“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

HÉROES DE LA INFANCIA IV. FRANCO BATTIATO

Sería fácil decir que Franco Battiato fue uno de mis héroes de infancia, pero mentiría. En realidad no lo soportaba. Es difícil de explicar, porque no era nada personal. No se trataba de odio, ni mucho menos, sino de ese rechazo visceral e involuntario que nos producen sin remedio ciertas personas o cosas: unas irreprimibles ganas de golpearlas con un bolso en la cabeza hasta reducirlas a cenizas. Y luego soplar.


De hecho, voy a aprovechar la impunidad que me dan el tiempo y su muerte para confesar una cosa. Allá por los primeros ochenta Battiato dio un concierto en Valladolid; la ciudad amaneció un día empapelada de carteles con su extravagante figura y su nombre en letras enormes. Cada mañana múltiples Battiatos me observaban, burlones, pasar camino del colegio. Yo les mantenía la mirada, retador. Durante toda una semana la idea fue tomando forma en mi cabeza y, por fin, llegó el día: me solté de la mano de mi madre y -como un jabalí blanco- fui corriendo hasta los carteles para darle su merecido. Elegí uno, agarré la esquina y tiré con fuerza hasta dejar a medio Battiato colgando, desmadejado. ¿Quién se ríe ahora, eh? Volví corriendo con mi madre, le agarré la mano y seguimos caminando. No se habló una palabra del tema, pero intuyo que mi madre sonreía. Sabía lo que pensaba hacer -seguro que antes que yo-, igual que sabía ver el fondo de crueldad en mis carcajadas infantiles cuando Martes y 13 sacaban a Franco Nappiato al escenario. De hecho, sé que estaba esperando para ver cuándo pasaba exactamente. Solo puedo decir en mi defensa que no era el único: me pasaba también con Lina Morgan. La diferencia es que con ella me sigue pasando, aunque como he domesticado algo al animal que llevo dentro ya no rompo carteles de nadie.


Todo esto no hace sino demostrar que los niños no son de fiar. Que su mayor virtud -esa de decir siempre la verdad- la tengan en custodia compartida con el colectivo de borrachos ya debería darnos una pista. Pero si uno se fija en las atrocidades de vestuario que son capaces de cometer, ya las dudas tendrían que desaparecer por completo. Sobre todo porque además coinciden en ellas con otro ilustre colectivo como el de los politoxicómanos: vaqueros lavados al ácido, cinturones elásticos de Mickey Mouse, camisetas de publicidad… ¿Hace falta seguir?


En fin, que no quiero desviarme del tema. Como la estación de los amores, mi flechazo con Battiato llegó sin avisar. Y de pronto dejó de parecerme una herejía preferir la ensalada a Beethoven y Sinatra, o a Vivaldi unas uvas pasas que, efectivamente, te dan más calorías. Encontré además a otros enfermos como yo, y pasamos infinitas y esdrújulas horas hablando de él, soñando con verbenas de verano en Irlanda del Norte, atravesando madrugadas como bailarines búlgaros sobre braseros ardientes. Y ya no quisimos otra cosa que sintonizar Radio Tirana y bailar como él -¿o era Nappiato?-, porque en aquellas noches de risas y gárgolas también buscábamos un centro de gravedad permanente, aunque entonces no lo sabíamos. Ni eso ni lo mucho que nos iba a costar encontrarlo, si es que lo hemos conseguido alguna vez.  


Nunca pude ver un concierto suyo. Estuve cerca, pero la posibilidad se desvaneció al mismo tiempo que lo hacía el tío Paco en una fría y blanca habitación de Madrid. Vaya coincidencia. Todo quedó entre derviches, en cualquier caso. Paco nunca llegó a bailar con candelabros encima, que yo sepa, pero se pasó la vida aprendiendo la coreografía del cosmos. Además, sabía dónde encontrar los mejores bocadillos de jamón de Madrid y conocía ancestrales técnicas orientales para matar a alguien con tus propias manos. Aparte -y eso es lo más impresionante de todo- de ser la única persona capaz de entrar en un Burger King y ser recibida con un “¿lo de siempre, Señor Paco?”. Los dos aparecieron por última vez ante el público casi a la vez, así que, al fin y al cabo, supongo que fue como haber estado un poco en aquel auditorio de Burgos.


