“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

EL BRAHMÁN FELIZ Y EL PAPAGAYO ENCANTADO

Juraría que una vez, una sola, me miré al espejo y vi los 33 signos de la felicidad de que hablaban los brahmanes. Fue mucho antes de conoceros a ti, a Borges y al gato del callejón, cuando los espejos no eran más que eso, espejos. Intenté explicártelo un día, pero se habían borrado, y por más esquemas de migas de pan, pelusas de ombligo y cáscaras de pipa que te hice no conseguí que me entendieras.

Y es que tenías miedo de perderte leyendo entre líneas demasiado complejas y por eso entonces a mí se me ocurrió que podíamos hacernos pequeños y colarnos entre ellas. Pero me dijiste que no podía ser, que para eso deberíamos comer menos chocolate, que jugar con las proporciones de gas y cacao en la fórmula no servía de nada. Yo te propuse pasar por encima, pero tú no sabías volar –por eso ibas siempre descalza, para que el frío del suelo no te dejara olvidarlo- y a mi ángel de la guarda le habían arrancado las alas una a una hace ya tiempo. El tuyo era incapaz de remontar el vuelo –también comía demasiado chocolate- y, al fin y al cabo, yo le tengo pánico a las alturas, así que me di cuenta de que era una idea absurda.

Y al final pasó. Al final se me acabaron los cuentos con que retenerte. 745 noches. Lo mismo da. Lejos de las 1001, en todo caso, aunque no estuviera en juego mi cabeza. Bueno, en realidad sí, siempre lo había estado, pero no fue una decapitación al uso, sino más bien como irse cortando el cuello con una hoja de papel.

No puedo decir que no estuviera avisado. Hasta los echadores de cartas más infames de todas las televisiones locales parecían saberlo, y me lo dijeron, pero no les creí. Pensé que iban de farol. El del turbante y la dentadura de oro más que ningún otro. Hubiera podido verlo en los  posos del café, pero no tienes esa opción cuando estás enganchado a una tetera. Y me pareció una casualidad que las manchas de pasta de dientes en el espejo tuvieran forma de guillotina, sinceramente. Hasta me reí, mientras me ponía mi mejor camisa de segunda mano. La de color mostaza.

Mírame ahora. Hace noches que no me quito las lentillas para intentar que se me sequen los ojos del todo y solo he conseguido que escuezan. Y que sangren. Habría tenido que tirar todas mis sábanas si no me acabara de hacer daltónico. Afortunado en juegos, claro, aunque sean de ropa de cama.

Mi único consuelo es que aguanté más que el papagayo encantado, aunque bueno, también es que si no soy capaz de ganarle a un papagayo, por muy mágico que sea, ya me dirás. Claro, que podría discutirse, porque al fin y al cabo, él tuvo a su dueña alejada de amantes 79 noches y bueno, tú y yo sabemos lo que hacías ciertas madrugadas…

ROJO Y NEGRO (Un regalo de cumpleaños)

Querías que te regalara un color por tu cumpleaños. Que cada uno de nosotros lo hiciera. Esa pequeña máquina con la que nos retratas sin descanso los necesita para alimentarse. Reconozco que no pensé que fuera tan difícil. Todo son colores, al fin y al cabo. Incluso aquellas cosas que no podemos ver tratamos de teñirlas de algún color para conjurar el vértigo, como hacía la encantadora niña amante de los erizos, que pintó a sus fantasmas de añil porque se le escondían, camuflados en el blanco de las paredes del pasillo. Blanca es también la Locura, la Esperanza verde, roja la Pasión y gris la Nada.
Todo eso pensé, y solo conseguí verme envuelto en un delirio cromático con forma de espiral. Y sin tu regalo. Escuchaba a los Rolling mientras. "I see a red door and I want it painted black". Soy bastante obvio buscando inspiraciones, lo sé, pero es que no solo soy mediocre como prestidigitador o como jardinero. Y no será que no lo repito veces. Así que acabé por recurrir a mi vida, que es lo único que tengo y lo único que puedo darte, para bien o para mal...

Cuando empezó, todo era negro. Las mañanas de los sábados, con las persianas casi cerradas y la televisión sin colores, el café de mi padre y hasta mis manualidades en  el colegio, para terror de las profesoras. De mi padre, que era pintor, recuerdo también sus bocetos a carbón, los dibujos a pluma, el olor de la pintura y el disolvente. Pero nunca colores. Así que puede decirse que mi felicidad era monocromática, y supongo que por eso siempre me pareció estúpido el cubo de Rubik, con todas aquellas caras iguales. Y que me gustan tanto los perros, porque solo ven en sepia. Todo negro, como te decía, aunque con unas motitas de rojo, pequeñas concesiones apenas, como la camiseta de mis primeras fotos jugando en el parque, como aquellas peinetas que solía llevar mi madre, inseparables de su capa negra. Nunca me paré demasiado a pensar en ello. Entonces aún no sabía que los oráculos se divierten dejando señales en las cosas más intrascendentes. Ni que al final nos llevan a la ruina.

