“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

PARADOJAS II. AQUILES Y LA TORTUGA.

Paradoja: Ret. Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción.

Paradoja de Aquiles y la tortuga: Fue formulada por el filósofo griego Zenón para demostrar la imposibilidad lógica de la idea de movimiento. Aquiles decide competir en una carrera contra una tortuga. Seguro de sus posibilidades le da una gran ventaja inicial y recorre en poco tiempo la distancia que los separaba, pero al llegar allí la tortuga ha avanzado, más lentamente, un pequeño trecho. Al llegar de nuevo donde estaba la tortuga, ésta ha avanzado un poco más. De este modo, Aquiles no ganará la tortuga, ya que la tortuga estará siempre por delante de él.


Es curioso. Tuve que venirme a vivir entre aviones para dejar de sentir esa necesidad enfermiza de subir en ellos. Ahora me siento tranquilamente frente a la ventana y los veo pasar mientras me tomo un té y escribo cosas como esta. Hasta que llegas, claro, porque entonces me olvido también del té y del ordenador.

Lo del gimnasio también es curioso, no me digas que no. Vivir encima de uno y que se me hayan quitado las ganas de correr ha sido todo uno. Y eso que las vibraciones de la música se meten en mi cabeza a través de la almohada y como me descuide me encuentro con un cartón de leche en cada mano haciendo series. O agachándome diez veces para recoger cualquier cosa que se me cae del suelo. Me recuerda a esos rollos de “aprenda mientras duerme”.

De todos modos, lo realmente increíble es que alguien que presume de ser “lento pero seguro” haya tardado tantísimo tiempo en darse cuenta de que así no iba a ninguna parte, que Ítaca es puro humo y da igual que llegues tarde cuando nadie espera por ti. Me ha costado kilómetros de tinta verde y litros de tinta roja entenderlo, pero al menos ahora lo tengo claro. Con los pies fríos no se piensa bien, pero si además los llevas demasiado ligeros entonces sí que es imposible que descubras el secreto de las tortugas. Primero porque no eres ningún arquero mongol para acertar un blanco en movimiento, y segundo, porque las tortugas suelen esconder muy bien las cosas. Solo cuando me senté y miré con atención lo encontré. Estaba en la receta del tiramisú. Entre líneas, claro, pero estaba todo, hasta el último detalle. Y como no podía ser de otra manera, la solución a la paradoja era otra paradoja. Aunque no creo que te sorprenda, porque sospecho que tú ya sabías que es tu movimiento el que me llevaría al fin a otro lugar. Y cómo hacerme grande sin dejar de ser bobo y pequeño.


¿Sabes? A pesar de todo, hay una cosa que no me puedo quitar de la cabeza. Me imagino lo frustrado que tiene que sentirse el pobre Aquiles. Pierde la carrera por no escuchar a Zenón y, luego, cuando le da por hacerle caso en eso de que las flechas no pueden llegar nunca a su destino, mira cómo le fue. Putas paradojas…

SÍNDROMES VII. SÍNDROME DE LATAH.

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una  patología.

Síndrome Latah: Síndrome en el que el sujeto comienza a repetir movimientos y sonidos sin control alguno, hasta el punto de poder producirse la muerte. Característico de Indonesia, aunque está documentado también en muchos otros lugares, como entre los Ainos, en Japón, en la región de Siberia y en el norte de Canadá, donde se habla de los Jumping Frenchmen of Maine.


El frío es psicológico. El frío es psicológico. El frío es psicológico. El frío es psicológico…

Es un mantra. Uno zamorano. Y yo lo creo, solo es cuestión de convencimiento. O de haber crecido en inviernos bajo cero sin calefacción y de dormir con la ventana abierta, no lo sé. El caso es que funciona; de hecho, la única parte de mi cuerpo sensible al frío es el pie derecho, aunque eso es otra historia. Que pensé que te la había contado ya, pero bueno… a lo que iba. Todo esto tiene que ver con la magia de la repetición. Como esas mentiras que convertimos en verdaderas a base de contarlas muchas veces.

