“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

MULTIVERSOS (Y9)

Susan atraviesa el Canal una vez al año. Solo una y siempre el mismo fin de semana, a finales de septiembre, porque después París le resulta demasiado frío y, como dice ella, bastantes inviernos grises e inhóspitos ha tenido que pasar en Inglaterra. Ama su país, por supuesto que sí. ¿No pasaron casi toda su infancia de embajada en embajada siguiendo a su padre? Pero entre los sacrificios que estaría dispuesta a hacer por él ya no está el de pasar frío. Por eso en octubre se marcha a su casita en España y no regresa a Londres hasta que no se ha asegurado de que la primavera ha asomado su gran y verde narizota. 

Lo dice con estas mismas palabras y si alguien no me cree que le pregunte a Jean-Jacques. ¿Que quién es? Jean-Jacques es el camarero que le sirve las cenas en el hotel desde hace cinco años, aunque para él, claro, no es Susan sino la Sra. Russell, viuda del barón Cartwright -“aunque no te vayas a pensar que eso me ha hecho rica, Jean-Jacques, porque el barón se lo gastaba casi todo entre las cartas y el hipódromo. Menos mal que algo le podíamos ir escondiendo el administrador y yo. Buena gente ese Jonathan, muy discreto y servicial, mucho…”-. Cada año le cuenta la misma historia, palabra por palabra, pero a él no le importa. En realidad le tiene bastante aprecio porque es siempre amable y nunca tiene una mala palabra para nadie. Casi se podría decir que espera con ganas la llegada de ese penúltimo fin de semana de septiembre y, con él, de la simpática viuda y sus historias. Es hasta simpática para ser inglesa, le dice él a su mujer, también cada año, cuando desayuna con ella a la mañana siguiente de su llegada. Tiene alguna pequeña extravagancia, pero ¿quién no? Aunque la verdad es que nunca había conocido a nadie con tal obsesión por las conchas de mejillón. Durante los dos días que está, pide que le guarden todas las que se utilicen en la cocina. Y aunque no estemos en Bruselas, eso son muchas conchas. Así que él mismo se ocupa de recogerlas todas, darles un pequeño baño en agua hirviendo para limpiarlas del todo y guardarlas en un saco para que la viuda se las lleve. De hecho, como ya sabe de ese gusto tan particular suyo, se preocupa por ir recogiendo algunas los días anteriores a su estancia. Siempre le da buenas propinas, pero él no lo hace por eso. Hay algo que le hace sospechar que ella ha sufrido mucho en la vida y que, por alguna razón que se le escapa, esas conchas son muy importantes para ella. No hay más que ver la sonrisa que se dibuja en su cara y que, por un momento, esconde unas arrugas que ya nunca desaparecen.

Jean-Jacques no sabe lo acertado que está, ni lo distinta que es la verdad de cualquier cosa que le haya pasado por la cabeza. Pero claro, él nunca la vio fuera de su turno y nunca lo habría sospechado. Ni que no existe ningún barón Cartwright, al menos ninguno que se haya casado con ella para hacerla viuda después. Nunca se ha casado, de hecho, y ninguna de sus relaciones llegó más allá de unas pocas citas. Siempre se cruzaba él… Todas esas curiosas expresiones suyas, que parecen de otro siglo, las repite de sus lecturas de juventud, de todas aquellas novelas románticas o de aventuras que devoraba en cuanto podía. Tampoco es la nostalgia de los largos viajes de su infancia a orillas del Nilo o atravesando las montañas de Katmandú lo que la lleva a preferir el tren a la rapidez y comodidad del avión. Nunca ha salido de Inglaterra, más allá de estas escapadas, que le cuestan doce meses de turnos extra, comida a punto de caducar y ver las tiendas solo por fuera del escaparate. Todo se lo gasta él… aunque no precisamente en apuestas y timbas de poker.

Pero Jean-Jacques no llegará a saberlo porque para eso tendría que haber estado en este tren, verla como lo hago yo ahora, con esos vaqueros baratos, una camiseta de algodón vieja y dada de sí y las deportivas desgastadas. El vestido largo, “el de las cenas”, es en realidad el único decente que tiene y ahora va arrugado en la bolsa de deportes, en un sueño que durará 362 días, hasta el momento de plancharlo para volver a viajar. Más o menos lo mismo que las elegantes sandalias de pedrería. Lo único que queda de la amable viuda Cartwright en la mujer que se sienta frente a mí es el collar de perlas. Regalo, por cierto, de la verdadera Sra. Russell, la mujer para la que trabajó durante diez años. Se portó tan bien… incluso con él. Solo ella supo entenderla, entender la carga que llevaba encima. Por eso se ocupó de pagar los gastos de su internamiento y le ofreció a ella que viviera en el pequeño apartamentito que había acondicionado en el antiguo desván. Sin preguntas, sin mediar palabra del tema, simplemente lo hizo. Fue lo más parecido a una madre que tuvo y desde el principio no sintió aquello como un trabajo: cuidarla era lo natural, lo que cualquier hija haría por una madre, enferma y sola además como estaba. Y eso que la anciana muchas veces la animaba a que hiciera cosas, que no se olvidara de sí misma y saliera o viajara un poco, que el dinero no era problema. Pero casi más que eso, lo que le agradeció siempre fue que respetara su decisión de no hacerlo, sin cuestionarla. ¿Por qué nadie más supo verlo así? ¿Por qué ellos no lo veían?

