“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

SÍNDROMES (I)

Síndrome: sust. Del griego syndromos, concurso. Conjunto de síntomas que constituyen una patología.

Putas etimologías. Estaba claro: un ludópata que había estudiado griego tenía que acabar consiguiendo la colección completa sí o sí. Empezando por el de Estocolmo, o sea, por ti.

El conocimiento es dolor, que se lo digan a Edipo, pero la verdad es que si hubiera consultado el diccionario antes no habría tardado tanto en entender mi fascinación por recorrer los pasillos de Ikea. Ni tu insistencia en llevarme. Y es que podía pasarme las tardes muertas allí, viendo estanterías y dormitorios con nombres élficos, comprando cosas para casas que nunca iban a ser mías más que por unas horas pero que me hacían perder algo para siempre. Y aún así me encantaba, y siempre volvía, aunque lo hiciera cada vez más vacío, más roto; aunque antes o después apareciera Ortega y Gasset en una sección cualquiera –espejos, por ejemplo- para reírse en mi cara y abofetearme con un tomo de sus obras completas. ¿El conocimiento es dolor sí o no?

-          “¿Quién tenía razón, eh, capullo?”

-          “Usted, Don José, usted. Las circunstancias son la clave, pero no me pegue más, hombre”.

Me hacía repetirlo tres veces. Del derecho y del revés, como haces con los discos para escuchar el mensaje satánico oculto. O con la canción del Colacao para que tu hermano deje de hacerte cosquillas. Luego se iba, ajustándose la placa con su nombre y murmurando insultos, y yo me quedaba con cara de bobo, preguntándome desde cuándo los filósofos utilizaban la palabra capullo. Y pensando lo duro que estaba el mercado de trabajo.

La risita que se oía por detrás era la tuya; me estabas mirando desde la puerta de una cocina falsa y me decías que entrara de una vez, que ya estaba el salmón listo y había que poner la mesa. Y yo me ponía a ello mientras tú atendías al del gas, aunque no acababa de entender qué era lo que tenía que revisar en el dormitorio –también falso, bueno, menos la cama- ni por qué llevaba una funda de guitarra en vez de una caja de herramientas. Pero luego tú venías tan sonriente para cenar que dejaba de darle vueltas a todo, incluso a que siempre había creído que el color salmón era rosado y no verdoso.

Y es que se está tan bien en casa con alguien que te cuida… No entiendo las muecas extrañas que hacen mis amigos cuando les cuento estas cosas, aunque como tú dices… lo mejor es hacerse el sueco. Si seguro que es cosa de envidia, como casi todo en este país. En cuanto podamos nos marchamos. Al norte.

En fin, que ya no sé ni de lo que estaba hablando. ¿Síndrome de Estocolmo? Ni idea, no había oído hablar de eso en mi vida. ¿Es una de las novelas del tío ese de gafas que se murió?

CUMPLEAÑOS

Hoy no voy a contar ninguna historia. Hoy voy a hacer una propuesta, nada original, desde luego, pero a los exiliados no se nos debería echar en cara vivir un poco del recuerdo. El día 10 de diciembre es mi cumpleaños y me acerco peligrosamente a la edad de Cristo. Una vez me regalaron un texto y es uno de los pocos momentos precisos de felicidad que puedo recordar últimamente.

Quizás no funcione, pero decían los antiguos que la repetición exacta de los rituales era la clave para renovar sus efectos. Habrá que intentarlo. Por eso os pido textos, desde hoy hasta ese preciso día, a las 12 de la noche, en que me convertiré en otra cosa, no sé si mejor o peor.

¿Sobre qué escribir? Podría proponer alguno de los temas extraños que suelen pasar por mi cabeza. Tacones rojos, soldaditos de plomo, lémures o mandrágoras, comedores de corazones y papayas parlantes… Si tuviera que decir uno, serían los temores infantiles, o esos miedos absurdos que nos persiguen de forma irracional aún hoy, como el óxido o los relojes. El que quiera, puede regalármelos. El que no… puede coger cualquiera de las pequeñas locuras que he ido dejando caer aquí y continuarla, contestarla, darle la vuelta. Dejaron de ser solo mías hace tiempo. Pero en realidad, me da igual de lo que sean.

Mentiría si dijera que no espero nada. Soy uno de esos malditos sentimentales, aunque creo que eso no es un secreto, sobre todo para las chicas de ojos multicolores, las amigas de los erizos y los gatos, de las cámaras instantáneas, del peligro y el vértigo. Incluso las devoradoras de cerezas y los obsesos de los ciervos lo saben, y también algún advenedizo que otro. En realidad creo que todos lo saben.

Alguna recompensa habrá, por supuesto, aunque aún no sé cuál. Es difícil saber lo que puede ofrecer quien necesita que alguien lo salve de sí mismo.