¿Qué? ¿Qué tienes frío? Pues si quieres te puedo hacer un té, pero de poner la calefacción ni hablar, que estoy sin un duro. ¿Por qué crees que me hago el entendido y lo tomo sin azúcar? No me digas que te habías tragado eso de que me gusta apreciar su verdadero aroma y sabor… Vamos, que no te digo que no haya que tomarlo así, pero que a mí lo de la autenticidad no me interesa ni lo más mínimo. Yo soy de los de tres cucharaditas. Pero me lo cuento a mí mismo para endulzar el trago.

Vale, ya en serio. No te enfades y tómate el té. Y hazme caso, que lo de las repeticiones funciona. Y si no, mírame a mí. Estoy vivo gracias a ellas. Porque con todas esas películas de terror que veía era cuestión de tiempo que vinieran a por mí. Los zombis, Alien, el helicóptero de Tulipán, cualquiera. Pero yo descubrí las diez reglas. Las diez diferencias entre ellos y yo que los mantenían alejados de mi habitación. Siempre las mismas contra cada uno. Recitadas con cuidado con la cabeza bajo la sábana antes de darme dos veces la vuelta –hacia la derecha primero, siempre- y desearme las buenas noches –“hasta mañana, que sueñes con los angelitos. Gracias. De nada”; en ese orden-. Sí señor, las diez reglas me salvaron el pellejo, créeme.

Eso sí, hay que hacerlo de manera exacta. Es fundamental no alterar un sonido ni cambiar un gesto, no esperar un minuto de más o de menos. Como en cualquier actividad trascendente, vamos. Repostería, reducción de cabezas, cantar nanas, tablas de multiplicar… Lástima que no se me ocurriera utilizarlas contigo.

Con todo este rollo se te tiene que haber pasado el frío, seguro… ¿No? Lo mismo tendrías que poner algo más de tu parte. Aunque bueno, también te digo… que a veces las repeticiones son peligrosas. De eso las madres saben mucho, por eso te insisten tanto en que si fulanito se tira por una ventana no vayas a ir tú detrás. Si pierdes el control puedes acabar convertido en algo mucho peor que un mimo. Peor que Paulo Coelho incluso. Tienes que saber parar a tiempo, si no es muy peligroso, como lanzarse cuchillos a uno mismo delante del espejo todas las noches antes de dormir; cualquier día te puedes encontrar con la desagradable sorpresa de que tu reflejo es más rápido que tú.

Fíjate, ahora que lo pienso, seguirte llamando era un poco lo mismo. Esa conversación, una y otra vez, con los mismos reproches y las mismas ironías. El día de la marmota. Menos mal que tiré de la anilla a tiempo, si no lo mismo acabo enganchado a la autoayuda o los horóscopos. ¿Te imaginas? Me ha dado hasta un escalofrío, así que cierra bien la puerta cuando te vayas.

Ah, se me olvidaba. Putos síndromes.

TETRIS

Había mirado aquel espacio vacío desde todos los ángulos posibles. Y sentía el cuello a punto de partirse, porque nunca ha sido fácil mirarse el centro del pecho. Pero un día, de pronto, me di cuenta de que tenía exactamente la misma forma que el recogido de tu pelo.

Y se me iluminaron los ojos... esos que no entiendo que te gusten tanto.

SÍNDROMES VI. SÍNDROME DE PETER PAN.

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.

Síndrome de Peter Pan: Trastorno psicológico que se manifiesta en las personas adultas mediante un comportamiento infantil o un rechazo frente a toda responsabilidad. El sujeto crece pero reconociéndose a sí mismo únicamente en las imágenes de su infancia, desarrollando en su personalidad rasgos de rebeldía, cólera, narcisismo, arrogancia, dependencia, negación del envejecimiento, manipulación e, incluso, la creencia de estar más allá de leyes y normas. Bajo esta apariencia de irresponsabilidad suele ocultarse un cuadro de inseguridad y miedo a no ser aceptado o querido.


