“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

DARWINISMO Y TOSTADAS

Quizás haya llegado el momento de cambiar de color, como decía aquel viejo chiste del camaleón y el semáforo. Va a ser difícil, pero si hay alguien a quien puedo confiarle mis inquietudes cromáticas es a ti. Porque contigo el negro nunca me ha dejado restos de carbón entre los dedos ni ceniza en la garganta, como me pasaba siempre, y de ti no tengo ni un solo recuerdo rojo. Y no por una cuestión de daltonismo, porque sé perfectamente que los ojos del Príncipe Feliz no eran del mismo color que la hierba en la que nos tumbamos cuando te dije te quiero.

Lo que sí recuerdo es que las dos cosas te hicieron llorar. Lo que sé también es que nunca debí dejar de hacerte llorar así. No debí alejarme. Probablemente no habría tenido que pasar tantas madrugadas de ventana en ventana, mirando lejos y atrás, que es casi lo mismo… Lo mismo que esos lemures que pasan río abajo sentados en troncos y contemplando la orilla pensativos y con ojos tristes, porque saben que no hay lugar para ellos, que están condenados a moverse sin parar pero sin avanzar en realidad un solo metro. Como las putas en sus aceras o tú en mis pesadillas.

Así que sí, va a ser difícil, porque al final resultó que era yo el que más tenía que aprender de Virgilio: Eneas entendió a la tercera que no se puede abrazar a un fantasma; yo me he quedado ya sin dedos con que contar los intentos. Por eso acabé bajando a los infiernos. Y allí ni Neruda ni los filósofos urbanos pueden ayudarte. Pero acabas por salir, aunque te persiga una legión de ratas para pedirte el pasaporte. Suerte que en el bocadillo que me llevaste en vez de una lima metiste a Andersen, si no jamás se me hubiera ocurrido saltar dentro de aquel pez. También es que Jonás me había asegurado que habían dejado el negocio de los espaldas mojadas. Menos mal que adivinaste que siempre me gustó el soldadito de plomo. Solo tú podías hacerlo.

Pero no, no se me olvida que va a ser difícil, porque el camino es largo y no todas las baldosas son amarillas. Y porque si hay algo realmente bíblico en todo esto es mi idiotez, como cuando me conseguiste una guerrera de oficial británico y la perdí porque no llegué a merecerla y solo me parecí al soldadito en que vi cómo el aire te arrastraba lejos, como a la bailarina de papel. Por suerte te sacó de allí sin arrojarte al fuego y solo ardí yo, en mi propia estupidez, y me quedé, con los pies llenos de plomo, bailando valses y polkas aún más estúpidos que yo con la muñeca de una sola pierna.

Debería haber escuchado con más atención a mi padre, porque él leyó a Andersen antes que yo y ya sabía de los duendes negros y lo crueles que pueden llegar a ser. Pero da igual, porque tengo un as en la manga, que ni los wendigos ni los duendes negros saben. Ni siquiera tú.  Y es que por muy grande que me lo quieran hacer, para mí el mundo siempre terminará en tus pies y quiero tener una casa en el confín de la tierra. Cuando llegue te llevaré a desayunar al mercado para celebrarlo. Con tostadas, claro. Eso sí, tiene que ser al amanecer, porque a esa hora no se pueden negar los colores. Ni aunque te tapes los ojos.

DESTELLOS

Acabo de darme cuenta. Ya no han vuelto a aparecer pelusas en mi ombligo. Esas que guardabas con tanto mimo en el pequeño monedero verde. Esas que me enseñabas a veces como un tesoro. Y lo peor es que no me acuerdo de cuándo dejé de buscarlas. Quiero pensar que se han ido contigo. Que están bien. Solo espero que algún día puedan perdonarme. Diles que lo siento, por favor. Que lo siento mucho.
Yo trataba de hacerte entrar en razón, pero tú no me tomabas en serio y me dabas largas. Claro que el mundo no va a implosionar, ni se te aparecerá el espíritu que surge a tu espalda para comerse tu cabeza cuando pronuncias tres veces el nombre de Heidi delante de un espejo. Es mucho peor. Si no dejas de decir esas cosas, de quejarte, te va a salir barbita y un bigote como de broma, tu pelo se volverá negro y te convertirás en mí: te llamarán Enrique la  Quejica. Y no se te ocurra venirme llorando entonces.

Por un momento llego a creer que te he conseguido asustar de verdad, porque te quedas callada, pensando, pero después, con una sonrisa, me dices que es una suerte, que tú siempre habías querido ser un chico. Al principio no le vi la gracia por ninguna parte, pero se me encendió una lucecita y me di cuenta de lo que suponía: yo siempre había querido ser japonés de mayor y tú eras especialista en engañarme como un chino. Quizás resultara.

