“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

RENOVARSE O MORIR

Hay que saber adaptarse a los tiempos, está claro, y para mí que ella lo ha hecho a la perfección. Su casa había ido dejando poco a poco de ser frecuentada. Quizás solo fuera casualidad, quizás tuviera que ver con las nuevas rutas comerciales y turísticas que fijaban sus ojos en destinos mucho más exóticos. Tal vez no había razón para pensar, como ella hacía, en las malas lenguas, pero su decadencia era un hecho.

Por eso tomó una decisión. No era ya momento para deshacerse de aquella enorme cantidad de animales, así que los embarcó en un gigantesco contenedor con destino a España. Durante los días que pasó en Barcelona, mientras se tramitaban los permisos necesarios, valoró la posibilidad de quedarse allí. Una ciudad cosmopolita, con mar… pero acabó descartando la idea. No soportaba un contacto humano tan intenso y continuado y, por otra parte, había acabado por aburrirse del mar después de tantos años viviendo casi a su orilla. Por eso siguió hacia el interior y se instaló en el centro mismo de Castilla. No tardó en encontrar el local ideal para abrir su negocio, en pleno casco histórico, al lado del viejo mercado. Tampoco le costó encontrar personal dispuesto a trabajar para ella. Eso sí, solo mujeres. Jamás volvería a confiar en un hombre después de lo que él le había hecho.

La inauguración fue un éxito y desde entonces la clientela no hizo más que aumentar, atraídos por un vino excelente y un jamón delicioso. A la gente le resultaba un tanto extraño que alguien venido de fuera demostrara ese dominio de la gastronomía local, pero todas las posibles reticencias que tuvieran, tan propias del carácter de la zona, se diluían ante la simpatía desbordante de la dueña, encantadora siempre y capaz de hacer que las horas allí pasaran como si fueran suspiros. Había algo casi mágico en ello, en su forma de mover las manos, de mirarte a los ojos mientras te hablaba, con ese acento tan exótico y cálido que te envolvía por completo.

Sin embargo, si uno era capaz de observar con distancia, cosa que no era nada fácil, se daba cuenta de que, en el fondo, siempre había una nota triste en sus palabras y gestos. Cuando únicamente era de verdad feliz y su sonrisa brillaba del todo sincera era cuando se ocupaba de cortar jamón. Cogía su cuchillo, una pieza muy curiosa con aspecto de daga antigua que había traído con ella y que solamente ella podía tocar -yo la vi despedir de manera fulminante a una camarera que no se tomó en serio la advertencia-, y con movimientos calculados y precisos comenzaba el corte. Láminas perfectas, finas hasta ser casi capaces de dejar pasar la luz a través de ellas, caían una tras otra sobre la bandeja. La mirada perdida muy lejos en el tiempo y en el espacio pero con una expresión inconfundible de placer y satisfacción. Siempre he creído que pensaba en él mientras lo hacía.


En fin, quizás estoy divagando, porque lo único que pretendía era hacer una recomendación por si algún día, amigo viajero, estás por la ciudad y buscas un sitio donde comer bien. Recuerda: junto al viejo mercado de hierro, no tiene pérdida. ¿Su nombre? Circe, claro.

MULTIVERSO (y7)

Gianni mueve la copa antes de beber. La hace girar en círculos pequeños con movimientos rápidos de muñeca. Después, dejando claro que la celeridad del gesto tiene que ver con la seguridad del experto, la levanta con parsimonia y la lleva a la altura de la nariz. Aspira los aromas del vino como si estuviera en trance -ojos casi en blanco, un leve temblor en los labios-, observa el líquido a contraluz y el rastro que deja sobre el cristal -lágrima, diría él- y después, con idéntica lentitud, se acerca la copa a la boca y, por fin, bebe. Entonces su mirada parece perderse a kilómetros de distancia, en otra dimensión quizás, mientras anota mentalmente cada una de sus propiedades, comparándolo con los muchos caldos ya catados. Segundos de espera y una medio sonrisa satisfecha deja ver que ya tiene su veredicto. Entonces, y solo entonces, apoya la copa sobre la mesa, mira a su alrededor e inicia la conversación.

Gianni, claro, tiene entre sus amistades fama de culto, de hombre de mundo. Sus opiniones son solicitadas y escuchadas con respeto. Yo lo conozco poco, la verdad, pero lo veo mover la copa y para mí que la mueve mucho. Que la impaciencia con que lo hace es la del que está comprobando si ha captado tanta atención como quería. Veo los gestos y pienso que si cambiáramos la mesa de restaurante por un carromato de feria apenas se notaría la diferencia. Un auténtico fraude.

Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero el otro día aproveché que coincidimos para ponerlo a prueba. Y lo he disfrutado. Hablar de un escritor que no existe y que alguien se confiese no solo admirador suyo sino gran conocedor de su obra es uno de esos pequeños placeres vitales que no están suficientemente valorados.


En fin, que por eso -entre otras cosas- no me gustaría ser Gianni. Porque para mí que es un poquito gilipollas.