“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

PLACERES CULPABLES

Así llamamos a aquellas cosas que nos gustan pero al mismo tiempo nos suelen provocar una cierta sensación de vergüenza o de incomodidad. Vergüenza, sobre todo, por lo que los demás pensarían de nosotros si se enteraran, porque no encajan en la imagen que queremos dar al exterior o no cumplen con los parámetros de calidad o altura cultural en que nos gustaría movernos. 

Nadie se libra de los placeres culpables, no vayamos a pensar que es un mal exclusivo de universitarios estirados que no confiesan su pasión por el cine de artes marciales o las telenovelas. El jazz y el cine sueco en versión original, piezas muy cotizadas a la hora de exhibir gustos en ciertos sectores, podrían ser el equivalente a un suicidio a lo bonzo ante los colegas del barrio.

Por eso no dejamos de inventar etiquetas y categorías a modo de salvavidas. Vintage, de culto, retro, friki, no son más que desesperados intentos de formar diques en una conciencia, la nuestra, que sabe que no hay justificación posible. ¿Pero por qué hace falta una excusa? Quizás el verdadero problema sea que no hay ningún problema, que perder la corbata graznando a los Backstreet Boys es algo de lo que sentirse orgulloso, tanto como haber sobrevivido al Ulises de Joyce o a Foucault y su puta magdalena. Diría que más, incluso, pero tampoco quiero caer en el extremo contrario. Eso sí, tengo que decir que de esas tres cosas solamente he hecho una.

Sé que no es fácil liberarse de la tentación. Que la excusa nos sale casi sin quererlo, sin pensar, pero hay que hacerlo. Yo mismo acabo de escribir todo este rollo en vez de empezar simplemente con un “Estoy viendo de nuevo Al Salir de Clase”. Que además es lo que quería contar, eso y lo de que en su momento me compré la novela de la serie e incluso, gran avance de los 90, un doble CD con contenido multimedia para dar tus primeros pasos como DJ. Si hubiera hablado de Crimen y Castigo me habría dado una prisa infinita por mencionarla, pero aquí estamos, veinte líneas hasta atreverme a decirlo, y con los dedos temblorosos…

Que sí, que la serie era mala, pero ¿qué tiene eso que ver? Porque superar la esclavitud de los placeres culpables no implica defender que todo sea igual de bueno, sino reconocer que algo, por infame que sea, te puede gustar. El pelo en la espalda de Chuck Norris mientras se pegaba con Bruce Lee, el juez que alternaba gomina y gafas con chupa de cuero y pelucón, Ángel Garó, Lorenzo Lamas y su medio hermano indio… podría seguir años así. Y joder,  a mí es que me encantaba la serie. Si hasta llegaba tarde a las clases de Mitología por ver el final… ¿hacen falta más pruebas? 

He vuelto a empazarla -llevo ya 28 capítulos- y aún no sabría decir qué es, porque no se trata solo de los actores. Vale que no eran ninguna maravilla -como Elsa Pataky o Carlos Sobera-, que la mayoría probablemente haya acabado llevando un chandal de tactel y comprando en la sección de “fecha de caducidad próxima” -lo que en el gremio de actores se denomina “estar dedicándose al teatro”-, pero sería fácil echarles la culpa de todo. ¿El guion? También, pero no solo. Es una extraña mezcla, como una conjunción planetaria, de malos actores, incoherencia en las tramas y experimentalismo de psiquiátrico. Porque esos diálogos de algunos personajes con la cámara, al estilo de las series americanas, por alguna razón no funcionan: tardas en darte cuenta de que hablan contigo y que no se han vuelto locos. Y los inicios de capítulo, retomando lo anterior con diálogos y planos distintos, de lo único que dan sensación es de improvisado, no de homenaje a Lynch. Parece que acabaran de enterarse de por dónde iban, más o menos; como si hubieran pasado diez meses entre rodaje y rodaje. Porque lo que saben hoy, mañana lo olvidan y pasado lo descubren de nuevo, así que se preguntan lo mismo todo el rato, como en el día de la marmota. Luego están las expresiones de los actores. Todas muy trabajadas, de verdad, incluso logradas: la tristeza, la inquietud, la sorpresa, la decepción, la ilusión… El problema es que nunca las usan cuando toca. Como si los engañaran sobre el momento o la escena en que debían utilizarlas. 

