“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

HÉROES DE LA INFANCIA V. MICHAEL ROBINSON

Thanks God it’s Friday; Saturday Night Fever; Never on Sunday. Nunca he creído en eso de que haya mensajes satánicos ocultos en canciones, de esos que solo aparecían cuando ponías el disco al revés. Pero es que aquello estaba bien claro: los domingos eran el fin de todas las cosas.


Así, tal cual. Los domingos eran una canción de Jimmy Fontana, de esas que te arañan en el estómago hasta hacerte saltar las lágrimas. Algo tan terrible que ni toda la emoción de un gol en Las Gaunas, ni los juramentos de mi padre, quiniela en mano, podían conjurar. Los domingos, además, eran día de baño, el momento de enfrentarme al maléfico y oxidado desconchón de mi bañera, ese que en cuanto mi madre salía del cuarto aprovechaba para susurrarle esquirlas al oído a un pequeño y encogido Enrique de 5, 6, 7 años. Carreras en calzoncillos por la casa, baldosas de terrazo heladas, camisetas acanaladas de tirantes abandonadas en la huida y una profunda sensación de incomprensión: mi madre no me escuchaba, mi padre ni me oía y Kimba, claro, se limitaba a mirar sonriendo ante la perspectiva de mi muerte inminente.


Y eso que tengo que reconocer que mis días duraban más que los del cualquier niño corriente, porque no recuerdo haberme acostado jamás antes de las 11 de la noche. En realidad se podría decir que mi casa se movía en unas coordenadas temporales muy particulares. Quizás la eterna tragedia griega en que vivía mi padre y la afición de mi madre a los intérpretes rusos de las piezas de Chopin tuvieran que ver en esa caótica mezcla de husos horarios. El caso es que no se comía antes de que acabara el Telediario y si te levantabas cualquier día de un fin de semana antes de las 12 (por error o por una incorregible adicción a la lucha libre americana) parecías Charlton Heston en El último hombre vivo. Como te puedes imaginar, la cena de Nochevieja, siempre después de las uvas, merece un capítulo aparte. 


Pero a lo que iba. La sintonía de Estudio Estadio marcaba el principio del fin. Durante un rato, entre alineaciones, resultados y nombres de estadios que a diferencia de los reyes visigodos no se borraban de tu mente, habías olvidado que era domingo, pero la última nota te situaba al borde del abismo, sin escapatoria, frente a un erial de 120 horas que se levantaba entre tú y el viernes, después de la merienda; ya casi podías sentir el golpe en la cara del agua fría, la voz de Luis del Olmo de fondo, el olor a gasolina de la plaza y la grava bajo tus pies en los últimos pasos que recorrías en libertad, desde la verja del colegio hasta el primer escalón. 


Robinson vino a cambiar todo esto. Jamás había conocido a nadie capaz de reír un lunes. Y no solo eso, sino de hacerte reír a ti también. Cómo no hacerlo con ese acento imposible que nunca abandonó y esas expresiones disparatadas; cómo no hacerlo si te enseñaba cosas que el ojo jamás había podido ver; pero sobre todo, cómo no hacerlo cuando veías en los ojos la misma chispa que reflejaban los tuyos. Disfrutaba del fútbol como un niño, porque como había dicho aquel otro inglés antes que él, todo aquello no era cuestión de vida o muerte sino mucho más importante que todo eso. Y como con todas las cosas importantes, había que saber no tomársela demasiado en serio, bromear y disfrutarlo sin enfadarse, aunque el que lo hiciera mejor fuera el otro. No eran más que un par de horas pero fueron toda una conquista y, sobre todo, una forma nueva de ver las cosas.


A diferencia de casi todos los demás personajes que aparecen en estas líneas, Robinson se mantuvo siempre allí. Sabía que lo seguíamos necesitando. En la tele cambiaban las cosas: los programas, las caras… todas menos la de Robinson. Nosotros también crecíamos, la calle fue quedando atrás; ahora íbamos contentos a jugar con nuestras botas de colores, seducidos por los cantos de sirena de una cancha con porterías a la orillas del río. Quizás los dueños de los garajes se habían ganado por fin descansar en paz, pero no lo hacíamos por eso, así que sigo pensando que mereceríamos que el leñador de Andersen nos hubiera cortado los pies por traidores. Porque lo éramos y de la peor calaña: a veces también las canchas quedaban a un lado, sustituidas por una pantalla de ordenador. Pero incluso allí, en esas tardes infinitas jugando al Pc Fútbol, nos acompañó en rostro y voz. No creo que le haya dedicado más horas que a ese juego ni a mi tesis y, sinceramente, me siento más orgulloso de la Copa de Europa que gané con el Leganés que de haber desentrañado ancestrales ritos mágicos escritos en las lejanas costas de Asia Menor.


