“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

DE PIJAMAS Y YONQUIS



Niños X: ¿Por qué vas en pijama?
Enrique: No voy en pijama.
Niños X: Pero si eso es un pijama…
Enrique: No es un pijama, es un chándal.
Niño X: Que no, chaval, que eso es un pijama. Esto sí es un chándal. 

(todos, a coro)

¡Enrique va en pijama! ¡Enrique va en pijama!


Hay conversaciones que solo tienes una vez en la vida -“Mamá, ¿puedes venir un momento? …Creo que tengo que operarme de fimosis”- y otras que te ves condenado a repetir una y mil veces, como si fueras el portero de Malta recogiendo el balón dentro de su portería. El fragmento de arriba, con leves e infinitas variaciones, pertenece a una de ellas, creo que a las más terrible de todas. Y eso es mucho decir viniendo de alguien que tiende a entrar en bucle, adora las batallas de esdrújulas y lleva casi 30 años discutiendo sobre la diferencia entre las “siete y pico” y las “siete y algo”.

Sé que el Tiempo zanjó la discusión, que afortunadamente fue un conflicto corto. Pero creo que es importante sacar el tema una vez más, que merece la pena por aquello de que los que no recuerdan su Historia están condenados a repetirla. Porque no estoy hablando de cualquier cosa: hablo de uno de los mayores conflictos textiles desde los tiempos de la Gran Depresión: la “Gran Batalla por el Algodón”.

Hay que remontarse aproximadamente a 1990, quizás algo antes. Tiempos convulsos, época de cambios, con la (primera) Guerra del Golfo, el muro de Berlín y la URSS resquebrajándose y las nubes tóxicas de Chernobyl aún en la mente. Pero, sobre todo, miles de españoles sin resuello delante del televisor con la llegada de las privadas. Tele5 y Antena 3 aparecieron para llenarlo todo de color y lentejuelas, de caderas brasileñas y smoking con zapatillas, de campos de fútbol infinitos y polvo de estrellas. Seguramente eso hizo que el enemigo entrara en nuestras vidas sin darnos cuenta. Diría que incluso ese delirio de planos psicodélicos y luces brillantes nos engañó y nos hizo verlo con buenos ojos. Hablo del chándal de tactel, claro, ¿de qué si no?

Por aquel entonces, el algodón dominaba la Tierra. Era barato, abrigadito sin ser caluroso y prolongaba la vida útil de esas capas de piel que acababas perdiendo, una tras otra, en el asfalto de tu calle o en el milímetro de arena de los parques infantiles. Además, en combinación con coderas y rodilleras, era prácticamente indestructible. Aún recuerdo lo feliz que era en aquellas excursiones con mi madre al mercadillo de los sábados, tierra fértil y abundante en chándales de infinitos colores. Aquellas promesas hacían que olvidara incluso el carácter hostil que, para un niño de 10 años, tenía aquel lugar lleno de gente, señoras enormes hablando a voces de bragas y caras oscuras en sillas plegables que te sonreían al pasar con sus dientes de oro. Pero nada de eso importaba, porque volverías a casa a salvo -de algo tenía que servir que tu madre se pareciera a la Pantoja- y con una bolsa llena de pantalones rojos, negros y azules. Después, el lunes por la tarde, vendría la visita a la mercería, con aquellas dos minúsculas hermanas -¿cuál de las dos sería Paquita?- y aquellos cajoncitos, miles de ventanas tan pequeñas como ellas de las que salían botones, bobinas de hilo, agujas y dedales. Pero había algo más en la tienda. La hermana 1 (¿Paquita?) lo sacaba de debajo del mostrador casi sin mediar palabra, con un gesto de asentimiento. No una recortada, sino parches, miles de parches de formas y colores distintos. Mi madre se adelantaba a los rotos que inevitablemente llegarían, pero la decisión era mía. Era yo el que elegía cuidadosamente en aquel Edén termoadhesivo. Mi madre esperaba mientras Hermana 1 me observaba con atención, clavándome la mirada, un ojo muy abierto y otro medio guiñado siempre, que para mí era de cristal. En mi cabeza toda la escena tenía un aire de contrabando, como si estuviera escarbando en un montón de diamantes. Escudos de los Chigago Bulls, algún que otro F-18, una especie de insignia del servicio postal canadiense y, con el tiempo, Oliver Aton en su carrera hacia ninguna parte; una tras otra se deslizaban en un sobre de papel que yo custodiaría hasta casa, con mi vida si era necesario. El sonido de las monedas era lo único que hacía salir a Hermana 2 (¿Paquita?) de la trastienda, solo para despedirse con una amplia sonrisa lobuna y más dientes de oro.