  • A ver, Iñigo, en esta escena Silvia y tú estáis en el Twister, y ella te cuenta sus dudas sobre la primera noche que vais a pasar juntos.
  • Vale, dire… entonces ¿la abrazo y le digo algo para consolarla, no? Así, con cara de preocupado…como soy el adulto y el maduro y tal…
  • No, no, ¿qué dices? La expresión tiene que ser de enfado, y la de ella igual. Enfadados, muy enfadados, al borde de la ruptura. Lo del diálogo sí, me parece buena idea que la consueles.
  • Pero… pero… dire, hay algo que no me encaja. ¿No es un poco raro?
  • Tú calla y actúa, Iñigo.
  • Me llamo Mariano…
  • Bueno, lo que sea. Aunque yo que tú, me metería más en el papel. Recuerda, Íñigo, recuerda… el método lo es todo. Así no vas a llegar a nada.

Y así todo. A lo mejor es que se equivocaron y estaban mezclando los guiones de los capítulos o, incluso, que eran los de otra serie y nadie se dio cuenta. Así podría tener cierto sentido, claro, porque rodar un episodio de Cheers con los diálogos del Equipo A también resultaría extraño. O eso o que quien diseñaba el catálogo de expresiones era japonés, por eso de que los códigos culturales cambian mucho de un lugar a otro: si un eructo puede ser señal de satisfacción con la comida o mostrar la palma de la mano un insulto grave, no podemos confiar en que la correspondencia gestual  entre la Moraleja y la prefectura de Osaka sea completa.

También es verdad que a lo mejor me estoy precipitando. Aún me quedan 1061 capítulos, así que quizás estoy siendo injusto. Imagino que habrá quien sienta pena por mí… pero peor va a ser para el resto del mundo, porque pienso seguir escribiendo esta crónica de tan hermoso reencuentro.

PASARSE DE LA RAYA

La cocaína tiene usos y efectos muy variados. 

Adictiva y tóxica, narcótica y euforizante, señala la RAE, antes de mencionar sus aplicaciones médicas como anestésico y vasoconstrictor. Mucho más se extendió Freud, que lo veía como una revolución terapéutica que podía ayudar contra los trastornos gástricos, el asma, la adicción a la morfina y los problemas con las artes amatorias. Tenía además la innegable ventaja de ser mucho más estimulante y barato que el alcohol. Y con más entusiasmo si cabe se entregaron a su elogio los laboratorios de finales del XIX; tanto que uno lee la descripción y parece más bien la de la poción mágica de Panoramix o del suero del supersoldado que le inyectaron al Capitán América: «puede reemplazar la comida, hacer valiente al cobarde, elocuente al silencioso, liberar de su esclavitud a las víctimas del alcohol y la morfina y, como anestésico, hacer insensible al dolor a quien lo sufre».

Pero a mí lo que realmente me preocupa de la cocaína es otra cosa. Algo terriblemente destructivo, y de lo que no se habla. La cocaína destroza metáforas.  Sí, metáforas. Vivimos bajo una continua sombra que nos impide hablar de rayas sin que inmediatamente haya una sonrisita estúpida o un guiño cómplice, igualmente estúpido. Una dictadura del chascarrillo y del doble sentido fácil que a mí me resulta insoportable. En efecto, lo digo yo, el que te pide que repitas cualquier número acabado en cinco. Yo, el que lleva 35 años preguntando por Carlos. ¿Qué Carlos? Pues el de los cojones largos. Pero es que esto sí que es serio.

¿Y a qué viene todo esto? Pues a que el otro día, paseando con mi perro, mirando las ventanas de un edificio, lo vi claro. Un ventanal, una habitación detrás que se adivina amplia y una luz azulada de película de David Lynch. Fogonazos de un televisor que queda fuera de la vista. Solo faltaban el saxofón de fondo y una de esas persianas infames de oficina. Y sombras detrás, claro: un sombrero, una gabardina, un cigarro. Y la de una mujer que se acerca, se lo quita a la sombra y le da una calada. Lo mismo podía ser Luz de luna que Terciopelo azul, un caso de Mike Hammer o cualquier programa de Pepe Navarro, en el que nunca faltaba la persiana con su bailarina detrás. Eso sí, en todos los casos el puto saxo sonando. Lo divertido era que la ventana con persiana de oficina estaba justo al lado, como si en el viaje a través del tiempo, su estructura atómica se hubiera alterado y dividido en dos al reconstruirse. Una misma realidad partida en dos ventanas contiguas. 

