parque, como aquellas peinetas que solía llevar mi madre, inseparables de su capa negra. Nunca me paré demasiado a pensar en ello. Entonces aún no sabía que los oráculos se divierten dejando señales en las cosas más intrascendentes. Ni que al final nos llevan a la ruina.

Y un día, de pronto, me arrebataron el negro. Y me lo cambiaron por una maraña de labios amoratados, ojos enrojecidos y flores muy blancas. Por primera vez fui consciente de que había colores, y dolor, y miedo. Sobre todo dolor. Por eso me hice daltónico, porque sin saber cómo frenar aquello, no distinguir el color de los semáforos resultaba el único pasatiempo fascinante. Hasta que encontré un rojo que ni todo ese daltonismo nihilista mío pudo negar. Su pelo, sus labios, que sabían cambiar los tonos sin dejar de ser rojos, sin dejar de ser un solo color, rosado aquellos días que me arrinconaban mis miedos, naranja cuando desfallecía de hambre, rojo intenso si me mataba la sed. No pude hacer otra cosa que dejarme envolver. Y como por aquel entonces era joven e imprudente y creía saber algo de oráculos, sonreí.

Por eso tardé en darme cuenta de que volvía a percibir otros colores. Y cuando lo hice fue tarde. Flores amarillas y violetas sobre las aceras, un otoño cualquiera. Quizás en Portugal. Y no supe qué hacer con todo aquel miedo que volvió de repente. Lloré, crucé los dedos, recé, volví a llorar, pero sabiendo que era inútil. Y supliqué, supliqué que por lo menos algún día pudiera perdonarme lo que iba a pasar.

Intenté huir de aquella tortura multicolor buscando de nuevo refugio en el daltonismo. Pero siempre es lo mismo cuando vuelves la vista atrás: estatuas de sal que te meten los dedos en los ojos, que te dejan en carne viva las manos al abrazarlas y luego se dedican a lamerte las heridas. Por eso los dioses vengadores y los ídolos sanguinarios ya no prohíben nada, porque se han dado cuenta de que es mucho más divertido dejar que hagamos nosotros el trabajo sucio. Supongo que enloquecí. Entonces la encontré y ni siquiera me fijé en que el rojo de sus uñas, de sus labios, de su pelo cobrizo y hasta de su ropa iba dejando un sospechoso rastro tras de sí. Y que nunca, nunca, me dejaba leer el periódico, ni encender la televisión a la hora de comer.

Poco a poco me obsesioné por teñirlo todo de rojo, porque ya ni siquiera recordaba lo que era el negro, pero seguía necesitando que solo hubiera un color. Y resultó que los cinco litros de sangre de un hombre adulto no son suficientes, por difícil que sea de creer. Llenaba cuadernos enteros haciendo cuentas. Taponaba pacientemente mis heridas después de cada incisión, como hacen los Masai con sus vacas. Pero no valió de nada, nunca fue bastante, aunque me desangré sin remedio para que no le faltaran las cerezas, ni la tarta de fresa ni, sobre todo eso, los zapatos que quería por su cumpleaños. Lo hice sabiendo lo que me esperaba, porque el único que no podría dejar de bailar cuando llevara puestos aquellos zapatos rojos sería yo. Y los llevaba casi siempre. Por eso le pedí que me cortara la cabeza, pero no quiso: “los cuchillos son para cortar la tarta, tonto. Anda, ponme otro poco. Y baila un ratito más, que te pones muy gracioso”. Al final me la corté yo, porque ahora ya sí sabía a qué jugaban de verdad los oráculos.

Por eso lo hice con una hoja de papel.

Leo todo esto y me doy cuenta de que con cuentos así no voy a ser capaz de retenerte ni una sola noche más. La debilidad por la pérdida de sangre no es excusa. Ni tampoco es culpa de ningún diosecillo cruel. Deberías haber comprado aquel papagayo encantado, como te recomendó el viejo de la tienda, y no una cabeza de mirada triste, que encima solo ve en sepia, como los perros. Aunque sepa felicitarte en lenguas perdidas ya en el polvo y el tiempo.



Escribí esto para una persona (en) especial  y no pensaba
que éste fuera su sitio. 
Pero me puede la ilusión de saber que le gustó, 
y de alguna forma quería regalárselo otra vez. 
Algunos ya lo habrán leído. Espero que no les importe.

NUEVAS CONFESIONES DE UN LUDÓPATA


Sé que juré mil veces… no vuelvo a insistir. Pero lo hice. Volví a jugar una vez más.