Cuando uno es feliz a veces deja de mirar alrededor, de fijarse en los detalles o no darles suficiente importancia. Así fue exactamente como sucedió. Aquí y allá, en el colegio, en la calle, se empezaron a ver. Aquellos chándales de tela más fina, chirriante y de tacto viscoso, con diseños geométricos y mucho fosforito. Ni siquiera cuando aparecieron en el mercadillo, ocupando cada vez más espacio en los puestos, me pareció preocupante. Había sitio para todos, ¿por qué no íbamos a poder seguir conviviendo en paz? Lo habíamos hecho con los de las tres rayas blancas a los lados. Sin problemas, sin envidias, sin rencores. Pero no. Porque no era eso lo que ellos querían; aquella cara amable y refrescante, novedosa, era una piel de cordero, la forma de extenderse sin provocar desconfianza. La estrategia era perfecta. Poco a poco, el tactel y la modernidad fueron fundiéndose en las mentes de la gente. Los niños, como en tantas otras pandemias, fueron el medio de transmisión perfecto. Y lo “guay” arrinconó al algodón. De nada sirvieron las quejas, las protestas, porque nadie quería ver lo obvio. Daba igual que se rompieran con apenas mirarlos, que se rajaran sin remedio dejando al descubierto sus miserias, esa telilla blanca que hacía de forro y solo servía para cocinarte al vapor. Y es que ¿a quién se le iba a ocurrir tirarse al suelo? ¿Jugar en la calle? Eso era el pasado, la caverna. Las series de televisión, las consolas eran el presente y el futuro. Se nos ofrecía de regalo un mundo nuevo, un hermoso y reluciente paquete envuelto en tactel. 

Pero, ¿qué pasó con los que decidieron -decidimos- resistir? ¿Qué ocurrió con los rebeldes del algodón? Tan malignos como hábiles, los profetas del tejido único supieron ganarse a la gente. La consigna es que no era tarde, que aún estabas a tiempo de unirte y ser uno más. Solo tenías que abrazar el tactel y dejarte envolver por su fru-frú. Ni un amago de violencia, ni una pizca de acritud. Perdimos a muchos así. Al resto, a los que se dio por imposibles, se nos aplicó una mezcla de indiferencia paternalista y condescendiente. Éramos rarezas, pequeñas y exóticas alteraciones que el sistema toleraba, aunque un poco triste por no habernos podido integrar, dándonos una amistosa palmadita en la cabeza y despachándonos como niños. Y como niños que éramos, la conclusión era evidente; cruel, pero evidente: íbamos en pijama.

Y como por arte de magia, ese precioso chándal azul celeste que estrenabas aquel día, pasó a ser un pijama. Dirán que era demasiado ajustado, que no existía un solo chandal de ese color, que ya empezaban a notarse las bolitas… ¡calumnias! ¿Y el rojo clarito? ¿Y el blanco? ¿También eran pijamas? Nadie parecía querer entender la profunda huella que la moda de piratas y mosqueteros había dejado en mí. Como en la invasión de los ultracuerpos, ya no podías confiar en nadie, ni en tus mejores amigos. Fueron tiempos de pesadilla y reconozco que no siempre estuve a la altura, que tuve momentos de debilidad. Yo, que había llevado con orgullo una gorra con coleta de pelo sintético, que pintaba todas mis manualidades de negro, me derrumbé: confieso que en un cumpleaños pedí que me regalaran un “plumas”, aquella abominación evolutiva, híbrido de tactel y abrigo. Era morado y amarillo fluorescente y me sirvió para sobrevivir. Y sí, llegó a gustarme, como las Mamachicho y Vip Noche. Pero no lograron quebrar por completo mi espíritu. Debajo, siempre, el pantalón ceñido, lleno de parches y pelotillas de algodón. En la mano, el trozo del Muro de Berlín que regalaba la Super Pop, dándome esperanza. 