Ni relámpagos azules ni pollas. El olor a niño. Eso es lo que activa el síndrome de Peter Pan. Este también lo tengo, claro, supongo que por esa manía tan infantil mía de coleccionar cosas. Putos síndromes…

Bueno, lo que te decía. El olor a niño. Un día pasas por delante de un colegio, entre todas esas personitas con el baby puesto como la capa de Supermán y notas que huelen distinto. Huelen a niño. En ese momento se te vuelve todo del revés, como cuando abres la ventana para ventilar la casa pero resulta que vives justo encima de un kebab. Una experiencia traumática, créeme. Así que entras en barrena y comienzas una huida hacia delante, porque no lo quieres asumir.

Hay muchas formas de resistirse. Una son los semáforos con cuenta atrás. Todo un deporte de riesgo eso de cruzar la calle con el muñeco verde haciendo guiños integrales antes de ponerse en rojo. Otra es la masturbación compulsiva. Una opción tan respetable como cualquier otra, que conste. ¿Sabes una duda que me corroe sobre eso? No, no tiene nada que ver con el Capitán Garfio, es otra cosa. ¿Cómo se las apañaban los T-Rex con esos brazos tan cortos? ¿Se lo harían unos a otros? Porque vale que tenían un cuello extraordinariamente flexible, como para compensar, pero ¿y los dientes? No sé yo si me merecerían la pena todas esas rozaduras. Aparte, te asustaría saber la cantidad de gente que ha muerto intentando hacer algo así, en serio. Es muy peligroso.

También lo es este síndrome, para mí de los que más, porque esa no es la única manera de romperse el cuello –aunque quizás sí la más embarazosa de contar. Volver tanto la vista atrás es otra, y muy común. Yo no me lo he roto, todavía, pero las chispas que provoca el roce entre mi barba y las etiquetas de la ropa son casi insoportables. Por no hablar de que te queda toda hecha una pena, llena de boquetes. Y hay que asumirlo: a esta edad, los agujeros en la ropa ya no le hacen gracia a nadie. Ni a ti mismo, casi. Sobre todo en los calcetines. Porque seguimos igual de perdidos, pero ya no somos niños. Y además, porque lo que se aprecia en un queso –el olor fuerte y los agujeros- es la condena de un calcetín.

Me ha costado darme cuenta, no creas, porque con eso de que el pasado es un catarro mal curado solía tener la nariz tapada. Y no me digas que eso es por quedarme dormido en el sofá, porque no. Ni vayas a sacarme lo de la autoestima, que te conozco y sé que lo estabas pensando…

MULTIVERSO (y3)

Hoy me he alegrado de ser tan solo Enrique. Permanecer la eternidad junto a ti como estatuas de ceniza, sentados en la esquina del dormitorio abrazándonos muy fuerte mientras todo se llena de humo y el techo empieza a ceder, quizás suene romántico… Todo un lento y bello final, ambicioso si me apuras, pero no lo quiero. Prefiero algo más de andar por casa, no sé. Ver las explosiones de lejos desde la ventana de la cocina tomando un té, por ejemplo, aunque al final la temperatura de la habitación acabe subiendo por encima de la que necesita el plomo para fundirse, porque me conozco. Me conozco y sé que no hace falta que me susurres al oído en francés, que solo con ver tu sandalia bailando en equilibrio mientras lees, una pierna cruzada sobre la otra, se nos va a hacer de noche sin pisar la calle. Y conste que me sigue apeteciendo bajar al mercado, comprar algo de fruta –un melón, uno de esos amarillos pequeñitos, ya sabes-, quizás un poco de queso o cualquier otra cosa que se pueda meter en pan y marcharnos a comer por ahí, tirados en los escalones de una fuente o en un banco del parque. Pero si no dejas de mirarme así me parece que como pronto tendrá que ser mañana…

MULTIVERSO (y2)