No recuerdo cuándo apareciste allí, solo que te sentaste a mi lado y me dijiste al oído cómo se llamaba el juego de la torre de piezas de madera. Luego pusiste música –llevabas un tocadiscos bajo el brazo, de eso sí me acuerdo- y empezaste a jugar, sonriendo.

Yo tenía recelos. Tú, canciones para todo. Y no se te daba mal colocar las piezas, así que al final acabé por coger una y ponerme a jugar yo también. Supongo que debí haberme dado cuenta de que acabaría enredándome en tus rizos, pero claro, no llevabas zapatos rojos y nadie me había advertido de que los vestidos blancos también podían ser peligrosos. Para entonces, además, aunque tu nombre cortara los labios con solo pronunciarlo y los mechones de tu pelo parecieran cobrar vida si sonaba una flauta, la sonrisa de tus ojos marrones me había convencido ya de que no tenía nada de temer, que tu nombre no tenía nada de bíblico y que tus rizos eran solo eso, rizos.

Y me hiciste perder la noción del tiempo. La tarde se nos fue sin darnos cuenta, jugando una partida tras otra y parando solo para decidir qué música ponerle a cada una. Bueno, y para hacer té y lavar las cerezas. Cuando cayó la noche seguíamos jugando, casi no quedaban cerezas y el té se había enfriado hacía horas. Entonces te reíste y me dijiste lo pequeño que era, y a mí me parecía que las piezas estaban cada vez más altas y las puertas eran cada vez más grandes. Protesté, pero tú decías que me engañaba la vista porque los miopes vemos peor de noche, que sabías bien de lo que hablabas. Y que no me quejara tanto. Y yo me callaba, aunque me dolían ya los pies de estar de puntillas, porque pensaba que a lo mejor tenías razón, que aquello era un efecto óptico y yo una reina del drama. Así que seguí jugando, porque además tengo tan mala memoria que solo recuerdo lo que ya ha pasado. Y a veces ni eso.

Al amanecer, de pronto, el suelo empezó a temblar y me dijiste que te ibas. O quizás fue al revés. Todo lo que sé es que quitaste las sandalias y echaste a correr por el césped. Y que yo no podía seguirte, porque te habías llevado el aire, y tampoco sujetarme a nada porque todo se hundía.

Ahora solo me queda volver a sentarme entre los escombros y escuchar discos viejos, porque en la huida, además del aire, te llevaste también mis pulmones, pero a cambio se te olvidó el tocadiscos, aunque no creo que me vaya a servir de mucho. Los tocadiscos son un desastre consolando porque solo tienen un brazo. Y pinchan. Como mi barba, como las migas de pan con que jugaba a dibujarte cosas y hacer planos y como los picos de los putos pavos reales, que han venido a comerse las que se me han quedado pegadas a la piel.

Además, seguro que la aguja está oxidada…

MATEMÁTICAMENTE EL AMOR ES UN ERROR


Nunca se me dio bien resolver problemas. Por eso estudié una carrera de Letras. Pero es que las fórmulas no son lo mío, de verdad, y además siempre me atasco con cada ecuación que me propones. Y por eso, claro, cuando me pides tiempo te doy espacio. Como si fuera lo mismo.

He buscado la solución a la X –no me mires así- en el porno, pero lo único que encuentro son variables y más variables –lolitas perversas en busca de nuevas experiencias, amas de casa aburridas que han descubierto la webcam, transexuales filipinos- empeñadas en abrirse ante mí. Aunque al menos ellas no me pasan factura por amanecer empapado en sangre y con órganos de menos.

He probado con rayos -X, claro-, y probablemente es lo peor que pude hacer. Y no solo por lo humillante que es de por sí pasar frío apoyado contra una placa de metal mientras unos tipos te miran desde un ventanuco. Ni por las caras que ponen al ver la colección completa de cuchillos, ralladores y tenazas que reservaba para ti y que acabé por utilizar conmigo. Es que los erizos de peluche no damos bien en pantalla. Y que se va a descubrir el truco: soy un dragón chino. Y claro, te lo van contar, porque al fin y al cabo os dedicáis a lo mismo, abrir gente en canal y juguetear con sus entrañas. Y eso no es ningún cuento chino. El dragón sí. Falso y con tanto peligro como un perro pekinés. Papel, palos y lentejuelas de colores que dan vueltas a tu alrededor, intentando llamar tu atención. Pero dentro nada. Nada importante, vamos. Y lo peor es que en cada vuelta me engancho más a tus aristas, dejándome despedazar, pero la incógnita sigue ahí. Con la inestimable ventaja de que no me dará tiempo a tener mutaciones por exceso de radiación, eso sí.