Enviad lo que quiera que sea a mi correo. Es el que viene en mi perfil: copelius@hotmail.com

EL WENDIGO Y LA MANDRÁGORA

Estoy ya cansado de huir. Me siento en una terraza y pido café con leche. Con hielo. Por primera vez, me lo traen sin preguntar lo que es. En la mano, como siempre últimamente, el libro de Burroughs. Dejo de contener la respiración, bebo despacio, miro hacia la playa, hacia el paseo, la gente que viene y va. Un albatros sobre una roca que la marea ha dejado al descubierto. Una colilla sin apagar. El viejo tullido que vende lotería la mira y la coge. Hay muchos más, pero no venden nada, se limitan a estar viejos y tullidos. Una jubilada con pareo de leopardo lo mira con desprecio desde la mesa de al lado. Levanto la vista al cielo, pero tampoco esta vez caerá ningún rayo para hacer justicia. Escupo cerca de ella, no lo suficiente para que parezca premeditado, pero lo bastante como para que el viejo se dé cuenta del gesto y me guiñe un ojo, creo que de cristal. A pesar de esa pequeña satisfacción, todavía no puedo escribir.

Pago y me voy. Camino despacio, con el mar siempre a mi izquierda. La luz y el murmullo continuo me devuelven una calma que no recordaba ya. Pero sé que no están bien las cosas, que debería apartarme. El mar está hecho para arrastrar las miradas lejos, muy lejos, y la mía está demasiado perdida. Necesito algo que la sujete y la devuelva aquí, que me devuelva aquí a mí, porque me siento cada vez más distante, más ajeno a todo lo que me rodea.

Me siento en otra terraza y pido más café con hielo. Aquí también parecen saber lo que es. Quizás el fantasma de la taza de té me haya perdonado ya mi traición. Cierro con fuerza los ojos, como si el horizonte me los fuera a arrancar en cuanto abra los párpados. Y sin embargo estoy en paz. He podido escribir, y terminar algo al fin, después de mucho tiempo. Un niño se para delante de mí, me saluda con la mano y se ríe. Le devuelvo las dos cosas, la sonrisa y el saludo. Nos entendemos. Creo que los niños son los únicos que pueden ver lo que hay debajo de mi barba, de cualquier barba, los únicos que comparten la certeza de que el horizonte es un abismo, porque todavía entienden la verdadera gravedad de las cosas.

El libro está sobre la mesa, sin abrir. No me hace falta leer. Vuelvo a escuchar a Burroughs gritando en mi cabeza como una mandrágora. Y ya no hay paz, sino la inevitable y pegajosa lascivia que se destila de cada una de sus palabras. Noto cómo todos mis nervios se estremecen, se erizan uno a uno, con una punzada. Imposible luchar. Tengo que alejarme de la playa, de la gente y de todos los pensamientos oscuros que ahora mismo me provoca casi cualquier ser humano.

Habrá que seguir huyendo.

NO MIRES A LOS OJOS DE LA GENTE

Nunca paraban de repetirme que no mirara a los ojos de la gente, y me dieron muchos golpes bajos para quitarme la costumbre. Pero a pesar de todo a veces me olvido y levanto la vista. Y siempre me doy cuenta tarde de lo peligroso que es.

Hoy me ha pasado de nuevo. Esta misma tarde, en el paseo marítimo. Gente caminando, corriendo, mirando el mar sin entender nada; músicos callejeros que solo tocan para ellos, para darse una tregua y no escuchar la voz que desde dentro les recuerda sus fracasos. Lo de siempre. Y sentada en una mesa de una terraza, sola, una niña. Pequeña, no más de 7 años, muy interesada en un vaso lleno de helado de vainilla que remueve con un barquillo. De pronto me ha mirado fijamente, con la constancia e imprudencia que solo se tiene a esa edad, y la certeza me ha arrollado sin dejar tiempo para que me apartara, como un tren, como una horda de hunos desquiciados. La certeza de que he llegado 20 años pronto para enamorarme de ella, de que nunca llego a ninguna parte cuando tengo que hacerlo y que la relatividad del tiempo solo sirve para ver en los ojos de ciertas personas la que serán algún día o la que dejaron de ser hace años. Y que las has perdido sin llegar a tenerlas.

He echado a andar espantado, a punto de correr, notando como la suela de esparto se iba deshaciendo bajo mis pies. Pero para nada. No hace falta escuchar tangos para saber que es inútil marcharse. En una plaza miserable, arrancada a la fuerza de entre las casas, con tres o cuatro de esas palmeras que se agitan como riéndose de todo, una viejecita sentada en un banco, dejando caer al suelo migas de pan duro para animales que no estaban allí aún. Esta vez vi las luces, escuché los caballos venir, pero no me molesté en apartarme. Sabía que iba a mirarme, sabía lo que iba a ver en sus ojos. La tristeza de saber que ella tampoco había llegado a tiempo, el mismo desconsuelo que llevaba yo todavía cosido en las pestañas.

Hizo ademán de levantarse, pero negué con la cabeza. Yo todavía podía correr, así que huiría por ella. Era lo menos que podía hacer. Además, quizás fuera yo el que llegaba tarde…