Hoy habría querido ser Genaro. Coger de la silla el pantalón blanco y la camisa azul, planchados y doblados con mimo. Pasar la última inspección de la abuela y sentir su mirada llena de orgullo antes de bajar al puerto para acompañar a la Madonna del Soccorso. Lo haré junto a mi padre y al abuelo y su gesto serio y de emoción contenida. Con los ecos de la última campanada de las seis la imagen empieza a moverse y nosotros la escoltamos. Sé que a mi derecha, apenas a un metro estarás tú. A la izquierda de tu madre y tu abuela, con ese vestido blanco de ribetes azules que podría dibujar de memoria. Me cuesta mantener la vista al frente y no distraerme mirándote, siguiendo esos pasos tuyos, ligeros como si te deslizaras sobre el suelo. Cuando llegamos te cogería de la mano para ayudarte a subir al barco hasta que tu abuela te agarrara y tirara de ti para coger un buen sitio junto a la barandilla y poder verlo todo. Y nos quedaríamos lejos el uno del otro, pero ahora sería yo el que caminara un poquito por encima del suelo. Pero no pasa nada de eso, porque no soy Genaro. Soy solo Enrique y soy menos italiano aún hoy que ayer. Quizás el Señor Moretti pueda hacer algo por mí...

MULTIVERSO 1.


Me gustaría llamarme Tomaso. Solo esta noche, solo en esta vieja plaza. Y verla desde un rincón bailando con sus amigas mientras toca la orquesta, como todos los años desde que recuerdo. Me gustaría ser Tomaso, no Enrique, y haber nacido aquí, haber crecido con ella y escuchar cada agosto esas mismas canciones esperando tener el valor necesario para sacarla a bailar. Guardar cada céntimo para reparar la vieja moto del abuelo y poder llevarla de excursión al campo un domingo. Pero no lo soy. No soy más que Enrique y lo único de italiano que tengo son tres botellas de Moretti a mis pies y todas esas esdrújulas de Battiato que no paran de bailar en mi cabeza.

NO TIME NO SPACE

Al final me quedé lo justo para el trasbordo. Podría haber pasado el día allí y regalarme una sesión de autocompasión y lágrima fácil, pero no lo hice. Creo que me estoy aburguesando. Cualquier día dejo de comer pimientos de padrón, lo veo venir. O lo que es peor, me compro una maleta con ruedas.

Aunque en realidad sé que no hubiera habido ni compasión ni lágrimas. Cada día tengo más claro que todo aquello solo sucedió en mi cabeza. Únicamente. Tenía razón Goya, el sueño de la razón produce monstruos. Monstruos… y zorras, le faltó añadir. Pero claro, Paco siempre fue un tipo discreto.

El caso es que llegar a esa conclusión es un alivio, pero también tiene sus riesgos. Por ejemplo, confirmar lo gilipollas que puedes llegar a ser si te lo propones. Porque si eres un perturbado que dinamita su vida por un amor imposible o atormentado, hasta puedes atraer ciertas simpatías; pero si lo haces así sin más, creyendo que había que compensar las cosas que hiciste o no en otro momento y en otro lugar, puedes acabar por no aguantarte ni tú mismo, ni festivos ni laborables.

De todos modos, nada de eso tiene sentido ya, porque en tu habitación no hay calendarios y cuando te veo venir desde la puerta, a contraluz, lo que menos me importa es si está amaneciendo o si se nos ha vuelto a hacer de noche. Y es que solo pienso en cómo engañarte para que te acerques a discutir si mis ojos son verdes o no y en que el reloj de tu mesilla vuelva a acabar en el suelo, hecho un lío entre la ropa y los zapatos. Ni tiempo ni distancia, ya lo ves, una fórmula de lo más sencilla.

ÉRASE UNA VEZ... EN VERONA.

Siempre saldo mis deudas. Despacio, pero lo hago. Lento pero seguro y todo ese rollo que cuento una y otra vez, ya sabes. Esta vez me ha costado 17 años, pero ya está, por fin.