Me rindo. Ya no sé qué más hacer. Porque está claro que si es cosa de cromosomas le falta algo. Y desde luego no es una quiniela, porque si hay algo que tengo claro es que en esto no hay empate posible. ¿Números romanos? Podría ser… realmente esto parece cosa de romanos, porque tengo el cerebro como si lo hubieran pisoteado y le hubieran echado sal encima para asegurarse de que no crezca nada nunca más. Pero no… aquí no pinta nada un puto diez. Los romanos estaban locos, pero no tanto.

Habrá que seguir buscando, supongo. A lo mejor la respuesta está debajo, como en los mapas del tesoro, aunque no lo creo, la verdad. En realidad sospecho que todo esto no es más que otro de tus juegos. A lo mejor Malcolm sabe algo.

SADOmouseSOQUISMO


Me dices que no me preocupe, que no tardarás, que te llevas un puñado de alcaparras para no perder el camino de vuelta, pero sé que me mientes. ¿O crees que no he visto sobre tu mesa la capucha de un halcón amaestrado? ¿Y que no sé que es, como tú, adicto a los encurtidos? Ten el valor de negarlo. Sé también lo tentador que te ha resultado siempre escapar dejando un rastro de boloñesas frías. No has dejado de repetírmelo, desde antes incluso de que me mudara al oeste de todo.

Fue ese tono de irritación en tu voz lo que terminó de convencerme de que no pensabas volver. Siempre te pones a la defensiva cuando tienes algo que ocultar, pero he compartido almohada con demasiadas cabezas de caballo como para que me asusten ya tus amenazas. De todas formas, aunque estaba más que mentalizado, cuando sonó el timbre salté del sofá y volví a experimentar esa familiar sensación de terror que me provocaba la poesía uruguaya. Un miedo nada irracional, porque los dos sabemos que sueles recurrir a Benedetti para que te haga el trabajo sucio. A él le tocó decirme que habías grabado encima de Grease. Y que se te cayó una pieza de la armadura de mi caballero del Dragón y no la encontrabas. Lo de la mancha de lejía en el jersey que me hizo mi madre, también. Por eso no hubiera necesitado echar un vistazo a través de la mirilla, pero aún así lo hice. Benedetti. Estaba ahí fuera de pie, esperando, con el halcón posado sobre su hombro. A los dos les olía el aliento a vinagre. Y no me vengas con que no puedo saber eso, porque lo sé.

Así que en vez de abrir me fui a la cocina y me planté delante del frigorífico. Nunca antes había sido tan consciente de lo agotador que resultaba una cosa en apariencia tan simple. Como casi todo en aquella casa. Una de las puertas decía la verdad, pero la otra siempre mentía. Y yo no sé si se me olvidaba de una vez para otra cuál era cuál o es que se intercambiaban por pura diversión, pero el caso es que al final siempre me la metían doblada y me comía los yogures caducados. O los tarros de paté con moho, ese amigo que nunca duerme. Por eso ni me molesté en preguntar y abrí directamente. De la nevera no surgieron, como era de esperar, aquellos ecos de pera precolombina que solían recibirme, llenos de reproches, sino una voz que declamaba con entonación perfecta los primeros versos de la Eneida. Mi capacidad de sorpresa estaba bastante sobrepasada aquel día, así que realmente no me causó demasiada impresión ver a aquella papaya con los ojos inyectados en zumo y la mirada de los 1000 metros, que se balanceaba de un lado a otro recitando a Virgilio. Tampoco era la primera que veía. Es increíble la afición que sienten las frutas tropicales por los ritmos latinos. Lo que sí me inquietó fue notar un casi imperceptible deje rioplatense ganando terreno entre largas y breves y cerré de un portazo antes de que la papaya se metamorfoseara en la cabeza de Benedetti y tuviera tiempo de decirme lo que ya sabía o, en su defecto, saltara para intentar morderme los huevos.

En fin, otra noche castigado sin cenar. Esta vez sin ti. No es que sea una novedad, pero a pesar de todo, duele. La infidelidad con alcaparras es de las cosas más amargas que pueden pasarle a un hombre, incluso a uno como yo, al que le gusta azotarse con el cable del ratón. Y hacer como si fueras a volver.

UN DÍA EN LA VIDA DE UN BONZO. 19.00 - ...