Su muerte fue un golpe muy duro. Y más lo fue cuando sus hijos, que se habían desentendido de ella hace años, se presentaron para reclamar su parte de la herencia. No querían ni oír hablar de las últimas voluntades de la anciana, la acusaron de haberla manipulado para aprovecharse de ella y se las arreglaron para anularlas. Luego, la despidieron y la dejaron en la calle casi con lo puesto. Y a él, claro. No fue fácil apañárselas sola, pero después de muchas horas llamando de puerta en puerta y una pizca de suerte encontró un hospital en el que se ocuparan de él y los trabajos suficientes para costearlo. No le quedaba apenas un minuto libre al día y caía rendida en la cama, que no era más que un colchón en un cuarto que apenas valdría como armario de escobas. Pero no le importaba, porque se había marcado un objetivo. Fue un día cualquiera, no más duro ni ingrato que los demás, pero era el día que había tocado fondo. Y cuando las ideas más negras estaban a punto de ocuparle del todo la cabeza, se acordó de las palabras de la Sra. Russell. Tomó una decisión: trabajaría más, lo que hiciera falta, pero se regalaría un fin de semana al año, por todo lo alto, como una auténtica señora. En París.

Y por eso, por aquellas palabras que la sacaron del hoyo, escogió ese nombre para su pequeña aventura anual. El del barón, su supuesto marido, era un guiño a una de esas novelas de juventud, una tontería, pero este otro sí fue una elección importante. Era lo menos que podía hacer para honrar su memoria, honrarla como se merecía, no como habían hecho los egoístas de sus hijos.

Tuvo sus momentos de duda, eso sí. No era fácil desconectarse así de él, aunque solamente se tratara de un par de días. ¿Y si le pasaba algo? Pero también para esto encontró solución, aunque fuera por el más puro azar. Salvo por algunos accesos de terror nocturno, la locura de su hermano pasaba de forma tranquila. Siempre que ella llamara cuatro veces al día para hablar con él, claro. Su voz era mejor bálsamo que cualquier medicina y eso a ella la hacía muy feliz, aunque le hacía imposible llevar una vida normal. A duras penas lo encajaba con sus turnos de trabajo, pero era absolutamente incompatible con casi cualquier forma de ocio y no digamos con una cita o algo por el estilo. Eso ya no la hacía tan feliz, porque además, por alguno de esos extraños vericuetos de la mente humana, su hermano jamás le dirigía la palabra cuando iba a visitarlo.  Por teléfono era extremadamente cariñoso y cada vez le pedía que por favor fuera a verlo, pero cuando llegaba allí era como si no la conociera, como si solo pudiera reconocerla cuando su voz le llegaba a través de las ondas.
Un día, sin embargo, la cosa cambió y nada más verla echó a correr hacia ella y se fundieron en un intenso abrazo. Hablaron, recordaron cosas, se rieron. Ella se debió pasar llorando de felicidad toda la visita. Él le enseñó la nueva manualidad que estaba haciendo. Al acabar el tiempo, quiso preguntarle a los enfermeros, averiguar qué había pasado. Ellos le contaron que, como su hermano era inofensivo, lo dejaban ir y venir casi por cualquier parte; muchos días los pasaba sentado sin moverse, pero cuando no, le encantaba echar una mano acarreando sillas, llevando vasos y bandejas de comida, lo que fuera. Hoy se lo habían encontrado en la cocina, rebuscando en la basura y metiendo algo en una bolsa. Cuando miraron, él les dijo que por favor se lo dejaran, que quería fabricar cosas con ellas, que eran las favoritas de su hermana. Eran conchas de mejillón.


Desde luego no me gustaría ser Susan, porque hay que tener mucho valor para hacer lo que ella hace, más del que yo tengo. Creo que, como mucho, podría aspirar a ser Jean-Jacques.

MARÍA

“Y aquí, como una piedra que llevo conmigo a todas partes, 
tengo un pedazo del corazón de otra persona que guardé de un viaje que hice una vez”.
El fin de semana, Peter Cameron.