Por eso tenía que volver a Verona. Lo que pasa es que para cuando he querido llegar Julieta ya se había ido. Que lo veo normal, porque 17 años son muchos años para tener esperando a alguien. Lo que sí encontré fue el cadáver del que fui –según yo- en una ocasión. Quizás era lo que andaba buscando al ir allí, después de todo. Quizás era el único sitio donde todavía podía estar. Son tantas las cosas que se han convertido en polvo, lágrimas y tinta roja desde aquella vez que me preguntaba si quedaría algo. Y ese tipo de dudas solo las saben resolver quienes están más allá del tiempo, como las esfinges o algunas ciudades.

Por eso tenía que volver a Verona. Necesitaba saber que sigo odiando a los turistas sonrosados –camisas sudadas, manchas de helado, manos temblorosas- que se agarran a la estatua de Julieta. Comprobar si, solo con el agua helada de las fuentes y mi indestructible navaja suiza –que vino también la primera vez-, podía seguir sin negociar con los terroristas de gorro blanco y carrito ambulante. Ver que algunas veces caminar hasta que los pies te duelen sí te lleva hasta alguna parte, aunque casi todo –5 euros, un entrecejo poblado y los parquímetros inflexibles- pareciera decir lo contrario.

Por eso tenía que volver a Verona. Por eso y porque soy un ludópata. Y me seguiré jugando todas las monedas en fuentes y pozos buscando la combinación que me permita regresar. Contigo.

RE-FUNDICIÓN

Este blog lleva tanto tiempo convertido en una ruina arqueológica que le hace falta algo así como una nueva puesta de largo. Un texto a medio camino entre la reinauguración y la justificación, aunque para cualquiera que me conozca un poco lo segundo es más bien innecesario, porque ya sabrá de sobra lo inconstante que soy. Difícil de encajar con ese “lento pero seguro” de mi escudo de armas, pero igual de cierto.

Por si acaso alguien tiene interés en saber por qué dejé de escribir, aparte de por mi displicencia… le diré que está muy claro: porque solo valgo para escritor maldito. Así que, visto lo visto, o lo dejo o me busco miserias nuevas, porque las viejas ya no dan más de sí. Y no porque no sean fieles como perras, pero es que al final va a ser verdad eso de que no estamos hechos para la monogamia, ni siquiera cuando se trata de penas.

Y esa es la razón. Ni más ni menos. Lo que pasa es que, después de un tiempo, se me ha ocurrido que me podría hacer costumbrista. No debería de ser muy difícil, porque si algo se me da bien aparte de tomar decisiones desastrosas es atraer a mi alrededor personajes legendarios. Sin esfuerzo ni intención ninguna, además. Creo que mi magnetismo personal lo sacaron de un outlet. Y si solo fuera lo de mi relación con las abuelas podría hacerlo pasar por vintage, pero no, esto va mucho más allá: es ese algo que convierte lo cotidiano en demencial.

Eso sí, tampoco me hago muchas ilusiones. Porque yo, como siempre, mucho hablar pero a la hora de la verdad, poquita cosa. O mucho lirili y poco lerele, que dice alguna que otra vocecita que vive en mi conciencia. Y esto es como el don de lenguas, si no se demuestra es como si no se tiene. Así que a ver si con las llamadas a la acción que he recibido es suficiente…

Además, los bombones siempre vuelven al final del verano, ¿no? Pues ya está. Bienvenidos otra vez.

NOCHE DE LOBOS


Noche de aeropuerto. Otra más. Puede que tener a mano un McDonald’s le reste un poquito de épica, pero a cambio te regala cantidades de surrealismo potencialmente infinitas.