Y un día, de pronto, me arrebataron el negro. Y me lo cambiaron por una maraña de labios amoratados, ojos enrojecidos y flores muy blancas. Por primera vez fui consciente de que había colores, y dolor, y miedo. Sobre todo dolor. Por eso me hice daltónico, porque sin saber cómo frenar aquello, no distinguir el color de los semáforos resultaba el único pasatiempo fascinante. Hasta que encontré un rojo que ni todo ese daltonismo nihilista mío pudo negar. Su pelo, sus labios, que sabían cambiar los tonos sin dejar de ser rojos, sin dejar de ser un solo color, rosado aquellos días que me arrinconaban mis miedos, naranja cuando desfallecía de hambre, rojo intenso si me mataba la sed. No pude hacer otra cosa que dejarme envolver. Y como por aquel entonces era joven e imprudente y creía saber algo de oráculos, sonreí.

Por eso tardé en darme cuenta de que volvía a percibir otros colores. Y cuando lo hice fue tarde. Flores amarillas y violetas sobre las aceras, un otoño cualquiera. Quizás en Portugal. Y no supe qué hacer con todo aquel miedo que volvió de repente. Lloré, crucé los dedos, recé, volví a llorar, pero sabiendo que era inútil. Y supliqué, supliqué que por lo menos algún día pudiera perdonarme lo que iba a pasar.

Intenté huir de aquella tortura multicolor buscando de nuevo refugio en el daltonismo. Pero siempre es lo mismo cuando vuelves la vista atrás: estatuas de sal que te meten los dedos en los ojos, que te dejan en carne viva las manos al abrazarlas y luego se dedican a lamerte las heridas. Por eso los dioses vengadores y los ídolos sanguinarios ya no prohíben nada, porque se han dado cuenta de que es mucho más divertido dejar que hagamos nosotros el trabajo sucio. Supongo que enloquecí. Entonces la encontré y ni siquiera me fijé en que el rojo de sus uñas, de sus labios, de su pelo cobrizo y hasta de su ropa iba dejando un sospechoso rastro tras de sí. Y que nunca, nunca, me dejaba leer el periódico, ni encender la televisión a la hora de comer.

Poco a poco me obsesioné por teñirlo todo de rojo, porque ya ni siquiera recordaba lo que era el negro, pero seguía necesitando que solo hubiera un color. Y resultó que los cinco litros de sangre de un hombre adulto no son suficientes, por difícil que sea de creer. Llenaba cuadernos enteros haciendo cuentas. Taponaba pacientemente mis heridas después de cada incisión, como hacen los Masai con sus vacas. Pero no valió de nada, nunca fue bastante, aunque me desangré sin remedio para que no le faltaran las cerezas, ni la tarta de fresa ni, sobre todo eso, los zapatos que quería por su cumpleaños. Lo hice sabiendo lo que me esperaba, porque el único que no podría dejar de bailar cuando llevara puestos aquellos zapatos rojos sería yo. Y los llevaba casi siempre. Por eso le pedí que me cortara la cabeza, pero no quiso: “los cuchillos son para cortar la tarta, tonto. Anda, ponme otro poco. Y baila un ratito más, que te pones muy gracioso”. Al final me la corté yo, porque ahora ya sí sabía a qué jugaban de verdad los oráculos.

Por eso lo hice con una hoja de papel.

Leo todo esto y me doy cuenta de que con cuentos así no voy a ser capaz de retenerte ni una sola noche más. La debilidad por la pérdida de sangre no es excusa. Ni tampoco es culpa de ningún diosecillo cruel. Deberías haber comprado aquel papagayo encantado, como te recomendó el viejo de la tienda, y no una cabeza de mirada triste, que encima solo ve en sepia, como los perros. Aunque sepa felicitarte en lenguas perdidas ya en el polvo y el tiempo.



Escribí esto para una persona (en) especial  y no pensaba
que éste fuera su sitio. 
Pero me puede la ilusión de saber que le gustó, 
y de alguna forma quería regalárselo otra vez. 
Algunos ya lo habrán leído. Espero que no les importe.