Cuentan de un país tan frío que en invierno las palabras se congelaban y solo se podían escuchar en verano, cuando las temperaturas podían deshacer el hielo. Pero han pasado ya dos agostos y sigo siendo incapaz de hablar. Y eso que vivo en Canarias. Raro, ¿verdad? Porque tú tampoco me creíste nunca cuando te decía que en La Laguna veía menos el sol que allí. “Que a mí no me la das, mu-ya-yo”, me decías, con ese acento imposible que ponemos los de Valladolid cuando imitamos cualquier cosa. Aunque el tuyo sí que era divertido. Pues que sepas que tengo razón. Ni sol ni arena. Y te voy a decir algo más: hay una conspiración para poner las terrazas estratégicamente confinadas a una sombra eterna. La del Teide. Una idea tan brillante como poner un aeropuerto en un lugar llamado Villanubla. Tranquila, aquí la gente se ríe de mí cuando lo digo, pero no me importa. Te lo quería contar.
Pero a lo que iba, que me despisto. Que ni viviendo en el Trópico lo consigo. No consigo escribir, escribirte, nada. ¿Sabes qué pasa? Que creo que no tiene que ver con las estaciones, que el tiempo que necesito es del otro. Del que se escribe con mayúscula, del que corre o se para siempre al contrario de lo que te hace falta. Porque de eso va todo esto, no de termómetros. El hielo se me ha hecho dentro, y ni la temperatura de Planck derretiría eso.
También ayuda que te imagino echándome la bronca si leyeras esto. Porque llamar la atención te gustaba más bien poco. Y mira que yo siempre he sido de escabullirme, pero es que tú me ganabas. Porque una cosa es pasar desapercibido y otra muy diferente pensar que ése es el lugar que te corresponde. No sabes lo mucho que he rabiado con eso. A ti te gustaban los clásicos como a mí el fútbol, de una manera que es muy difícil de explicar, que casi nadie podría entender: pura ilusión, puro sentimiento. Y sí, hay gente que sabe más o que se le da mejor, otros encima saben lucirlo, pero nunca será lo mismo. Tengo un alumno este año que me recuerda mucho a ti. Aunque él tiene pinta de aplicado joven estudiante de un college. Y tú no, tú tenías-pinta-de-tía-chunga-y-dabas-miedo. Así, todo junto. Asúmelo. Ah, ¿y sabes qué? Que es mi favorito, como tú, que lo fuiste siempre. 
Claro que esa es otra de las cosas que no te creíste nunca, supongo que por esa habilidad mía para decir las cosas más importantes sin que lo parezcan. Aunque un pasillo de hotel en Atenas nunca fue el lugar más apropiado para una revelación de ese calibre, lo reconozco. Pero siempre piensas que habrá más ocasiones, igual que para ver la Acrópolis. Qué carita se le quedó a todo el mundo aquel día, por cierto. Tristeza, rabia, pena, decepción… pero solo una que lo reunía todo. La cara de la desilusión absoluta, primigenia, la del niño que no entiende que “verano” no es un lugar, que no puedes volver a él siempre que quieras.
Al menos sí llegamos a Delfos. Y acabamos más beocios que espartanos, sin saber que a los dos la vida nos iba a repartir cartas nuevas. Pero claro, a los oráculos no hay quién los entienda y yo, de cartas, sé lo justo. Así nos fue. Bueno, a ver, a mí mejor que al menos te puedo escribir esto. Y pensar en volver a la Acrópolis. Feo estaría quejarse, aunque ya no pueda tratar de convencerte de que pruebes la comida china.
Vaya, parece que al final sí conseguí escribir algo. Ha sido como con esas latas que se te olvidan en el congelador y te las vas bebiendo a sorbitos, según se van deshaciendo. A mucha gente le parece una estupidez o, directamente, una guarrada. “Para eso, coges una nueva”. Pues no, para mí la gracia está justo ahí, como en imaginar frases geniales para hacer camisetas y ser incapaz de recordarlas después. ¿Te acuerdas? Mira que nos pasamos litros de cerveza jugando a aquello. 

En realidad es mentira, sí las recuerdo. Una, al menos: “Siempre nos quedará Paris”. El héroe, no la ciudad. Y a ella intento agarrarme cuando vuelven el frío y el hielo. Porque a veces me olvido de todo esto. A veces todavía estás. Y cuando me doy cuenta de que ya no, el suelo se resquebraja. Y todos sabemos lo que pasa con las grietas, y lo mal que mezclan con el agua y el hielo. No hace falta haber estado en Venecia. Ni haber visto el Partenón.

METÁFORAS EN OJO AJENO

50. Cincuenta. L. Muchos, se escriba como se escriba. Son los años que han pasado ya y no hablo de Woodstock, aunque estuvo cerca. Hablo de Charlie Manson, de su familia, de sus taraduras. 

Yo fui un experto en Manson, hace años. En el mundo del crimen en general, realmente. Todo empezó al caer en mis manos el primer fascículo de “La huella del crimen”. Los dos primeros, para ser exactos: “Oferta de lanzamiento, números 1 y 2. Charles Manson y Jarabo”. Cada uno era un dossier que describía y analizaba hasta el más mínimo detalle de los criminales, su vida y su “obra”. Empezaba por estos dos, el huevo y la castaña, pero prometía un repaso completo a los asesinos más importantes de la historia, Jack el Destripador incluido, que era el que me interesaba a mí. Como aquello del “Asesinato como una de las Bellas Artes”, pero actualizado y por entregas. Y con unos cuantos kilos más de morbo, supongo, porque aunque no lo he leído, sospecho que el gusto de aquella época por lo tenebroso era más una cuestión de dandismo. A lo que vamos: que eso sí que eran colecciones de septiembre y no “Dedales de época” o “Teteras de ayer y hoy”, con todo mi respeto para los colectivos pro-dedalistas y filo-teterianos, vaya eso por delante. 

En fin, que mi madre y yo nos entregamos con dedicación a hacerla. Yo más que ella, debo decir, porque tenía ese empeño y devoción absoluta de la que solo los críos son capaces. Tan absoluta como efímera, porque convive con esa enorme y perruna facilidad de despistarse con una mosca que te lleva a olvidar lo que estabas haciendo, apasionarte al instante con otra cosa distinta y no llegar a ninguna parte. Magia, ajedrez, capoeira, minerales… Eso sí, durante ese tiempo nadie mejor que yo conocía los nombres de los asesinos y de las víctimas. A todo aquel incauto que me prestaba el oído le hablaba del casi indestructible Voytek Frykowski, el amigo polaco de Polanski y Sharon Tate que había aguantando no-sé-cuántas-mil puñaladas antes de hincar el pico. Heroico como una vajilla de Duralex, el tipo. Y luego estaba la estrecha relación de Manson… ¡con uno de los Beach Boys! Con lo bonito y positivo que sonaban… ¿sería para distraerte y que no vieras acercarse a los malos? ¿Tararearían Good vibrations mientras te robaban un riñón? Le dediqué muchas horas nocturnas a darle vueltas a aquello, casi tantas como a… bueno, dejémoslo en que le dediqué muchas horas.