5 de la madrugada. Enfrente, una familia evangélica. El hijo mayor recitando pasajes de la Biblia y advirtiendo a su hermano pequeño de los peligros del Enemigo, que acecha por todas partes. Aunque no hay temer, porque Dios está contigo, varón. Un poco más allá, dos mujeres solas, instaladas en la cincuentena desde hace unos años, pero sin nada más en común. Una impecablemente vestida, peinada y teñida, fular estampado con la dosis justa de exotismo salvaje. El puto reloj biológico es implacable. La otra, mochila de aventurera al lado, botas de montaña, pelo recogido. Que los relojes sean implacables no quiere decir que no haya más de un modelo. Y está claro que en el Norte de Europa hay más cosas que llegaron antes, aparte del invierno y el tartar de salmón. Ten Fe en Dios, varón. Y yo pienso que a estas horas es difícil, casi tanto como no cuestionarse la eficacia de una seguridad de aeropuerto que come montañas de hamburguesas de madrugada.

Cuatro chicas. Isleñas. Es casi imposible encontrar cuatro maletas más feas juntas. Quizás debería preguntarle al ministro evangélico qué opina. Eso y si ver a chicas sentadas encima de maletas intentando cerrarlas es algo que le hace especial gracia a Dios, porque no creo que pase un solo minuto sin que eso ocurra en algún lugar del mundo. Una especie de bucle. Hablando de bucles, es reconfortante ver que el ciclo de la vida no peligra: está a punto de empezar algo a medio camino entre un documental y una comedia adolescente. Cuento hasta 10, y antes de llegar a 6, nuestros chicos han cumplido. La mirada del cazador experto ha tardado nanosegundos en localizar a las chicas. Explosión de creatividad: están intentando convencerlas de que van de viaje a Helsinki por el cumpleaños de uno de ellos. Oh, poderoso Dios. La familia evangélica se ha ido hace rato, pero quedan muy modernas estos paréntesis en cursiva.

Entiendo que la pijería chulesca madrileña pueda irritar a muchos, pero terminar la noche en un MacDonalds de aeropuerto y entrar con los cubatas en la mano es un toque de clase acojonante. España 1, Resto del mundo 0. Por cierto, la vitrina que separa las mesas y la caja se compone de 35 tomates, 35 manzanas y 60 zanahorias en 5 filas. El minimalismo futurista siempre me ha parecido inquietante, y tan aséptico como una clase de Ciudadanía bien dada. Y también es muy moderno.

La noche se acaba. O mi espera, más bien. Me largo a la otra terminal, a ver si esta vez consigo parecer lo suficientemente peligroso como para merecer un registro.

SÍNDROMES V. SÍNDROME DE TAKOTSUBO.


Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.

Síndrome o miocardiopatía de Takotsubo: debilitamiento temporal del miocardio que puede ser desencadenado por estrés emocional, por lo que la enfermedad es conocida también como "síndrome del corazón roto".
 
Además de ludópata, soy un bocazas. No sé en qué momento se me ocurrió decir en voz alta que siempre había querido ser japonés, porque lo peor que puede pasarte con ciertos deseos es que alguien se empeñe en que se cumplan. Y tú lo hiciste. A conciencia, además.

No podía imaginar que con cada paso que daba hacia ti me metía más y más en zona de exclusión. Ni que aquello verde era uranio y no wasabi. Ese es uno de los muchos problemas que provoca querer ser japonés sin saber lo bastante de anime. Y no hablo de no distinguir entre sushi y sashimi, que eso ya es para nota. Hablo de no saber que la clave estaba en los cerditos. En ninguna otra parte. Que son el único talismán que vale, aquí y en Pekín, y que la nostalgia no se quita con madroños, por mucho que todo hubiera comenzado un domingo en Madrid. Ese fue mi fallo, ser demasiado occidental para entender que en Oriente el horizonte es símbolo de muerte. Por eso, por idiota, me marché alegremente con una oferta de trabajo como samurai nuclear en el bolsillo. Y me fui hasta el mismísimo borde del mapa, al Oeste de todo, incluso de mí mismo. Fue como hacerme el hara-kiri.