Y pasó. No fue rápido ni fácil. Ni Fido Dido ni Kurt Cobain llegaron a verlo, pero pasó. La Luz venció a las Tinieblas. Poco a poco, los herejes volvieron al rebaño y los que no, seguramente ardieran por culpa de una mala colilla, envueltos en las llamas de su vergüenza y de aquel tejido maldito. Siempre quedan nostálgicos, claro, como sucede con cualquier dictadura, pero ya no hacen daño a nadie. Dejemos que vivan en paz. El tactel quedó finalmente en el lugar que le correspondía: el descampado. 

Pero no hay que descuidarse; cualquier observador atento sabe que entre un yonqui y un hipster solo hay un grado de separación. Lo que pasa es que el yonqui, como Casandra, está condenado a ver el futuro sin que nadie le crea. Esa es su maldición. El hipster solo tiene que esperar que le marquen el camino de la moda. ¿Difícil de creer? Siete palabras me son suficientes para demostrarlo: cazadora de borreguillo; vaquero lavado al ácido. 

Así que mucho cuidado… 

Y Enrique, sonriendo y con las manos en los bolsillos, se alejó lentamente, silbando “Dixieland”.

BRILYN

“Llévame,
con mi corazón yo suelo hablar…”


Aunque estas líneas querían servir para recordar a Brilyn, estoy seguro de que voy a acabar hablando de Kimba, de Kiwi… o incluso de Mowgli. Pero sé que ella me disculpará. Porque al final, por mucho que lo intentemos, para nosotros todos los perros son nuestro perro, como todos los muertos son nuestros muertos y todas las vidas la nuestra. No es egoísmo o, al menos, me gustaría pensar que no lo es; solo ese “algo” inevitable que nos lleva a acabar siempre, aunque no queramos, hablando de nosotros, de cómo vemos las cosas y cómo nos hacen sentir.

Ya lo hice una vez, de hecho. “Una chica sin luz, un chico que la ilumina y un perro que los acompaña…”: ese era el encargo. Unas líneas como regalo que al final se convirtieron en una especie de somnoliento recuerdo de los cuadros de mi padre, de mi perro, mis miedos y de cómo mi madre me hacía rabiar. Por eso sé que también Patricia me disculpará. Porque escribe, claro, y sabrá bien a lo que me refiero, pero sobre todo porque no soy capaz de imaginármela enfadada. En realidad soy incapaz de asociarla a ningún sentimiento ni emoción negativa. Fíjate, igual que a Brilyn. Siempre se dice eso de que perros y dueños se parecen, pero pocas veces me he encontrado con que sea tan absolutamente cierto. Y no creo que sea cosa de mi desnortada cabeza solamente. Podría decir “pacífica”, “cariñosa”, “siempre dispuesta a sacarte una sonrisa” y no se sabría a quién me refiero. Y otras muchas cosas, igualmente buenas, igualmente en común. Y conste que no hablo de dejar pelos en el sofá, a menos que hayan cambiado mucho las cosas desde nuestro último encuentro…

Ahora ya en serio. Brilyn es la primera perra que me propuso amistad en Facebook. Y eso no lo podré olvidar nunca. Porque como sucede con lo mucho que de verdad me gusta el fútbol, casi todos ignoran lo importante que es para mí Dartacán; pero estoy seguro de que ella no lo pasó por alto, porque tenía una intuición que rozaba la magia. Tendré la memoria justa para muchas cosas, pero verla acercarse, en medio de un salón lleno de gente, cuando Marco habló de nosotros en su boda es imposible de olvidar. Algo que me sigue poniendo la misma cara de asombro y el mismo nudo en la garganta. Y que me hace llorar con esas lágrimas que te sacan las cosas sencillamente bonitas, como ahora mismo, aunque se me junten con una carcajada porque me estoy imaginando a la vez lo que habrían hecho los otros: Kimba se habría dado la vuelta con un gruñido de desprecio, Kiwi estaría roncando en cualquier rincón blandito y Mowgli aprovechando que la gente miraba a otro lado para saquear una mesa y comérselo todo.