¿Por qué me he acordado de esto? Pues aparte de por la catarata en los medios de reportajes, artículos y hasta libros que han recordado la figura de Manson y todas las conspiranoias que lo rodean, por la vuelta que se ha producido estos días al debate sobre arte y censura. ¿Cómo nos influye la cultura que consumimos? ¿Hasta qué punto producen un efecto de imitación? No voy a desarrollar ninguna gran teoría al respecto, entre otras cosas porque he visto un tutorial para recortar figuritas en goma eva y me están picando los dedos por empezar a explorar mi potencial en ese terreno. Pero sí se me ocurren un par de cosas que decir al respecto. 

Claro que la cultura influye, que no todas las cosas son adecuadas para todas las edades, pero si alguien me vuelve a contar la historia del niño que vio Supermán y se tiró por el balcón con el baby anudado al cuello porque quería volar, el que se va a tirar de verdad soy yo. Ahora diles que vives en un bajo, máquina. Y a los asesinos del rol vamos a dejarlos tranquilos también, por favor. No es cuestión de ejemplos, porque como opiniones y culos, todos tenemos uno que nos viene bien recordar. Yo he crecido viendo películas de terror, me he comido toda la filmografía de Stallone, Schwartzenegger, Chuck Norris y Van Damme y he pasado tardes enteras con videojuegos de guerra; súmale mi licenciatura por fascículos en criminología (lástima no haber conocido antes la Juan Carlos I) y ¿cuál es el resultado? Cero víctimas. Víctimas mortales, me refiero. Y no, no creo que mi obsesión por la masturbación del tiranosaurio tenga que ver con esto, sinceramente, así que dejémoslo estar. Se puede decir que he mirado al abismo a los ojos, pero o Nietzsche se equivocaba o al menos conmigo no funcionó la frase completa. El abismo no me devolvió la mirada, aunque claro, yo tampoco se la hubiera devuelto a mi “yo” adolescente, con aquella gorra de melenilla sintética de pega y pantalones de camuflaje. 

A lo que voy, que no me pasó nada, pero no se puede pretender basar un razonamiento tomando tu experiencia como la verdad absoluta, porque hace aguas. Y hace aguas porque la generación responsable de todos los males actuales, y que cada uno piense en el que quiera, no creció escuchando reggaetón, ni trap, ni consumiendo youtubers demenciados. Pero claro, igual que es fácil ver la paja en el ojo ajeno nos resulta casi imposible ver la metáfora fuera del nuestro. Porque solo así se explica que las incitaciones a la violencia, el alcohol y las drogas o el amor romántico posesivo que hemos consumido a paladas desde que éramos pequeños no estén -tan- cuestionadas. Abajo entonces la copla, el tango o la ranchera; muerte al pop y al rock, por hablar solo de música. ¿Por qué Sufre mamón no nos jodió las relaciones? ¿Cuántos dejaron los estudios para matar hippies en las Cíes? Y cuidado con las respuestas que vayamos a dar, que lo de que era otra época lo acaba de usar un famoso tenor cuando le hablaron de (sus) acosos sexuales. O casi peor, no nos pillemos los dedos y nos encontremos en ese paternalismo que tanto rechazamos. A ver si resulta que somos los más listos, los únicos elegidos capaces de discernir entre realidad y ficción, entre la agresividad verbal o ideológica y la acción violenta. Qué suerte tenemos, joder. Eso sí, lo que parece que nos ha faltado es el superpoder de transmitírselo a la generación siguiente; vaya por Dios, con lo listos que somos. Aunque también es que ellos, tus hijos, deben de ser idiotas. 

Puede, pero lo que es seguro es que saben más inglés que tú. Que tú y que tus profesores de inglés, no te lo tomes como algo personal. Así que lo mismo deberíamos darnos cuenta de que para ellos el rap es algo más que tipos diciendo jou-jou-bro, manos en forma de pistola moviéndose arriba y abajo y tipos bigotudos mal encarados pero que seguro que cuando los conocías se enrollaban un montón. No, amigo, aquellos hermanos te odiaban en sus letras, puto blanco caucasiano, y te querían volar la cabeza para vengar siglos de opresión. Pero tú sonreías cantando jou-jou-bro y encima orgulloso de haber sido capaz de entender gun, gangsta y man. ¿Y por qué? Porque no procesábamos nada, joder, que teníamos el nivel de los capítulos de Peppa Pig que les ponen a los críos ahora en infantil, con la diferencia de que ahora ellos sí que lo entienden. Y con el resto de la música igual, vamos, que no es cosa solo del rap. Wachu wachu love, yeah. Y tan contentos. ¿Qué recordamos de Europe? Pues el ninonino, o sea, la guitarra. Vale, y el título, pero nadie fue nunca más allá para saber si esa cuenta atrás era la de un cohete, la de las rebajas de enero o un maligno proyecto supremacista escandinavo para acabar con la rémora mediterránea. O sea, contigo. Lo que quiero decir es que ahora tienden a entender más de lo que escuchan, con lo que proporcionalmente deberían haberse vuelto ya locos y provocar un apocalipsis zombi. Y aquí seguimos.


A lo mejor estamos confundiendo el síntoma con la enfermedad, los gusanos con las mariposas, los huevos con las gallinas o yo qué sé qué. A lo mejor las niñas que oyen los cuentos de siempre están atando cabos por sí mismas y se dan cuenta de que eso no se sostiene, que esa sociedad no es ni puede ser real, ni va a ser la suya; a lo mejor los niños se sonríen pensando por qué esos príncipes solo buscan princesas y no se van con el leñador, como harían ellos. A lo mejor no son tan idiotas.

HÉROES DE LA INFANCIA III. QUINI.

Se ha muerto Quini. Dos décadas jugando, siete veces máximo goleador, veinticinco días secuestrado y treinta y cinco partidos con la selección.