Y como todo buen suicidio ritual necesita un kaishakunin, un ayudante, apareciste tú para serlo. Joven aunque sobradamente preparada. Y con experiencia. El único problema es que entendiste las instrucciones justo al revés, que no es lo mismo que leerlas de derecha a izquierda, y lo que debería haber sido algo rápido y sin dolor se convirtió en una agonía inacabable. Como las piernas de las chicas manga, como los partidos de Oliver y Benji. O la gota de agua.

Lo nuestro no tenía ni pies ni cabeza, eso lo podía ver cualquiera. Incluso yo, si me apuras, pero no podía permitirme fracasar, otra vez no, así que reuní toda la épica de la que fui capaz para mantenerlo a flote. Por eso, aunque ya sabía que en los grandes horrores no hay literatura, decidí hacerle caso al poeta, que recomienda ser como el pulpo, ese gran maestro del camuflaje. Así que me adapté a sus costumbres, a las tuyas. Me apunté a la piscina, a la autoescuela, a clases de francés. Hasta subí en la montaña rusa, con el vértigo que tengo. Todo menos reconocer el error. “Sostenella y no enmendalla”, como si fuera el puto Cid. O un héroe homérico. O un samurai. No son mundos tan alejados. Culturas de la vergüenza las llaman: el honor como algo incuestionable, el valor supremo. Igual que el papel envuelve a la piedra o que el policía es más que el semáforo. Y que nadie meta a la moral en la ecuación.

Gota a gota, al final aquello se convirtió en una trampa. Y no había manera de salir de allí. Menos mal que siempre llevo mis palillos encima, porque no era algo que se pudiera arreglar con un poquito de bálsamo del tigre. Y ojo, que te lo dice alguien que va a los restaurantes a que le hagan acupuntura en vivo. Te aseguro que si no es por los palillos hubiera acabado como Diógenes, que se asfixió comiendo pulpo. Aunque bueno, a mí casi me mató un calamar. ¿No te lo había contado? Pues sí, y él no lo sé, pero yo me lo hubiera tenido bien merecido, porque comer calamares en un congreso sobre la caza en la Edad Media clama al cielo. Si es que se me parte el corazón solo de pensarlo.

En fin, que salvé el pellejo. Y como los orientales son grandes ludópatas y yo de eso sé algo, mientras decido qué hacer me dedico a las apuestas. Carreras de sushi. Ilegales, claro, porque yo soy así. Estoy hecho todo un ronin.

Por cierto, ¿sabes lo que quiere decir Takotsubo? Trampa para pulpos. Luego que por qué lo digo: putas etimologías. Y putos síndromes.

PARADOJAS I. EL GATO DE SCHRÖDINGER.


(…) y la curiosidad, madre de la decepción
y de la vida, no acabará nunca
José Bruno

Paradoja: Ret. Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción.
Paradoja del gato de Schrödinger: un gato se coloca en una caja sellada y opaca junto con una botella de gas venenoso y un dispositivo radiactivo. Dicho dispositivo tiene un 50% de posibilidades de romperse, lo que liberaría el veneno y mataría al gato. Por ello, según la interpretación de la mecánica cuántica de Schrödinger, después de un tiempo y hasta el momento en que se abre la caja, el gato está a la vez vivo y muerto.


Gatos. Tienen un serio problema con la curiosidad esos bichos. Pero no me dan ninguna pena. No me fío de ellos, ni tampoco de los técnicos de ADSL y los filósofos ridículos que citan a Nietzsche para seducir azafatas. Y menos todavía cuando hay ron por medio, por eso mis movimientos se reducen casi hasta la total inmovilidad cuando bebo. Porque son como los dinosaurios, si te quedas callado y quieto el tiempo suficiente acaban por marcharse.

Pero de los tres los peores son, sin duda, los gatos. Me lo advirtió mi amiga la cebra que contaba cuentos. Una noche me contó el de aquel minino cruel que aprendió a hablar cebraico. El muy cabrón lo hizo para raptar cebrillas incautas, porque sabía que las engañaría con su acento meloso y le dejarían acompañarlas a casa. Se le humedecieron los ojos mientras hablaba, creo que porque también el gato de su novia había sido más listo que él. Se le perdió la mirada y empezó a murmurar algo de que aquel miserable recibió su merecido cuando se fue a dormir y se quitó las botas.