Mientras pienso todo esto ha ido cayendo la tarde y la música cambia y suena en inglés, aunque ahora que lo pienso nunca dije que antes no fuera así. Pero da igual, las armónicas hablan en la lengua de las serpientes, y además La Ciudad sigue perdida, porque ya no quieres saber si mis ojos son verdes de verdad y cuando te agarro para ponerte contra la pared y besarte no estás ahí. Aún así me raspo la lengua contra la piedra hasta sangrar porque creo que me va a hacer sentir mejor, pero es todo lo contrario y solo consigo pensar en las miles de palomas que habrán pasado sus malditas patas retorcidas por allí. Y que en Portugal se sientan en las terrazas de las pastelerías ¿te acuerdas?

Pero volviendo a las piedras y a mi lengua: al menos las chispas sirven para encenderle un pitillo a un hombre que pasa. Supongo que todo esto es el castigo que merece hacer trampas en el trivial, aunque tener que cargar con aquella camiseta de propaganda por haber ganado ya me pareció bastante malo en su momento.
Y después de las armónicas y el inglés aparecen más canciones, de esas tan trágicas en las que la gente le desgarra las entrañas a otros en colchones con manchas que no quieres saber de qué son…  Nada que ver conmigo. Mi dolor es mucho menos sofisticado. Triste, sí, pero como la mantita de cuadros llena de quemaduras de cigarro o el flan de kiwi olvidado en el fondo de la nevera; nada de agujas jugando al buscaminas ni de cucharas recalentadas: solo es que te sigo queriendo.

Al final acabo haciendo lo que siempre cuando me decido a salir, merodear alrededor de esa zapatería esperando el día en que por fin te decidas a comprarte los zapatitos rojos, para poder ser yo el que te corte los pies. Hans me lo ha prometido. No creo que se atreva a mentirme, aunque no me fío del todo. Por eso tengo a ese pato suyo tan feo y al que tanto quiere escondido en un garaje a las afueras. Y sigo vigilando la zapatería. Hasta que cierra. Luego me vuelvo a cortar la cabeza y me voy a casa con ella de la mano, dándole de comer con la otra las cerezas que a pesar de todo, como soy bobo, te había llevado en aquella lata que compré en ese viaje a Roma que nunca hicimos. Pero sin molestarme en quitarles el hueso.

De lo que pasa por las noches no merece la pena hablar, porque las llamas se ven bien de lejos. Y porque por la mañana seguirá oliendo a quemado. No hacen falta fórmulas para saber eso.


(no continuará. ¿Para qué?)

UN DÍA EN LA VIDA DE UN BONZO. 12:00 - 19:00

Un meteorito de tamaño medio procedente de la luna entra en la atmósfera terrestre a unos 5.444 km/h, alcanza los dos mil grados de temperatura y tarda entre tres y cinco segundos en volverse incandescente y desaparecer. Un cuerpo lo haría en apenas dos. Y eso me pasa a mí cuando abro los ojos y me doy cuenta de que no estás ni piensas volver. Así que ahora, en vez de despertarme, sería más exacto decir que me desintegro. Lo malo es que tú nunca ves el destello, porque mientras todo esto pasa te estás pintando las uñas.

La casa se ha convertido en un horno crematorio forrado de fotos de pin-ups y yo avanzo por el pasillo goteando, porque como todo el mundo sabe la temperatura de combustión de la grasa humana es de 215°. Luego entro en la cocina, pero como el plomo se funde a 327°, todavía no me puedo tomar los cereales. Habrá que esperar y tratar de no perder la calma, pero algo va mal cuando mi único as en la manga para mantenerme aferrado a la realidad es un puñado de pipas peladas encima de la mesa 

Por la tarde pensaba ponerme una película, pero voy a acabar por joder el micro con tanta explosión de mitocondrias y las palomitas cada vez me gustan menos. Además, los huesos necesitan mucha más temperatura para quemarse y este invierno oscuro, helado y bastardo me he dejado una pasta en luz. Así que me visto y salgo, pero me sigue persiguiendo esa puta música de armónica por todas las calles de La Ciudad y no puedo hacer nada aparte de morderme los labios y tratar de que nadie se dé cuenta de que me estoy desangrando por los ojos.