Comenzó su carrera a finales de los sesenta. Una época en la que había, en el fútbol como en tantas otras cosas, cada vez menos sitio para la magia. Como en cualquier cadena de producción, las copas marchaban ordenadamente hacia capitales de la industria como Milán (cuatro copas entre Inter y Milan) o Glasgow. Poco después, ya en los setenta, sería Alemania la que iba a someter el mundo bajo su bota de hierro. Una Copa del Mundo y tres de Europa seguidas lo prueban. Tampoco fue mucho más esperanzador el final de la década: la junta militar de Videla conseguía dejar el trofeo mundial en casa sin caer en la cuenta de que, en ocasiones, ni todo el pan y el circo del mundo pueden adormecer a un pueblo. 

Unos pocos intentaron oponer resistencia. Aquellos espigados y melenudos holandeses, por ejemplo, que bajo un sobrenombre muy apropiado a los tiempos que corrían, la Naranja Mecánica, escondían una elegancia que nada tenía que ver con engranajes y bujías. Ese equilibrio de armonía y caos del verdadero Arte, de la auténtica poesía, el mismo que dirige las bandadas de estorninos danzando sobre los cielos de Tel Aviv, al atardecer. Un Woodstock europeo que duró cuatro años y dejó cuatro Copas de Europa. Al final cayeron, como lo hizo también la sabiduría añeja y castiza de cierto equipo de Madrid, que se quedó a solo treinta segundos de traspasar la alambrada. Todos ellos cayeron, sí, incluso más de una vez, pero dejaron un pequeño resquicio a la esperanza. En las mínimas muescas que les habían hecho a aquellas moles acorazadas crecieron briznas de hierba, encontraron refugio y calor chispas de conjuros antiguos que esperaban el momento adecuado para prender. Así surgió Enrique Castro, “Quini", el “Brujo”; solo así pudo surgir el “Mágico”, Jorge González, unos pocos años después. Porque lo hicieron además, en el último lugar donde uno lo hubiera esperado: González, en el equipo de la Administración Nacional de Telecomunicaciones de El Salvador; Quini, en el corazón mismo de la siderurgia, jugando en el Ensidesa. La mejor forma de luchar contra el enemigo es desde dentro.

Apenas he visto a Quini, la verdad. Imágenes sueltas, un par de goles, un cromo. Porque mi fútbol empieza en el Mundial del 86, con él de vuelta en Gijón, a punto ya de retirarse. Ahora empezarán los homenajes, los documentales, la sucesión de goles y piruetas imposibles en el aire. Las veré, supongo, pero no me hace falta, casi preferiría no hacerlo. La magia no necesita verse. Igual que aquella noche de Reyes en que mi amigo Antonio se quedó a dormir en casa. Teníamos muchos más nervios que años -¿seis? ¿siete?- y no podíamos dormir. Entre susurros y vueltas en la cama, en mitad de la noche oímos una extraña música. Ni los primeros despertadores digitales ni los saraos del bar de Amparo o los gitanos del bajo se nos pasaron por la cabeza. Nadie consiguió convencernos jamás de que no habían sido los Reyes Magos.

Por eso mismo jamás podría dudar del Brujo. Aunque no tuviera pinta de futbolista, o precisamente porque no la tenía. El fútbol no iba a ser menos que la música. Bigotes, tripitas, calvas, peinados imposibles y hasta peluquines, equipaciones psicodélicas… la estética era un valor a combatir. Nada que ver con los cuerpos machacados en el gimnasio, la ropa exclusiva, los relojes y coches último modelo. Los futbolistas tenían más pinta de butanero que de modelo de ropa interior, eran más oficinistas que ejecutivos, obreros más que cantantes pop. Y Quini era uno de ellos. Un hombre de la calle. De esos que juegan al mus en vez de al poker online; de los que nunca cambiaron el bar del barrio, ni a sus parroquianos de siempre, por las discotecas de moda y que, al salir, se paraban con los chavales a chutar contra las puertas metálicas de los garajes.

En este punto tengo que confesar que he mentido, pero ha sido una mentirijilla nada más. Palabrita del Niño Jesús. Lo que pasa es que con la edad me he hecho un poco más descreído y, aunque sigo confiando a ciegas en que algún día la bolsa de patatas me dará algo más que un “siga buscando”, no he podido evitarlo: me he documentado un poco sobre Quini. Pero solo un par de entrevistas, lo prometo. Lo hice con ese miedo que siempre me ha dado descubrir los trucos del mago, pero el resultado fueron solo suspiros de alivio. Quini era exactamente así. Un paisano. Sonrisa franca, gesto atento, dispuesto siempre a echar una mano. A cualquiera. Alguien que sabía que no dramatizar más de lo necesario no era igual que desentenderse de las cosas importantes. Que la responsabilidad del deportista era, sobre todas las cosas, dar ejemplo.


Una de las frases sobre él que no se me ha ido de la cabeza decía que, por mucho tiempo que pase y sea uno del equipo que sea, te gustaría tener una camiseta suya. Es difícil definir mejor la admiración y el respeto que consiguió despertar Quini. Iba a decir que era uno de esos ídolos en los que podrías pensar como en tu padre; una frase bonita, pero que dicha pensando en el mío hace que se me escape una sonrisilla. Porque eso sí, mi padre tampoco tenía ninguna pinta de futbolista, pero a las cartas solo jugaba al solitario y cuando no tenía más remedio que bajar al bar del barrio le quitaba el volumen al audífono para no hablar con nadie. Lo que no quita para que la frase siga siendo cierta, porque son personas de las que uno se sentiría siempre orgulloso. Alguien a quien agarrarse cuando el vértigo de los cambios amenaza con llevarnos por los aires. Cuando le preguntaron si estaba de acuerdo con aquello de “odio eterno al fútbol moderno”, no lo dudó. Mi padre tampoco lo hubiera hecho -el odio a la modernidad le gustaba más incluso que los solitarios-. Supongo que porque los dos, cada uno a su manera, sabían que “bueno” y “nuevo” no son necesariamente lo mismo. Aunque suenen igual.