Nunca pude ver un concierto suyo, decía, pero a cambio sí puedo decir que conocí a Arturo. ¿Que quién es Arturo? Responder a eso merecería un largo espacio aparte, sobre todo si no has tenido oportunidad de leer la novela del Capuchino chino. Pero para que te hagas una idea, puedo adelantarte que en mi cabeza es difícil separar las imágenes de uno y otro. Un poco lo que pasa con Robert de Niro y Al Pacino; o con Kris Kristofferson y Kenny Rogers. Que son la misma persona, pero no. O sí. Arturo y Battiato tenían el mismo aire de místico sufí, los mismos nombres impronunciables en alemán salpicando sus conversaciones, la misma mirada inquisidora y algo perdida detrás de las gafas de pasta y unas cejas espesas y oscuras. Arturo se fue mucho antes, claro, se evaporó en nubes de humo y noches café solo -y de solo café-, pero siempre que suena Alexander Platz es como si volviera a sonar el timbre de casa y su silueta -gabardina, palestino al cuello y libro bajo el brazo- se recortara en la escalera.


Así que no, nunca pude ver un concierto suyo, pero ha estado conmigo todos estos años. Enseñándome a cuidarme de emboscadas, a distinguir las sombras de las luces, a entender que las puertas que nos separan de las cosas más valiosas son en realidad las menos complicadas de abrir. Porque al final se trata de algo tan sencillo como decir “Ábrete, Sésamo”; lo difícil es atreverse.

Battiato solamente se equivocó en una cosa. Lo nuestro no vino y se fue. Como pasa con los amores que te marcan para siempre, como dicen que sucede cuando se danza, sigue haciendo girar todo en torno a la estancia. Es una lástima, pero no sé decir más ni mejor. Solo que hoy nos sentimos un poco más nómadas y, sobre todo, mucho más huérfanos.


CUIDADO CON LO QUE DESEAS (y2)

 No es que a él le preocupe mucho la política. En realidad, ni le van ni le vienen la mayoría de cosas que oye discutir a la gente en los programas de la tele o en el bar. Y bueno, ahora que se abrió una cuenta en Twitter… alucinante. ¿No tienen otra cosa que hacer que perder el tiempo discutiendo? Bastante tiene él con ir tirando como para andar pensando en esas movidas: fachas o comunistas, feministas y feminazis… ¿Europa? Pero si él no ha ido ni a Portugal, no me jodas, como para preocuparse por la Merkel esa.

Hombre, lo que sí es verdad es que ya casi no se puede decir nada. La gente se ofende por todo, no me jodas. Dejas pasar a una chica en el super y te mira mal… ¡Que no es para mirarte el culo, piba! A ver, que ya que estamos te lo voy a mirar, pero no es por eso. Es que hay que ser un caballero, me decía mi madre, aunque mira para lo que sirve. 


En fin, que él se considera alguien moderno, pero… dentro de unos límites. Que hay mucha tontería y, a ver, que no todo lo antiguo estaba tan mal. De hecho, aunque como ya se sabe cómo está el percal solo lo dice muy en confianza -con los colegas del gimnasio, por ejemplo-, algunas cosas se echan hasta de menos. Los medievales, por ejemplo, sí se lo sabían montar. Todavía se acuerda del rollo aquel que le contaban en el instituto… ¿Cómo era? El derecho de pernada, eso era. Joder, que ibas por ahí y si te apetecía llevarte a una al catre no había ni que dar explicaciones. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Ni flores, ni cena en el chino ni nada. Eso era vida, ¡anda que no! La verdad es que lo pensaba todas las mañanas, cuando se cruzaba con la chiquita que sale a correr. ¡Menudo cuerpazo! La rubia, no la otra, que ya tiene unos añitos. Aunque bueno, si lo piensas… a esa también le daría un tiento. Que siempre está bien tener dónde agarrar… En realidad -se sonríe-, si somos sinceros se le pasa por la cabeza unas cuantas veces más, porque hay cada una… 


¡Bendita Edad Media!, pensaba, soñador, bajando de su casa al parking, que estaba un par de calles más allá. Lo que nunca habría imaginado es que sus sueños se harían realidad y que un pliegue espacio-temporal pudiera traer la Edad Media de vuelta. Nunca llegó a saberlo, de hecho, porque otro nostálgico de tiempos pasados, montado en su moto cual caballero andante, decidió cortarle la cabeza a aquel estúpido campesino que caminaba junto al sendero. Y todavía tenía una estúpida sonrisa en la cara cuando quedó, de lado, al borde del camino tras rodar unos cuantos metros.