Y es que también me la has robado, como me robaste París, aunque en realidad París nunca llegó a ser mía, porque la conocí contigo. Debería haberme dado cuenta de que cada paso allí era una trampa, que me acabaría enredando  entre las patas de los caballos del tiovivo. De eso y de que las heridas de los bastoncitos de caramelo son mortales de necesidad y, además, cuando se infectan huelen a fresa. Lo peor es que no queda un solo vendedor ambulante que pueda darme algo contra eso, ni contra los fantasmas de las mazorcas de maíz que no te llegué a comprar. Siempre era demasiado pronto. Aún así pienso que mereció la pena estar a punto de morir contigo en un puesto de comida africana; robar almas siempre te abre el apetito y hace que uno parezca menos estúpido de lo que ya es hablando en francés.

Si fuera un buen escritor la siguiente frase sería un golpe de efecto, algo que no te esperaras, como cuando botas un balón de baloncesto muy deprisa y te das en la nariz. Estás jugando tan contento y de repente tienes los ojos llenos de lágrimas y te encuentras preguntándote cómo algo tan absurdo puede doler tanto. La cara de estúpido es incluso peor que la de hablar francés. Pero no soy un buen escritor, ni siquiera un escritor maldito, así que no sé disimular y esto es exactamente lo que esperarías que fuera: que te has ido y yo sigo en la bañera aunque ya no quede agua desde hace rato, temblando de frío y de rabia y con sabor a cañerías en la boca. A cañerías y a mazorca podrida, que es lo único que ceno últimamente, en ensalada y bien aliñadas con salitre.


(continuará)

CUANDO SE APAGAN LAS LUCES

“Una chica sin luz, un chico que la ilumina y un perro que los acompaña…”, empezabas a decir, pero entonces mirabas el reloj, te levantabas diciendo que se había hecho tarde y me dabas las buenas noches y un beso en la frente. “Mañana te la cuento…”, contestabas sonriendo a mis protestas y mis patadas en la cama. Aquello me enfadaba casi tanto como el cuento de la buena pipa o los vecinos voladores con los que me engañabas para quitarme los esparadrapos de un tirón.

Nunca  pude entender que te guardaras aquello. La solución definitiva contra todos los miedos de la noche y no me la dabas. ¿Por qué? ¿No te dabas cuenta de que las reglas que pasaba horas buscando contra cada monstruo –absurdas, pero siempre diez- podían no funcionar? Sentía una cierta satisfacción pensando lo culpable que te sentirías a la mañana siguiente, cuando ya fuera tarde. Cuando se me hubieran llevado. Entonces llorarías, vaya que llorarías…

Me imaginaba a la chica como las que salían en algunos de los cuadros que pintaba papá y que yo siempre quería salvar. Sola y desvalida, pero además con una sonrisa preciosa que se le dibujaba en la cara cuando me escuchaba acercarme y la voz tan dulce que nunca me cansaría de escucharla. Temblaba al abrazarla, y yo siempre encendía una cerilla para que no tuviera frío y pensaba la suerte que tenía de que aquello fuera un sueño y ella se pareciera precisamente a la pequeña vendedora de fósforos. Íbamos muy pegados el uno al otro, yo alumbrando el camino, ella con la cabeza enterrada en mi hombro. No sabía dónde iba ni cómo salir de aquel laberinto, porque en realidad no había llegado allí desde ninguna parte, pero avanzaba sin vacilar, para que no se asustara al ver que tenía tanto miedo como ella.

Los pies me dolían y tenía que apretar los dientes para no quejarme. Ella también estaba muy cansada, pero no decía nada, solo se apretaba fuerte contra mí. No quedaban apenas cerillas y los corredores, que parecían cada vez más estrechos, más retorcidos, se llenaban de sombras y sonidos como si algo se arrastrase a nuestro alrededor, esperando que la luz se apagara. Y se apagó. La abracé y cerré los ojos, intentando protegerla con mi cuerpo. Esperé. “Alguien quiere jugar contigo en la niebla”, recordaba que me decía la abuela cuando quería asustarme y me recorrió el mismo escalofrío que aquellas veces. El ruido venía de muy cerca ahora, tenía la sensación de que podía rozarlo con la punta de los dedos… Un sudor frío me bajaba por la frente, tenía la garganta seca y las piernas atenazadas. No iba a poder salvarla, al final no iba a poder. “Perdóname”, pensé, “te he fallado”. “Claro que no…”, susurró ella, como si me hubiera leído el pensamiento…