SÍNDROMES X. SÍNDROME DE EDIPO.

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.
Síndrome de Edipo: a veces también denominado conflicto edípico, se refiere al agregado complejo de emociones y sentimientos infantiles caracterizados por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio).

Partimos de la misma base de siempre, claro: putos síndromes. Pero lo importante aquí es otra cosa, y es que Freud no tenía ni puta idea. Y no hablo de psicoanálisis, porque nos guste o no a todos nos encantaban las tetas de mamá y curiosear para ver qué demonios había debajo de su falda. Lo que pasa es que jode reconocerlo, pero vamos, que no me refiero al psicoanálisis. Yo de lo que hablo es de mitología. Me explico. 
Edipo. Se trata de un tipo que:
  1. recibe un oráculo que le cuenta que va a matar a sus padres. Así, a palo seco. Y en vez de empezar a hacer planes con la pensión del viejo -que, ojo, era rey-, decide largarse para no hacerlo.
  2. llega a una ciudad -Tebas- y se tira el rollo de librarlos de una esfinge con tanta mala leche como afición a las adivinanzas. 
  3. se queda para aliviar el luto de la pobre reina viuda y promete resolver el asesinato del rey, que se había producido unos días antes en un cruce de caminos.
Hasta aquí todo bien, ¿no? El tipo parece intachable. ¡Pues claro, coño! Porque lo es. 
Pero sigamos, que ahora viene lo bueno:
  1. resuelve el crimen, pero descubriendo que él es el culpable. ¿Él? ¿Culpable? Pues sí, amiguitos, porque resulta que de camino a Tebas se había peleado con un tipo en un cruce de caminos y lo había matado. Me imagino a Edipo cruzando un paso de cebra en la Gran Vía, menuda masacre… En fin, que el tipo de la bronca era el rey. Pero la cosa no queda ahí. Edipo sigue investigando, aunque hasta el adivino-jefe-a-sueldo-del-rey-asesinado le da un toque. “Edi, tío, lo mismo todo ese rollo de la memoria histórica se nos está escapando de las manos, ¿no crees? Tanta cuneta, tanta cuneta…” Pero él, erre que erre. Y lo que pasa al final es que se entera de que aquel fulano era su padre. “Espera, espera, que si él era su padre entonces, la reina no sería…” No, no sería, era… ¡su madre! Con la que, por cierto, había tenido hijos -y nada menos que cuatro, porque no solo de investigar vive el hombre-. 
  2. en vez de cagarse en todos los dioses del Olimpo y decirle a los tebanos que una cosa es ser puta y otra muy distinta pagar además la cama y que lo mismo se podía hacer la vista gorda o algo, va el tipo y como se siente responsable se arranca los ojos y se larga al campo a pagar su culpa.
¿Suficiente? Pues no. Encima al tipo le ha caído encima la cruz para toda la eternidad. No me jodas. ¿Se puede ser más ingrato? Sin ser español, digo. A ver si lo dejamos clarito: a Edipo no le gustaba su madre, a Edipo le moló Yocasta. Y parece lo mismo, pero no lo es. ¿Por qué? Pues porque Yocasta era una MILF y las MILF tenían su público en la Grecia antigua. Vamos, como ahora, no seamos cínicos. Que una cosa es que la madre de José te esté volviendo loco, pero de ahí a querer trincarte conscientemente a tu madre hay un mundo. Y luego está lo del padre. A ver, yo lo de que se te salte la palanca por algo así lo entiendo perfectamente. Si he estado cerca alguna vez de matar a alguien ha sido a esa gente miserable que se para a hablar en las esquinas. Y no en una callecita estrecha, no. Esa gente sería capaz de pararse en una esquina de la plaza de San Pedro. Conseguirían bloquearte el paso hasta en el desierto. Son peores incluso que los que van con el paraguas abierto pero bien pegaditos a la pared y mira que esos merecen arder en el infierno. Así que sí, ese tipo de asesinatos para mí están más que justificados. Pero hombre, tanto como para no perdonar ni a tu padre… puedes castigarlo sin corbata el Día del Padre, pero no lo vas a matar porque se quede parado en el pasillo mirando una grieta de la pared. O una obra por un agujero.
En fin, a lo que iba… que este síndrome también lo tengo. E insisto, nada que ver con mi madre. Lo que me pasa a mí es que me pierde querer saber las cosas. Y no se trata un problema de curiosidad, aunque de familia me viene ser un poco gato. Yo elijo saber. Siempre. Cueste lo que cueste. Caiga quien caiga, que generalmente soy yo. ¿Qué? ¿Ojos que no ven corazón que no siente? Sí, sí, ya, que se lo digan a Edipo…

Putos síndromes.

MULTIVERSO (y8)

Pertenecían a la nueva generación, y conocían mejor los nombres de músculos
como los deltoides, tríceps y dorsales anchos que los de los planetas más importantes.
(Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades).