No quise preguntar, pero al oír aquello pensé en tus tacones, y en lo demoledora que resultaba la combinación de unas buenas piernas con el existencialismo alemán. Ni todas las categorías de Kant pueden oponerse a eso. Eso sí, te equivocaste al pensar que todos los estudiantes de filosofía eran interesantes: no hay más que machos alfa con necesidad de reafirmarse o idealistas inocentes. Y nunca tuviste claro cuáles te gustan menos. Recuerdo lo mucho que te decepcionó aquella revelación; tanto que decidiste quedarte con tu gato.

Tu gato que, por cierto, me mira fatal, aunque si te soy sincero me da lo mismo. El tiempo corre a mi favor -¿verdad, Mick? Solo tengo que dejar abierta la caja y esperar a que se meta en ella; entonces tendré vía libre para acercarme a ti. ¿Ves? Ya está dentro. Y me da igual lo que le pase, porque no pienso volver a abrirla. Siempre ha sido mal negocio eso de destapar cajas, por más bonitas que sean por fuera. Sobre todo si tienes síndrome de Diógenes, como es mi caso. Nunca sabes lo que te vas a encontrar.

Ahora solo tengo que esperar a que llegues y darte tu regalo. O mejor, voy a buscarte. Aunque quizás debería echarle un vistazo, porque lleva mucho guardado. Lo que pasa es que no sé qué me da más miedo: si abrir la caja y encontrar las galletas que te compré igual de roídas que lo estoy yo por dentro o que estén intactas y en vez de “cómeme” me digan que todavía puedo llevártelas. Por eso no la abro. Ni la caja ni la bolsa donde la metí. Ni el baúl donde las puse. Se me da bien construir matrioskas, casi tanto como fabricar laberintos.

PATCHWORK


Es curioso cómo se rompen las cosas. Por un momento se quedan todos los pedazos ahí, tan quietos que casi podrías juntarlos de memoria. Ves claramente dónde y cómo debe estar colocado cada uno y apenas un instante después la imagen desaparece de tu retina. Entonces ya solo tienes mil fragmentos. Sin vuelta atrás. Tardas en asimilarlo, pero es así.

Dicen que pasa lo mismo con las personas. Mi padre me contaba –además de historias japonesas de fantasmas- que en la guerra, cuando las bombas explotaban en los túneles, la onda expansiva salía por las bocas de metro. Él lo había visto, había visto hombres sin cabeza seguir caminando durante unos metros, dar todavía algunos pasos antes de que el cuerpo cayera al suelo. Cuando te rompes por dentro es justo así. La inercia te lleva y continúas en pie aunque no seas más que un envoltorio vacío, un dragón chino, para entendernos. Pero en el momento en que te das cuenta todo se viene abajo. Y no cuentes con que haya nadie allí para sujetarte, porque nadie se queda cuando huele a butano ni hay talismanes que valgan.

La cuestión es decidir qué hacer entonces. En mi caso, sé que antes o después me marcharé a una isla. Estar al nivel del mar es algo que te hace sentir a salvo cuando tienes vértigo, y yo lo tengo. Vértigo, porque cabeza no, por eso acabo subido en el primer relámpago que pasa cerca. Y luego llega el mal de altura, claro. Así que a pesar de los barrancos, una isla me parece la mejor opción. Mykonos, para más señas. ¿Que por qué precisamente allí? Sé que podría haber elegido cualquier otra, porque al fin y al cabo todas están rotas por dentro, pero es que en Mykonos los pelícanos son especialmente amigables.

Está claro que siempre puede venir un golpe de viento y lanzarlo todo por los aires. O un turista inglés que te sodomice hasta morir. Pero creo que merece la pena arriesgarse.  Sí, allí estaré tranquilo. Quizás hasta ponga un taller de costura, porque de la tela nunca, nunca saltan esquirlas…