“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

AEROPUERTOS. UNOS VIENEN, OTROS SE VAN.


Un instante mientras los turistas se van. 


Madrugada en el aeropuerto. Hacía ya tiempo. Siempre se me olvida lo divertido que es ver la vida pasar desde una silla del McCafé. Impagable. Bueno, 1’90 más exactamente, porque parece que los programadores de Matrix detectaron el fallo en el sistema y el café ya no cuesta un euro. Pero sigue sin defraudar. Las repisas llenas de manzanas quedaron atrás; ahora hay un mural campestre enorme y un punto de reciclaje a la misma escala. Pero el progreso es exigente: ya no es suficiente con recoger tu bandeja, ahora tienes que hacerlo bien. Ecológicamente bien. Confieso que cuando acabe el café voy a escabullirme sin recoger nada. Qué angustia… no puedo con tanta responsabilidad.

No entiendo por qué la gente no se dedica más a follar en los aeropuertos. No por nada, es que no hay ninguna otra cosa mejor que hacer. Quizás sea la inquietud por dejar desatendido el equipaje. A lo mejor si solucionaran eso la gente estaría follando como conejos por los rincones. Me pongo a desarrollarlo en mi cabeza. Los años de cine de autor se dejan notar. Por ejemplo, esa chica que viene y el segurata que está sentado a mi lado. A ella seguro que le sobran tres horas hasta coger el avión, y él empieza el turno a las ocho. Parecen así majos y sanotes los dos. ¿Por qué no se ponen a ello? 

Pero qué va, me vuelve la angustia. Y no por el equipaje, esto tiene más que ver con los ochenta. La EGB tenía sus cosas buenas, pero el inglés no era una de ellas, desde luego. Y este tío calculo que es de mi quinta. Otro que se quedó atrapado en “close the door, open the window”. “Puf, mejor que no se acerque”, pienso, y él creo que ha llegado a la misma conclusión, porque no dejaba de mirarla y ahora incluso baja la cabeza. ¿Se puede ser más gilipollas? Porque el caso es que la barrera del idioma no tiene más que ventajas. A nivel follar en un aeropuerto, me refiero. Es más difícil ser identificado como un tarado en otro idioma. Somos más tolerantes con las memeces cuando las vas traduciendo en tu cabeza. No hay más que pensar en las letras de canciones en inglés, aunque no pienso dar nombres. Todavía me acuerdo de mi amigo Richard preguntándome si aquel amor de verano suyo era tan idiota en lengua materna como se lo había parecido en la que no lo era. Pero para llegar a ese punto había necesitado las tres semanas del curso; o sea, 20 días y medio más que yo.

Paréntesis. Ander, chaval, tienes 12 años y pareces un puto trasgo de los bosques. Caminas como uno, de hecho. No sé qué te depara el futuro, pero si no quieres ser carne de parque temático deberías empezar a hacer algo. Como no pasar tanto tiempo con tu padre, por ejemplo.


Vaya, me despisté y el guion se vino abajo. La chica se ha reunido con otros dos clones suyos en una especie de aquelarre de mochilas Quechua y guitarras y él está pidiéndose otra hamburguesa. En fin, pues nada, que nadie me haga caso. Vamos a seguir aburriéndonos en los aeropuertos. Me voy a mirar bocadillos de jamón de 15 pavos. Flautas, las llaman. ¿Cinismo o poesía?

LOS MUERTOS VAN DEPRISA


“En carreras sin descanso y llevando un botón de peyote
 y la cabeza disecada de un águila bajo el cinto para protegerse de la brujería, 
los hombres tarahumaras podían trotar más de doscientos kilómetros.” 
(E. Wade Davis, El Río).

Los muertos van deprisa. Eso es lo único que supe durante años de la historia de Drácula. No sé si mi amigo Antonio se acordará de aquella frase. La leímos juntos no sé ni cuántas veces. Cada vez que nos quedábamos solos empezábamos el libro y leíamos hasta que los muebles empezaban a crujir y teníamos que correr a escondernos bajo una manta. Y así nos encontrabas al llegar, con todas las luces de la casa encendidas y mirando el final del pasillo, agarrados. Y el libro abierto siempre por la misma página: Los muertos van deprisa.

Deprisa va también el tiempo, que corre tanto como los muertos. O más, quién sabe. El caso es que aquí estoy: 21-18. Pero no es el marcador de un partido de balonmano, ni la hora perfecta para abrir la primera cerveza. Entre semana, claro. No es ninguna de las dos cosas. Son años, los que llevo sin ti y los que pasé contigo, para ser más exactos. Y así, sin darse cuenta, ya son más los primeros que los segundos. 

Fíjate. Hoy es justo el día. El de los flanes de vainilla, el de la comida china recalentada que me obligaron a comer esa noche. Justo el día después de aquellos macarrones con chorizo con que tanto te reíste, porque no sabías que eran los últimos, claro, ni que te estabas empezando a convertir en un recuerdo.

Porque hablando de eso, de recuerdos, con ellos pasa justo al contrario que con los muertos, porque si algo le sobra a los recuerdos es tiempo. Por eso marchan tranquilos, perseverantes como las cosas inertes, y por eso, por mucho que corras, por lejos que te marches, dan contigo. Y ese día te sientes como si todos los domingos de tu vida se te hubieran caído encima al mismo tiempo. Pero cuando miras alrededor esperando ayuda, lo único que aparece son otros recuerdos, como perros de sal a lamerte las heridas.

Hablando de perros. Tengo uno. Supongo que te enteraste de lo de Kiwi, aunque no tengo muy claro cómo se maneja por ahí el flujo de información. El caso es que se llama Mowgli (siento haber roto la tradición de la K, pero una W no está nada mal tampoco, digo yo. Además, el personaje es de Kipling), y el cabrón parece no tener más que dientes. La lengua se la reserva para él y su cipote. Todo un espectáculo, en serio. 

Estaba pensando que menuda mierda te acabo de contar para una vez que hablamos. Es como gastar tu derecho a una llamada en hacerte una perdida para encontrar el móvil. Igual de estúpido. Por lo menos podía haberte dicho que soy profe, que el Atleti sigue sin ganar Copas de Europa. O que vivo en Tenerife. En fin, pero no creas que lo hago a mala idea. Te lo prometo. Nada que ver con que no estés en mis cumpleaños -aunque claro, por no estar, no estás ni en los tuyos-, ni en Navidades; ya te lo he dicho: sin rencores. Al fin y al cabo, me has convertido en un maestro del humor negro. Ah, y conseguiste que le perdiera el miedo a Drácula, porque no hay nada que dé más miedo que tu imitación de un ultracuerpo a las 2 de la mañana, de espaldas y quieta en la puerta de la cocina. Y yo acercándome, inocente, pensando que pasaba algo. Fíate de tu madre, que te quiere y te protege. Joder, si es que volé metros y metros hacia atrás, sin alas ni motor. 

Y bueno, ya que sale lo de la velocidad, ¡menudos principiantes los muertos aquellos! ¿No crees? Lo tuyo sí que fue irse rápido…