¿Lo ves? Ya caí, no tengo remedio. Por lo menos espero que esté sirviendo para reírnos un rato. Aunque sea un poco, aunque ahora cueste y además estemos lejos unos de otros, siempre más lejos y más ocupados de lo que querríamos. Lo bueno es que sé que no harán falta más de dos minutos para que parezca que no ha pasado el tiempo, para volver a nuestras tonterías y barbaridades sin que casi se note que estamos un poquito más arrugados. Las cosas pasan, pero nosotros seguimos aquí.

Kiwi ya está trotando por las verdes praderas de Bretaña. Así me contó mi hermano que se había marchado. Estaba muy viejita. Muy enferma. Yo andaba por Roma, buscando bibliografía para mi tesis y respuestas para mí mismo. Me fue bastante mejor con la tesis, debo decir. Y hasta allí llegó la noticia. Un mensaje en la fría -y verde también- pantalla del Nokia. Hay muchos cielos a los que ya he renunciado y pienso, cada vez más, que si alguien merece una partida extra es porque tiene cuatro patas, mucho pelo y como mayor ambición poder enroscarse sobre unas rodillas de humano. Así que si tengo que permitirme un cielo, que sea el de los perros. Uno para que el cabrón de Kimba me siga gruñendo y Kiwi correteando entre la hierba buscando sitios para dormir; uno donde las pechugas de pollo y los regalices rojos no se acaben nunca. Pero uno, sobre todo, donde esté también Brilyn,  jugando, ladrando, cuidando de todos. Feliz.

PERO, ¿NO ERA USTED PAUL AUSTER?

Un descubrimiento y una decisión. Así podría definir mi día de ayer. Y las dos cosas giran alrededor de Paul Auster. ¿Buen comienzo, no? Si con esto no consigo ganar la atención de la gente mejor me retiro y vuelvo a recortar miniaturas en goma EVA. 

En fin, me explico. Uno: El Descubrimiento. El caso es que ayer me enteré de cómo es realmente Paul Auster. Físicamente, me refiero, no es que haya enterado de si traicionó o no a su mujer con su agente o que mató accidentalmente a su patito poniéndolo a secar en el microondas. ¿Culpable o inocente? Me da igual. El caso es que no lo había visto nunca o, al menos, no soy consciente de ello. Y como no lo había visto, me lo había inventado. ¿Cómo era? Pues como el Paul Benjamin de Smoke. Bueno, no, miento: era el Paul Benjamin de Smoke.

Cuando se me ocurrió escribir esto pensaba que podría utilizar la edad como excusa, pero luego me dio por mirar google -en lo que ha sido mi mayor esfuerzo documental para escribir algo que no fuera la tesis- y resulta que la película es de 1995. Así que no, porque con 16 años las hormonas serán muchas, pero las excusas pocas. En realidad es que mi cacao mental era mucho peor: estaba convencido de que la película era una adaptación de la Trilogía de Nueva York y, por lo tanto, la primera de una serie de tres. Y ni la “Trilogía…” son tres libros, ni la película adapta nada ni Auster se reservó el papelito. Pleno. Supongo que será todo culpa de una de esas bromas que nos juega la memoria, asociaciones de ideas mezcladas con cierta falta de atención al detalle y con una pizquita de tara mental como aderezo. Aunque bueno, en realidad al que íbamos a ver era a Harvey Keitel, todo hay que decirlo. En aquel momento Auster era para mí un desconocido.

Dos: La Decisión. Siempre hay que tomar una en los momentos trascendentales de la vida, los que marcan un antes y un después. Y este lo era. No como la revelación de que Chema, el panadero de Barrio Sésamo había cambiado “la harina por la cocaína”, o la de que Venice Beach estaba en California y Hulk Hogan no era veneciano. Y como aquellas veces, decidí no hundirme y seguir adelante, demostrar mi madurez. ¿Que cómo lo hice? Pues como se tiene que hacer, negándolo todo y seguir pensando que yo tenia razón. Eso sí, disimulando frente a los demás y haciendo como que reconociste el error. ¿La madurez no era eso?