Ahora solo queda discutir los detalles. Desde luego, llevaremos tu pelo ideal del siglo XVIII y mi barba pelirroja. Si me dejas hacerme moños samurais, claro. A cambio yo prometo afeitarme más a menudo. Donde nos va a costar ponernos de acuerdo es en el color de los ojos. “Los míos ni son azules, ni son verdes, ni son grises… no son ojos”, me dirás, pero deberías tener en cuenta que estás hablando con el tipo de los ojos marrón verdoso. Y eso, te pongas como te pongas, es como irte de vacaciones con un viaje organizado, tipo “Burundi mágico”, “Albacete desconocido” o “Iglúes con encanto”. Que viajas, pero no viajas. Tienes ojos, pero nadie te presta la menor atención, y necesitas caminar en un ángulo de 37° y rezar para que las condiciones de luz y humedad sean las precisas, o que la gente vaya muy pasada de bebidas energéticas, para poder afirmar que son verdes. O pagar, claro.

Pero en el fondo todo esto no son más que minucias. He conseguido mudarme a tu cerebro. Así, de casualidad. Y mira que lo había intentado veces, con anillos de palomita de maíz, una casita de veraneo en el lago Baikal y hasta tratando de intoxicarte con caramelos de jengibre. Y nada. Lo pienso y me da un ataque de risa. Me miras, divertida, con esos ojos que tienen todos los colores del mundo y me preguntas qué pasa, que si me he vuelto loco. Y yo te digo que probablemente sí, te cojo de la mano y te llevo a tomar un café vienés.

MALA MEMORIA

Tú y yo sabemos lo que hacías ciertas madrugadas…

A veces, si pienso mucho en eso, consigo reunir un poco de rabia, pero soy un desastre, y solo sé lanzar cuchillos si es delante de un espejo. Una verdadera lástima, porque nunca fallo. Todos alcanzan puntos vitales. Cuando he perdido ya sangre bastante y el pulso me empieza a temblar los guardo, aunque no sé por qué me molesto, porque al despertar siempre hay cuchillos en el cajón. Desde que puedo recordar. Me visto y salgo a la calle, que los perros de sal me esperan, ansiosos por lamer mis heridas. Rebuscan entre la basura, haciendo tiempo con la perseverancia de las cosas inertes, hasta que aparezco por la puerta. Entonces me miran con sus ojos blancos y vacíos y me siguen.

Y yo camino intentando no volver la cabeza, porque sé lo que pasará si lo hago, porque sé que se me echarían encima y me obligarían a recordarlo todo, hasta hacerme confesar a gritos que no sé vivir sin ese castigo, aunque sea el peor de todos los que se me ocurren, aunque sea excesivo hasta para el más miserable de los dioses griegos. Y solo porque siempre creí que uno nunca llegaba tan lejos si no era para seguir.
Solo me detengo cuando veo ese enorme cartel luminoso: “Si te cortas la cabeza con una hoja de papel te regalamos este fantástico ordenador portátil”. Qué casualidad. Lo que mejor se me da. Y además, tengo casi todo el trabajo ya hecho. Demasiada tentación para un sadomousesoquista como yo. Así que en cuanto abren me planto delante de la mesa del director de la sucursal, dejo encima una bolsa con todo lo que he ahorrado pelando pipas y le pido un folio. Que empiece el espectáculo.

Después de pasar el sombrero –que obviamente ya no me hace falta- y recoger mi regalo en caja, salgo y paro un coche de caballos. Una rareza más de este mundo paralelo mío tan absurdo. “Mundo-drama” lo llaman algunos. Ya sabe dónde voy, así que no tengo que decirle nada. Suena un tango y al principio solo canta el caballo, pero al final acabo por sumarme y tararearlo yo también con desgarro, porque está claro que el muy cabrón me lo dedica solo a mí. “No olvidés hermano, vos sabés, no hay que jugar”, dice y me guiña un ojo con acento porteño. Como el de de aquella papaya que conocí una vez. Pero es que no lo puedo evitar, el impar de tus botas, el rojo de un pintalabios… y me juego entero. Soy un idiota con muy poca autoestima y las sirenas  siempre me cantan lo que quiero oír -…come out to play-i-ay…- aunque en el fondo digan todo lo contrario –there’s nowhere to run, baby-. El resultado, el de siempre.

“Mala memoria la que solo recuerda lo que ha pasado”, dijo la reina de corazones, como cada vez que me veía aparecer por su palacio. Yo no podía hacer otra cosa que encogerme de hombros y enseñarle la bonita cesta de mimbre que me había comprado para la ocasión. Entonces fue ella la que encogió los hombros, como dándome por imposible. Quizás lo sea, después de todo.