Y de repente cesó. Y se oyó un ladrido. Y luego otro y otros dos. Más fuertes. Abrí los ojos y no supe lo que había pasado. La oscuridad se había retirado, incluso el pasadizo volvía a parecer más ancho. Tampoco hacía frío ya. Y allí estaba, sentada en el suelo, una perrita de suave y ondulado pelaje del color del oro. Era preciosa y nos observaba con una mirada tan inteligente y serena que me hizo pensar en la cajita de yesca y los tres perros de enormes ojos que servían a quien la poseyera. De forma instintiva me llevé la mano al bolsillo. Entonces se levantó, se dio la vuelta –juraría que guiñó un ojo- y echó a andar. Nosotros íbamos detrás, agarrados de la mano, sonriendo…

Y en ese momento siempre me despertaba, y ella no estaba ya, y lo más parecido al perro era aquella bola peluda y marrón que me gruñía cuando me acercaba demasiado. Pero tampoco estaban la oscuridad ni el miedo. Ni me acordaba de que me había dormido enfadado contigo. Y han tenido que pasar más de veinte años para darme cuenta de que si no me contabas la historia era para que me durmiera imaginando cómo seguía y se me olvidaran los monstruos, las astillas y los clavos oxidados que siempre esparaban, pacientes, a que cerrara los ojos.


Un día, una persona me pidió una historia... aquí está. 
No es una deuda, es un pequeño regalo para alguien nada pequeño...
Espero que le resulte tan especial como para mí ha sido escribirla.

EL FANTASMA DE LA TAZA DE TÉ

No puedo escribir los versos más tristes, ni siquiera esta noche, porque haga lo que haga acabo pensando en tus tetas. No me malinterpretes, no es que no me gustaran otras partes de ti… incluso a veces tu forma de ser, pero es que pienso en ti y cuando me quiero dar cuenta... Vamos, que así no hay quien escriba un poema. Y de olvidarte ni hablamos. Conviértela en literatura, decía aquel, si quieres olvidarla conviértela en literatura. Pues no, amigo Henry, no, en este horror no hay literatura…

Y mira que intento odiarte, que me he hecho una colección de mantras con todas las putadas que me has hecho… Intento incluso imaginarte follando con otro -o para ser más exactos, dejando que te folle, que es lo que siempre te puso más-, a ver si así lo consigo… pero este cerebro de pervertido que tengo me traiciona y la escena de celos acaba siendo una película porno. Europeo, claro, que es el bueno. Y sin filtro, como el tabaco negro, que solo lo fuman ya mineros, falangistas nostálgicos y la secretaria de mi instituto, que es de Vitoria.

Supongo que en el fondo da igual, porque no voy a ser capaz de arrancarte de mi cabeza. Nunca lo fui. Todos los cuchillos que afilé pensando en ti solo sirvieron para cortar porciones de tarta y que te las comieras en el sofá mientras yo me sentaba bajo la gota de agua. Tú me mirabas y tratabas de poner cara seria, pero al final casi te atragantabas por aguantarte la risa.

Aún así yo lo intento. Me hago un té, prendo una barrita del incienso que me regalaron en esa tienda de Malasaña a la que me empeño en llevar a todas las chicas que van a dejarme después y me siento en la cama a escribir con mi pijama de comecocos lleno de agujeros –tuvimos noches muy intensas tú y yo-. Estas cosas son la estúpida idea que tengo de “cuidarme”. Debería darme cuenta de que lo más que voy a conseguir va a ser freírme los huevos con el portátil. Porque lo que se dice escribir, ni una triste línea, así que no consigo conjurarte y aunque me tape la cara no puedo librarme de tus ojos ni de tu sonrisa, dando vueltas a mi alrededor, como el puto gato de Cheshire… flotando en el aire como un Jikininki cabrón que viene y empieza a comerse mis entrañas sin preguntarme primero si estoy muerto. Que lo estoy, pero eso es lo de menos, incluso un espíritu carroñero japonés debería tener un mínimo de educación, ¿no te parece?

En fin, que esta noche tampoco. Creo que me voy a hacer unos tomates rellenos. Siendo dejarlo así de repente, pero al fantasma de mi taza de té le gustan los relatos inacabados y la cocina griega. Y se queda a cenar.

CONFESIONES DE UN LUDÓPATA

Lo admito, tuve una época oscura con el juego de la torre de piezas de madera. Empezó como algo inocente, recuerdo que nos pasábamos las tardes muertas jugando tú y yo. Y también que nunca, nunca se nos cayó.