No tengo miedo a las represalias. Sé que la palabra “tesis” hizo que el 98% de las personas dejaran de leer y, que Barrio Sésamo ahuyentó a los despistados que aún seguían en ello. Los que quedan son lo que, como yo, seguimos creyendo en la inocencia de Chema y en la nacionalidad italiana de Hulk Hogan. Somos el fallo del sistema. 

PROYECTO FRANGÉLICO

Sé que el título puede parecer pretencioso, que parece una de esas novelas de oscuras intrigas en conventos dominicos para recuperar un retablo perdido. Pero no. Aquí no hay atractivos profesores universitarios ni intrépidas estudiantes de Arte, no hay galeristas sin escrúpulos ni frailes fanáticos que te envenenan con tinta tóxica.

También habría quedado bonito para bautizar una expedición interestelar. Pero no, nada de eso. Se trata de algo mucho más vulgar: un episodio de alcoholismo temprano -y fugaz- en la España de los 90. Y no digo temprano porque el protagonista, o sea yo, tuviera 15 años; lo digo sobre todo porque la cosa sucedió a las 7 y pico de la mañana. ¿Alcohol y menores al amanecer? Vaya, parece que la cosa promete… pero tampoco, porque ahora viene cuando digo que fue involuntario o, para ser más exactos, que el alcohol era solo un medio para alcanzar un bien superior. Así que no, nada de vicio y depravación, sino un adolescente (casi) puro tratando de convertirse en una persona mejor.

¿Y por qué? ¿Acaso era un mal tipo? Creo que podría asegurar que no, aunque hubiera traicionado ya todos los mandamientos menos el quinto. Algunos más de una vez al día, es cierto, pero en general estaba contento conmigo mismo y con la conciencia tranquila. Hasta que encendí la tele aquella noche: 12 de septiembre de 1995, martes. En mala hora. ¿Qué era aquello? No podía quitar los ojos de la pantalla. Pasaron los minutos y cuando todo acabó lo vi claro. Comprendí lo engañado que estaba, lo miserable de mi existencia y lo mucho que tenía que mejorar. No quise precipitarme, así que repetí al experiencia durante varias semanas. No, no era un alocado impulso adolescente, era la pura verdad. Y tenía que tomar cartas en el asunto. Dediqué toda la noche a preparar cada detalle del plan que cambiaría mi vida. Todo proyecto necesita sus motivaciones y Médico de familia fue la mía. 

Sí, has leído bien. No es un fallo del teclado predictivo. Médico de familia. No vale la pena preguntar la razón, porque es un misterio también para mí. Hay gente que veía Supermán y la daba por intentar volar. Y eso que yo pensaba que era inmune al hechizo de la pantalla. Tenía pruebas: años viendo películas de terror y ahí seguía el quinto mandamiento; ni zombis, ni machetes ni sierras mecánicas me habían arrastrado al mal. Pero llega Emilio Aragón y lo vuela todo en pedazos. Aunque claro, es que veías aquella serie y te dabas cuenta de que las buenas personas se levantaban pronto para desayunar, sonreían… ¡hasta se hablaban! Y entonces lo comparabas contigo, con tus eternos cinco minutos más que al final te obligaban a ir corriendo al instituto, con tu vaso de Coca-Cola como único desayuno, con los gruñidos… Sobre todo eso, los gruñidos, que eran tu única forma de comunicación por lo menos hasta la hora del recreo. ¿Cómo no sentirse fatal? ¿Qué clase de persona había sido hasta ahora? Es que no merecía considerarme persona…

Pero claro, que el deseo de arrepentimiento fuera total tampoco me nubló el entendimiento del todo. Había importantes limitaciones prácticas. Mi familia, por ejemplo. Si le llego a plantear a mis padres lo de levantarnos juntos a desayunar antes de ir al instituto, las carcajadas habrían reventado los sismógrafos. Vamos, es que se oirían todavía hoy, como las psicofonías esas de cañonazos en Waterloo. Por otra parte, como jamás en la vida habíamos desayunado, no había nada de lo que se veía en aquella mesa “de bien”: ni mantequilla, ni mermelada, ni pan de molde, ni leche desnatada… En mi casa, la primera comida del día se hacía con el Telediario de fondo; hasta ese momento, bebidas con cafeína exclusivamente. Así que, a falta de desayuno y gente con quien compartirlo, decidí hacer mi propia versión, proyectada hacia fuera. Porque, ¿quiénes sufrían mi peor versión? Mis compañeros del instituto. Así que era allí donde tenía que llegar convertido en ese nuevo Enrique, sonriente, parlanchín, superpositivo. 