Se adaptó a los tiempos y a los formatos pero fue fiel a sus ideas, tanto como a ese acento suyo. Y nos siguió llevando de la mano sin que nos diéramos apenas cuenta. En los últimos tiempos, acompañado de otro personaje al que, si no odiara la palabra, calificaría de entrañable, se dedicó a ayudar a equipos imposibles de aficionados de aquí y de allá, de esos que simbolizan para mí lo mejor y lo peor del fútbol. ¿Que de qué hablo? A ver por dónde empiezo…


Hablo de campos de tierra donde no entrenarían ni las fuerzas especiales, de los madrugones para pelarte de frío en esos mismos campos de tierra y las duchas que te hacen dudar del calentamiento global; hablo de recorrer setenta tiendas para encontrar las camisetas más baratas y menos feas, rezando para que no haya muchos equipos con el mismo color y no tener que comprar otras; de contar una y otra vez billetes y monedas sabiendo que vas a tener que poner lo que falta para pagar eso o las fichas o la inscripción, pero que algo palmas, fijo; hablo del día que repartes las equipaciones nuevecitas con sus números relucientes y las medias intactas, de las duchas de antes y las cañas de después, del partido que te equivocas y ganas, del que no se presenta el otro equipo y ganas también -ya van dos. 


Hablo también de tu equipo, ese que has logrado a base de acosar a todos tus conocidos y sobre todo a tus amigas, esperando que tengan novios, hermanos o padres sin marcapasos que enrolar para la causa; ese en el que juega el colega que al final no va nunca por los chiquillos, el que cambia los turnos para poder ir como sea, uno al que va a verle la novia, otro que te monta en el vestuario un espectáculo  de guiñoles con la toalla -no preguntes-, ese que en su cabeza es Maradona pero tropieza hasta con su sombra, el que se enfada con los demás por perder y el que no entiendes por qué juega contigo con lo bueno que es. 


Y hablo, lógicamente del otro equipo, en el que siempre hay algún alucinado que iba para estrella pero se quedó en el camino porque se partió nosequé, el que celebra los goles como si fuera la final de un Mundial -de esos hay también otro en tu equipo, por cierto-, el abuelo que no puede dar dos pasos pero te clava el codo y es como un muro, uno que lleva rodilleras y el que está allí porque faltaba gente y te mira como pidiendo perdón. ¡Ah! y un argentino -no me digas cómo ni por qué, pero siempre tiene que haber uno. Y, para terminar, hablo también del árbitro, que o lleva cien años o acaba de afeitarse su primer bigote; eso sí, el “joder arbi, de qué coño vas, ¿estás ciego?” y los insultos acabarán por aparecer, sea el que sea de los dos. Fútbol, o sea, las mierdas de la vida aparcadas por un rato. 


Total, que Robinson, un tipo que había jugado en el Liverpool, ganado una Copa de Europa y jugado 24 partidos con la selección irlandesa, que podía haber pasado de todo aquello, volvía a bajar al barro y se metía en aquel pequeño cielo-infierno. Les daba consejos, claro, nociones básicas de aquello de lo que tanto sabía, pero no era eso lo importante. Lo que marcaba la diferencia eran el gesto cariñoso, la mano en el hombro, la palabra amable y verlo siempre, siempre dispuesto a escuchar. Y veías que a toda aquella gente se le iluminaba la mirada, igual que los aldeanos de Rohan cuando ven por primera vez a los elfos, pasando en formación junto a ellos. Esa mezcla de incredulidad y emoción que te producen las cosas que no crees que te puedan estar pasando a ti. De orgullo. Nosotros, no sé si se ha notado, andábamos en aquel entonces en esa misma edad de arrastrarnos y chapotear en una nostalgia llena de tiritas y olor a Réflex, mucho Reflex. Y aunque lo mismo el fútbol era el que empezaba a esquivarnos a nosotros, entre punzada y punzada de envidia, sentíamos un poquito nuestro todo ese orgullo e ilusión.


No todos los maestros son como los del proverbio, no siempre la sangre es el camino más rápido para aprender la letra. A veces la risa, o la sonrisa, son mucho más efectivas para hacerlo. Tanto que a veces llega a ser hasta peligroso, como bien sabía Jorge de Burgos. Robinson habría acabado con la lengua y los dedos teñidos de negra tinta en ese monasterio, seguramente. Nunca fue de palabra ni de mano dura, como no lo fue de pie cuando jugaba. Sí de cabeza y de corazón grandes. Por eso es imposible no echarlo de menos. Robinson me enseñó a creer, cuando aún faltaban muchos años y muchos colores para encontrar a la mujer de verde, que aunque fuera domingo no estaba todo el pescado vendido. Que nunca lo está, en realidad.