“Me levanto y pongo agua a calentar en la placa. Fagor, dos fuegos, cinco grados de calor. Cuando rompe a hervir la vierto en una tetera japonesa de hierro colado, donde esperan tres cucharadas de Prince of Wales de Twinnings. Azúcar moreno de caña, dos cucharadas y taza de Starbucks. Copos de trigo y una rebanada de pan integral pasada por el tostador Magefesa, leche desnatada y queso tierno artesano, todo en el juego de desayuno naranja de IKEA, modelo KALAS, resistente al microondas y apto para lavavajillas.
Termino y voy al baño, me coloco frente al espejo. Desodorante sin mercurio y jabón probado sobre la piel de rudos marinos noruegos. Leve aroma a miel. Abro el armario. Para hoy elijo unos vaqueros azul oscuro desgastados. Vintage. Zapatillas retro Gola azul eléctrico y blanco. A juego la camiseta, de rayas horizontales -una reliquia de la marina rusa- y la chaqueta deportiva, azul y con el emblema de la Armada francesa, también de segunda mano…”

Así empiezan los sábados en la vida de Michele. ¿Que por qué lo sé? Porque solo los sábados la camiseta y los vaqueros sustituyen a la camisa de cuadros -de idéntico tamaño, una gama de colores para cada estación- y a las americanas numeradas del uno al once que descansan en el armario junto a sus respectivos pantalones a juego. Y porque de no serlo llevaría ya dos horas de duro entrenamiento físico y de meditación. Lo demás no varía. Y con esto no me refiero a que los días sean iguales, sino a que TIENEN QUE SERLO. Exactamente así: mismas cosas, idéntico orden. Lo contrario sería inaceptable, inconcebible. Solo en verano se concede licencias, pero únicamente dos: el agua con gas y la camisa por fuera los viernes.
En el banco su comportamiento no resulta extraño. De hecho, gracias a sus obsesiones se ha ganado el respeto y la envidia de sus compañeros, que lo tienen por alguien magnético y seguro de sí mismo. Más de una compañera le ha dejado caer una invitación a cenar o a tomar unas copas después del trabajo. No suele aceptar, y cuando lo hace su casa jamás entra en la ecuación. Porque sus citas son justo eso, una ecuación, con todos los valores perfectamente medidos y calculados de antemano. 

Michele las resuelve paso a paso: la cena en uno de esos pequeños restaurantes en los que es casi imposible conseguir mesa; el vino de la mejor reserva -el 71 y el 73 son sus añadas preferidas; la copa en un reservado de moda, tan exclusivo que se permite al cliente preparar su propia bebida. Algunos se ríen al escucharlo, lo califican de absurdo. Michele sonríe también, pero pensando en lo equivocados que están, los pobres. Él sí sabe valorarlo, él sí sabe lo que ese gesto significa de verdad: control. Nadie mejor que tú conoce lo que quieres y cómo lo quieres. En esas citas a veces hay sexo. Casi siempre, de hecho, acaban en la cama de una de esas casas que él tanto desprecia. Apenas soporta el tiempo que debe pasar en ellas, pero se trata de operación más, necesaria para que el valor final sea el esperado. Un ejercicio al que le concede 47 minutos exactos, ni uno más ni uno menos. Cada gesto, cada gemido, el tiempo que dedica a cada parte del cuerpo de su compañera, cada pausa y cambio de postura están absolutamente prefijados. Incluso el número de orgasmos que le arrancará a su compañera antes de permitirse terminar. Tres. Ellas lo disfrutan, lo disfrutan mucho porque Michele sabe hacerlo bien, claro, como el atleta que es, como el que vive para ser el mejor en algo. Solo que él lo hace para ser el mejor en todo. Y esa certeza es la que le hace sonreír al final, con una satisfacción que ellas confunden con el placer del sexo y que oculta su falta absoluta de pasión. Por eso Michele nunca repite cita. Las proposiciones se repiten y él las rechaza. Agradable pero sin explicaciones. ¿Tendrá pareja? ¿Un amor no olvidado? El misterio aumenta su atractivo.

A él todo eso le trae sin cuidado. Precisión, previsión, orden, son lo único que importa. No, definitivamente no me gustaría ser Michele. Bueno, es que no podría. ¿Mi vida entera sometida a la tiranía de los números primos? Olvídalo…

AEROPUERTOS. UNOS VIENEN, OTROS SE VAN.


Un instante mientras los turistas se van. 


Madrugada en el aeropuerto. Hacía ya tiempo. Siempre se me olvida lo divertido que es ver la vida pasar desde una silla del McCafé. Impagable. Bueno, 1’90 más exactamente, porque parece que los programadores de Matrix detectaron el fallo en el sistema y el café ya no cuesta un euro. Pero sigue sin defraudar. Las repisas llenas de manzanas quedaron atrás; ahora hay un mural campestre enorme y un punto de reciclaje a la misma escala. Pero el progreso es exigente: ya no es suficiente con recoger tu bandeja, ahora tienes que hacerlo bien. Ecológicamente bien. Confieso que cuando acabe el café voy a escabullirme sin recoger nada. Qué angustia… no puedo con tanta responsabilidad.

No entiendo por qué la gente no se dedica más a follar en los aeropuertos. No por nada, es que no hay ninguna otra cosa mejor que hacer. Quizás sea la inquietud por dejar desatendido el equipaje. A lo mejor si solucionaran eso la gente estaría follando como conejos por los rincones. Me pongo a desarrollarlo en mi cabeza. Los años de cine de autor se dejan notar. Por ejemplo, esa chica que viene y el segurata que está sentado a mi lado. A ella seguro que le sobran tres horas hasta coger el avión, y él empieza el turno a las ocho. Parecen así majos y sanotes los dos. ¿Por qué no se ponen a ello? 