Por las caras que adivino, veo que tendré que explicarme mejor. ¿Qué resultado obtenemos al sumar todo eso? EROTISMO. Me di cuenta de que estaba frente al resumen de toda una etapa de mi experiencia erótica, la imagen que lo contenía todo, como en otro momento lo había hecho una Gilda en blanco y negro quitándose los guantes. No creo que haga falta aclararlo, pero cuando digo “experiencia” me refiero a “percepción”, porque por aquella época todo era desesperadamente teórico.
Teórico y difuso, porque no creo que tuviera muy claro lo qué podía esperar detrás de esas persianas, en la media luz de esos apartamentos, pero sabía que quería llegar allí. Solo el hecho de verlos, como el de conseguir arañar diez minutos antes de acostarme, diez minutos de imágenes y conversaciones entendidas a medias entre saxo y saxo, me sabía a victoria. Era ese paso al mundo de los adultos que ingenuamente vemos como una conquista, aunque luego nos pasemos el resto de nuestras vidas entre el arrepentimiento y la nostalgia.

¿Y las rayas? Tranquilos, que todo llega. Para mí es evidente, pero no voy a culpar a nadie de no compartir conexiones mentales conmigo. De hecho, me parece una elección muy acertada y sana. Trataré de resumirlo: Al pensar en Gilda, me di cuenta de que aquellos movimientos hipnóticos de la Hayworth iban acompañados de aquellas maravillosas rayas negras horizontales que surcaban de arriba a abajo mi Phillips en blanco y negro. Y me pareció una maravillosa casualidad que todas las promesas pseudoéroticas de mis años 80 y principios de los 90 se ocultaran detrás de un velo rayado. Pero ya cuando las tres “cirsas” se alinearon fue al pensar en los años siguientes. Sé que se va a hacer un silencio incómodo cuando hable de Canal + y de porno codificado. Sé que habrá miradas que se aparten, inquietas. Sé que nadie reconocerá que esa es la causa de casi todas nuestras dioptrías, que nos dejamos los ojos haciendo guiños para intentar encontrarle algún sentido a todo aquello. Podemos seguir engañándonos diciendo que la culpa es de las imágenes escondidas en coloridos dibujos 3D. Que somos una víctimas de la era digital y que las pantallas verdes del Spectrum nos robaron la vista. O peor aún, podemos lloriquear quejándonos de las muchas horas que nos obliga el trabajo a estar ante el ordenador. 

Yo prefiero asumirlo. Con orgullo, incluso, porque eso además nos convirtió en una de las generaciones que más cerca hemos estado de comunicarnos con los delfines.  Yo diría que las horas que pasamos intentando descifrar aquellas secuencias de chirridos equivalen, por lo menos, a una de las antiguas diplomaturas. Y total, para nada, porque a la larga acabamos por descubrir que el nivel de los diálogos reales no se diferenciaba mucho. Eso sí, confieso que cada vez que llamo por teléfono y me salta un fax se me pone la piel de gallina.

Pero da igual cómo te lo tomes, porque ahí está la maldita cocaína para estropearlo todo. Así que ya no puedo hablar de erotismo y rayas sin pensar en mesas de cristal salpicadas de polvo blanco, en el sonido de los hielos en un vaso de whisky y en Ludmila, Ivana y Olga bailando sobre unos tacones negros, heladas de frío y miedo mientras tratan de forzar una sonrisa y no pensar en la trampa en la que cayeron, ni en lo lejos que queda Ucrania ahora. Los miserables observan desde sofás de cuero negro, afilado el colmillo y temblorosos los labios y la barriga. Asco. Pena. Rabia. Tanta que ni me apetece seguir escribiendo. Con lo bonito y emotivo que era lo que estaba contando… Al menos hasta lo de Canal +. Pero no. Se acabó. Eso es todo lo que voy a decir sobre rayas.

Y no, no voy a hablar de Maradona.