No fue fácil, pero al final encontré la solución. Y la encontré en el minibar, como buen español. Algún día habría que hablar de ese mueble tan maravilloso y que tantas alegrías dio a generaciones enteras de este país. Una pena que se haya perdido. Pero no quiero perder el hilo. El nuestro no estaba particularmente bien surtido, porque mi madre bebía solo cerveza y mi padre disfrutaba tanto con sus penas y angustias que nunca se planteó ahogarlas en nada. Así que había poco donde elegir: La botella de Bayleys quedaba descartada inmediatamente por su mortífera combinación con la Coca-Cola; la de licor de lagarto -recuérdese que en los chinos 1.0 no existía aún el licor de flores- por razones obvias y la de anís -de la que nunca vi beber a nadie, pero irremplazable como instrumento musical- porque estaba tratando de reproducir Médico de Familia, no convertirme en el Alfredo Landa de Lleno por favor. Pero quedaba una opción: Aquella oscura y extraña botella de licor de avellanas, con la forma de un monje, que había traído un día mi hermano. Frangelico, se llamaba. Recuerdo que fue después de una comida y que incluso a mí me apeteció probarla. No me gustaba el alcohol, pero aquello olía bien, y el sabor era rico. Así que con ese chupito como bagaje y sin ninguna otra consideración previa decidí que era la elección perfecta y a ella  le entregué mis esperanzas.

Me dormí con una sonrisa en los labios y al día siguiente, ilusionado, incluso me levanté un rato antes. La ocasión lo merecía. Me levanté y fui al baño a remojarme la cara: la sonrisa seguía allí. Joder, si es que parecía sacado de la canción de Tequila. Madrugador, sonriente… Estaba claro que mi plan funcionaba, pero además es que lo mejor estaba aún por llegar. Cuidadoso con todos los detalles, había colocado la ropa frente al pequeño radiador eléctrico, para que nada pudiera empañar el éxito, ni siquiera la fría brisa mañanera de Valladolid. ¡Qué sensación la de la ropa calentita! Vestido y con la mochila ya revisada, ya solo faltaba una cosa. Así que fui al minibar, lo abrí y, tratando de no hacer mucho ruido, saqué un vaso de chupito, la botella y lo llené hasta arriba. Ahí estaba: la pieza clave, la que me llevaría a la cumbre de las buenas personas, la que haría que Milikito estuviera orgulloso de mí. Quizás en este punto alguien pueda necesitar alguna aclaración de en qué consistía exactamente mi plan. Era muy sencillo: si el alcohol, en una cantidad pequeña, tenía un efecto inicial estimulante y yo lo que necesitaba era generar alegría vital de manera rápida, con tomarme un chupito ya lo tenía hecho. Simple y efectivo, un razonamiento impecable. Saldría por esa puerta renovado. 

El problema es que no llegué a salir por la puerta. No hasta mediodía, al menos. Porque el chupito tardó aproximadamente en salir la mitad del tiempo que había empleado en entrar y me dejó absolutamente fuera de combate. Físicamente, pero sobre todo moralmente. Ese día fui al instituto, sí, pero de peor humor y con más ojeras que nunca. ¿Qué había podido fallar? El caso nunca llegó a resolverse. Hay quién dice -todos llevamos un científico dentro, ya se sabe- que pudo influir la edad, que el licor tuviera 20º, que tuviera el estómago vacío… A mí me parecen factores muy secundarios, la verdad, pero tampoco me apetece discutir. El caso es que el Proyecto Frangelico se canceló en aquel mismo momento. Podría haber seguido experimentando, pero nunca me caractericé por ser muy constante. Si ni siquiera iba a mis entrenamientos de fútbol ni probaba juegos nuevos por no aprender a usarlos, no iba a hacer una excepción con esto. Así que decidí que, al fin y al cabo, tenía más que suficiente con ser buena persona a partir de mediodía. Que también es la hora a la dicen que se puede empezar a beber sin remordimiento. ¿Casualidad?  No lo creo, amigos.