Pero qué va, me vuelve la angustia. Y no por el equipaje, esto tiene más que ver con los ochenta. La EGB tenía sus cosas buenas, pero el inglés no era una de ellas, desde luego. Y este tío calculo que es de mi quinta. Otro que se quedó atrapado en “close the door, open the window”. “Puf, mejor que no se acerque”, pienso, y él creo que ha llegado a la misma conclusión, porque no dejaba de mirarla y ahora incluso baja la cabeza. ¿Se puede ser más gilipollas? Porque el caso es que la barrera del idioma no tiene más que ventajas. A nivel follar en un aeropuerto, me refiero. Es más difícil ser identificado como un tarado en otro idioma. Somos más tolerantes con las memeces cuando las vas traduciendo en tu cabeza. No hay más que pensar en las letras de canciones en inglés, aunque no pienso dar nombres. Todavía me acuerdo de mi amigo Richard preguntándome si aquel amor de verano suyo era tan idiota en lengua materna como se lo había parecido en la que no lo era. Pero para llegar a ese punto había necesitado las tres semanas del curso; o sea, 20 días y medio más que yo.

Paréntesis. Ander, chaval, tienes 12 años y pareces un puto trasgo de los bosques. Caminas como uno, de hecho. No sé qué te depara el futuro, pero si no quieres ser carne de parque temático deberías empezar a hacer algo. Como no pasar tanto tiempo con tu padre, por ejemplo.


Vaya, me despisté y el guion se vino abajo. La chica se ha reunido con otros dos clones suyos en una especie de aquelarre de mochilas Quechua y guitarras y él está pidiéndose otra hamburguesa. En fin, pues nada, que nadie me haga caso. Vamos a seguir aburriéndonos en los aeropuertos. Me voy a mirar bocadillos de jamón de 15 pavos. Flautas, las llaman. ¿Cinismo o poesía?

LOS MUERTOS VAN DEPRISA


“En carreras sin descanso y llevando un botón de peyote
 y la cabeza disecada de un águila bajo el cinto para protegerse de la brujería, 
los hombres tarahumaras podían trotar más de doscientos kilómetros.” 
(E. Wade Davis, El Río).

Los muertos van deprisa. Eso es lo único que supe durante años de la historia de Drácula. No sé si mi amigo Antonio se acordará de aquella frase. La leímos juntos no sé ni cuántas veces. Cada vez que nos quedábamos solos empezábamos el libro y leíamos hasta que los muebles empezaban a crujir y teníamos que correr a escondernos bajo una manta. Y así nos encontrabas al llegar, con todas las luces de la casa encendidas y mirando el final del pasillo, agarrados. Y el libro abierto siempre por la misma página: Los muertos van deprisa.

Deprisa va también el tiempo, que corre tanto como los muertos. O más, quién sabe. El caso es que aquí estoy: 21-18. Pero no es el marcador de un partido de balonmano, ni la hora perfecta para abrir la primera cerveza. Entre semana, claro. No es ninguna de las dos cosas. Son años, los que llevo sin ti y los que pasé contigo, para ser más exactos. Y así, sin darse cuenta, ya son más los primeros que los segundos. 

Fíjate. Hoy es justo el día. El de los flanes de vainilla, el de la comida china recalentada que me obligaron a comer esa noche. Justo el día después de aquellos macarrones con chorizo con que tanto te reíste, porque no sabías que eran los últimos, claro, ni que te estabas empezando a convertir en un recuerdo.

Porque hablando de eso, de recuerdos, con ellos pasa justo al contrario que con los muertos, porque si algo le sobra a los recuerdos es tiempo. Por eso marchan tranquilos, perseverantes como las cosas inertes, y por eso, por mucho que corras, por lejos que te marches, dan contigo. Y ese día te sientes como si todos los domingos de tu vida se te hubieran caído encima al mismo tiempo. Pero cuando miras alrededor esperando ayuda, lo único que aparece son otros recuerdos, como perros de sal a lamerte las heridas.

Hablando de perros. Tengo uno. Supongo que te enteraste de lo de Kiwi, aunque no tengo muy claro cómo se maneja por ahí el flujo de información. El caso es que se llama Mowgli (siento haber roto la tradición de la K, pero una W no está nada mal tampoco, digo yo. Además, el personaje es de Kipling), y el cabrón parece no tener más que dientes. La lengua se la reserva para él y su cipote. Todo un espectáculo, en serio. 

Estaba pensando que menuda mierda te acabo de contar para una vez que hablamos. Es como gastar tu derecho a una llamada en hacerte una perdida para encontrar el móvil. Igual de estúpido. Por lo menos podía haberte dicho que soy profe, que el Atleti sigue sin ganar Copas de Europa. O que vivo en Tenerife. En fin, pero no creas que lo hago a mala idea. Te lo prometo. Nada que ver con que no estés en mis cumpleaños -aunque claro, por no estar, no estás ni en los tuyos-, ni en Navidades; ya te lo he dicho: sin rencores. Al fin y al cabo, me has convertido en un maestro del humor negro. Ah, y conseguiste que le perdiera el miedo a Drácula, porque no hay nada que dé más miedo que tu imitación de un ultracuerpo a las 2 de la mañana, de espaldas y quieta en la puerta de la cocina. Y yo acercándome, inocente, pensando que pasaba algo. Fíate de tu madre, que te quiere y te protege. Joder, si es que volé metros y metros hacia atrás, sin alas ni motor. 

Y bueno, ya que sale lo de la velocidad, ¡menudos principiantes los muertos aquellos! ¿No crees? Lo tuyo sí que fue irse rápido…