Lo que no se nos ocurrió es que por muy bien que lo hagas llega un momento en el que estás  a punto de quedarte sin piezas, te toca a ti y empiezas a ver cruzar imágenes extrañas por tu cabeza: platos de lentejas, puñados de monedas y una manzana roja, muy roja, que dice cómeme en una lengua tan antigua como las serpientes. Y todo se convierte en miradas de reojo, tu codo golpeando sin querer –ay, perdona…- la esquina de la mesa cuando me toca a mí y mis ataques de tos en cada uno de tus turnos. Entonces sí, se cayó.

Pero a ti siempre te dio mucho miedo patinar y yo no sé jugar a las cartas, porque no tengo pueblo y era de esos que siempre iban a clase en el instituto; el resto de juegos se nos habían olvidado a los dos, así que recogimos las piezas y vuelta a empezar. Nuestro primer error fue no darnos cuenta de que si las secuelas se llaman así es por algo. El segundo, no escuchar con más atención a Los Chichos, ni más ni menos. Así no hubiera sido tan sorprendente ver que faltaban algunas fichas –las pelusas de debajo de los muebles son voraces y carecen de compasión- y que muchas otras tenían los bordes dañados. Así, quizás, hubiera podido cerrar los ojos antes de que se me clavara una astilla diminuta, que se me pudrió dentro y me nubló la vista, como aquellos trocitos del espejo de la reina de las nieves.

Y así, se nos volvió a caer. Tú te quejabas –con razón- de que colocaba las piezas demasiado altas y que no llegabas. Me dices que soy cruel y yo, con una risa que no era la mía ya, te respondo que no, que no se trata de nada más que de supervivencia: mi mal pulso contra tu 1’50. Me miras con una tristeza infinita en los ojos y sin decir nada, dejas caer la pieza que acababas de quitar y das media vuelta. Y yo aprieto los puños de rabia, porque me gustaría explicarte que esa maldita torre es tan alta porque ya no me fío de las princesas con tacones, ni de sus espejos –sobre todo de sus espejos-, pero las palabras se me coagulan en la garganta y nunca podré decirte que había una puertecita camuflada, porque yo soy bobo, tú eres pequeña y eso era todo lo que necesitaba para vivir hasta arrugarme debajo de una manta de cuadros.

En vez de eso, escombros. Y herrumbre. Y ya sabes que el óxido es lo que más me miedo me ha dado de siempre junto con la idea de que se me clavara una esquirla. Fíjate, al final hice pleno.

ESTANCADO EN TU REFLEJO

Yo que sentí el horror de los espejos...

Ya solo vienes a veces, aunque sabes que estoy allí. Quizás por eso mismo. Y cuando lo haces, apenas te quedas un momento y te marchas sin dejarme siquiera la compañía de las luciérnagas. Las has ido cazando una a una, entre risas, quitándoles las alas despacito y mirando muy atenta cómo se apagan del todo. Luego arrugas la nariz y las tiras a un lado.

Pero hoy no es igual, todavía no sé por qué. Vienes correteando, como siempre, con aquel vestido marrón que me condenó y te acercas hasta la orilla, también como siempre. Pero hoy no te sientas como hacías antes, solo miras distraída al agua y jugueteas con tus zapatitos rojos, mientras yo sigo allí, estancado en tu reflejo, escuchándote tararear aquellas nanas perversas que te cantaba por las noches para que no te durmieras.

Hoy no te tumbas sobre la hierba, ni cazas luciérnagas –aunque tampoco hay ya-; simplemente te quedas allí de pie, comiéndote un helado que no recuerdo que tuvieras antes. Una ráfaga de aire lo enturbia todo y cuando vuelvo a poder mirarte, del helado ya solo queda un pequeño punto rojo sobre tu boca, gemelo de ese lunar que tanto te gusta. Con la otra mano te recoges el pelo a la altura de la nuca y por un momento creo que tus ojos se cruzan con los míos. Justo entonces se dibuja en tu cara la misma expresión divertida de tus travesuras más sangrientas. Seguro que a los sacerdotes aztecas se les iluminaba así la cara antes de empezar a sacar corazones. Te agachas y coges una piedrecita –no haría falta más- y juegas a tirarla al aire sin dejar –nunca lo haces- de tararear.

Entonces comprendo. Te has cansado de verme en todos los espejos. Y antes de cerrar los ojos, si es que un reflejo puede hacer algo así, recuerdo aquel cuento japonés y trato de pensar en la venganza, porque el último deseo de un condenado a muerte siempre se cumple. Los dos lo sabemos, pero también sabemos que ni siquiera tendrás que engañarme para que me distraiga y olvide mis planes. Tus pestañas se ocuparon ya de eso, hace demasiado tiempo.

AMORES PERROS

Llevaba días sin atreverme a hacer otra cosa que seguirla con la mirada desde que salía de su portal hasta que doblaba la esquina. Siempre parecía llevar prisa, aunque a veces, si tenía suerte, giraba la cabeza hacia donde yo estaba y me miraba con sus enormes y tranquilos ojos color miel. Era preciosa. Tenía el pelo largo y rubio, con unas suaves ondas que caían con gracia sobre su cara a cada paso que daba. Hubiera querido decirle algo, pero me daba vergüenza acercarme así como estaba, sucio y desgreñado. En momentos como esos echaba de menos mi casa. Si no hubiera tenido que irme, que quedarme en la calle, todo sería distinto, todo…

Salía siempre a la misma hora, con un señor mayor, con pinta de serio. Era muy brusco con ella, la gritaba sin motivo y a veces la llevaba casi a rastras. Verle hacer eso me ponía furioso, pero ¿qué podía hacer yo?

Así pasaron unos cuantos días más hasta que por fin me atreví. Acababan de salir, pero el hombre estaba hablando con una vecina enfrente del portal. Crucé la calle y fui hacia ella. Pareció alegrarse al ver que me acercaba, y se volvió hacia mí con la mirada brillante. Nos quedamos parados uno frente al otro, callados. Creo que ella esperaba que yo tomara la iniciativa, pero estaba bloqueado. Me quedé allí como un idiota, mirándola a los ojos, sintiendo su perfume, pero incapaz de hacer o decir nada. Era preciosa.

Entonces él se dio cuenta de que yo estaba allí. Se volvió, furioso, y empezó a gritar. Se puso entre los dos y empezó a insultarme y a decirme que me fuera si no quería que me diera una paliza. Ella se revolvió, asustada, pero el hombre la tenía bien sujeta. “Estate quieta”, le gritó.

Cada vez que recuerdo aquello siento rabia pero, sobre todo, vergüenza de mí mismo. Quise decirle que la dejara en paz, que por qué la trataba así, pero de mi garganta solo salió un gruñido ahogado. No tuve tiempo de más. Aún me parece sentir su mirada suplicante clavada en la mía…Él se abalanzó sobre mí y eché a correr. Corrí sin mirar atrás, pero aún tuve tiempo de escuchar al hombre decir: ¡Malditos chuchos! 

Jamás la volví a ver. 

NO SOLO DE PAN VIVE EL HOMBRE

Nadie hace el risotto ai funghi como tú, y lo sabes. Por eso te persigo y te pido matrimonio cada día antes de irme a comer, pero tú siempre te ríes y me dices que no, que me pondría gordo y sería feliz, y que eso no es bueno para alguien con pinta de mesías. Ah, y que además eres una chica perversa.

Yo intento convencerte, y en confianza, te explico el secreto mejor guardado por los sindicatos mesiánicos. Todos quieren ser gordos y felices y aspiran a encontrar a una chica perversa que les haga risotto… hummus… o pollo al chilindrón. La vida eterna, el valle de lágrimas y demás zarandajas solo son historias que nos cuentan para entretener el tiempo y  que nadie sospeche de sus verdaderas intenciones. Para que te hagas una idea te pongo el ejemplo de Papa Noel. De joven fue un mesías, aunque casi nadie lo sepa. Pero olvidó todas las parábolas en cuanto encontró a una lapona perversa que hacía el mejor risotto de reno del país. Luego vino todo lo de los regalos y la explotación de enanos y elfos en talleres clandestinos ocultos bajo los icebergs. Por eso yo voto a los Reyes Magos, porque representan la democracia y la multiculturalidad…  y la importación de productos artesanos a bajo precio. Pero todo muy legal, claro.

En fin, eso no viene al caso ahora, así que me callo y me quedo mirándote, esperando una respuesta con los dedos y los ligamentos cruzados. Pero lo único que haces tú es contarme la historia del tuno que perdió su capa, y aprovechando la confusión, te marchas. Y yo me quedó allí, ojeroso y famélico como un buen mesías, predicando en el desierto y haciendo dedo para llegar al oasis más cercano.



Esta caja de truenos se abre hoy como un pequeño regalo...
No es un cuento, ni tiene dibujos, como aquella vez, 
pero como sin ovillos, sin pelusas y sin
mercados de abastos no habrían quedado dedos ni ganas
para escribirlo, lo empiezo hoy, a las 9'20.