“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

DINOSAURIOS, PELIRROJAS, MI ABUELA. Y MÁS PORNO. BREVE HISTORIA DE MI VIDA (y2)


Si no haberme dedicado a posar para vasos chinos de chupito es una de mis espinas clavadas se debe quizás a que fue mi primera experiencia de ver porno en familia. Sé que la unión de esos dos conceptos es una idea inquietante para mucha gente, casi tanto como, por ejemplo, la de mojar bizcochos en Coca Cola. Pero para mí no lo es (lo de los bizcochos tampoco). Más bien es algo excitante y triste, como pensar en violar a un dinosaurio. Y es que, al fin y al cabo, si lo piensas bien, se quedó a tu lado mientras dormías y cuando te despertaste aún estaba allí. Podía haberse ido sin decir nada, o haberte dejado una nota en la mesilla y un puñado de dinodólares. Pero no, se ha quedado. Y aún así lo primero en lo que piensas es en violarlo. Levantarte muy despacio, moverte con cuidado para no hacer nada de ruido y violarlo. No es que no sepas que está mal, pero como te levantas empalmado no puedes evitar planteártelo en serio, aunque solo sea un segundo. Desde luego que en frío lo descartarías, porque la digestión de los dinosaurios es un misterio, y sabes que a este le gusta desayunar cereales. Lo que sí está claro es que tienen visión nocturna, algo que no hay que confundir con que se te aparezca gente por la noche. No es lo mismo.

Eso es lo que le pasaba a mi abuela. Lo de las apariciones, no la visión nocturna. Y le sucedía bastante a menudo, aunque solo lo supe cuando empezó a creer que yo también los veía. Algunos eran verdaderos cabrones: la tatarabuela volvió una noche del otro mundo y esperó a su hijo sentada a la mesa de la cocina para contarle cómo y cuándo iban a morir todos los miembros de la familia. Uno por uno. Y todo por cuatro miserables perras que el hombre no le había devuelto a una vecina. Si eso no es mala hostia, que venga Dios y lo vea. Porque además él iba a quedarse el último para poder comprobar que todo se cumplía. Con esos antecedentes, creo que lo del porno compartido resulta un poquito menos sórdido ¿no?

En realidad no todo era porno, lo que pasa es que los niños a veces vemos esas cosas donde no las hay. Despertar sexual, creo que lo llaman. Por ejemplo, una vez hicimos un puzzle de esos de dos millones de piezas todas iguales. Rita Hayworth, pelirrojísima y con el vestido negro y los guantes de Gilda. Tener a aquella mujer acostada sobre la mesa de mi salón, dejando que le pusiera las manos encima… Vaya, parece que sigo viendo las mismas cosas donde sigue sin haberlas. No sé si mentirme a mí mismo pensando que algo de la magia de la infancia se mantiene vivo en mi interior o si reconocer ya que soy un pervertido y que me obsesionan las pelirrojas. Incluso en blanco y negro.

Voy a dejarlo mientras me decido. Pero no esto no acaba aquí, claro.

BISUTERÍA, PORNO Y COMIDA CHINA. BREVE HISTORIA DE MI VIDA (1)

El infierno de la bisutería tiene tres puertas, y cada una la guarda un conejo de alabastro. Más allá no hay nada, solo antílopes nictálopes que vagan por la herrumbre. Eso y la tumba de un guerrero tocario, no sé si A o B, que murió por problemas con el idioma. Bueno, por eso y por mala suerte, porque el gesto tocario para indicar alergia al picante era enseñar el pulgar hacia arriba. Y a ver quién le explica eso a la dueña de un bar de Chamberí, castiza, gata y con una salsa brava patentada con número de registro 27081989, que casualmente es la fecha de tu cumpleaños.

Yo tenía diez años aquel día, y no se me ocurrió que la vieja a la que le llevaba la compra se riera porque sabía lo que me iba a pasar contigo, creí que le había puesto poco pegamento a la dentadura postiza. Pero no. Claro, es lo que tiene dejarse la pensión en líneas del tarot de canales locales, que algo se pega. Total, que ni se me pasó por la cabeza, pero es que a esa edad solo compraba la SuperPop y no sabía aún lo que era leer entre líneas. Lo único que quería era que la vieja me diera el dinero para irme a comprar un rollito de primavera, que era mi merienda los días que mi madre no me bajaba bocadillos de foiegras en una cesta por la ventana.

De aquellas tardes saqué la idea de decorar mi salón como un restaurante chino y la convicción de que ninguna mujer aceptaría semejante cosa, ni siquiera mi madre. Así que no tuve más remedio que ponerme la gorra con la coleta de pelo sintético que me compré cuando perdí mi gorro de castor y marcharme, a pesar de lo peligroso que es montar en un monopatín con las ruedas cargadas. Menos mal que siempre podías contar con la ayuda de los vecinos, excepto a la hora de comer, que era cuando cazaban las ratas que se descolgaban al patio con una escopeta de perdigones. Eso sí que era un barrio. Se partían el pecho por ti, aunque si tenías la mala costumbre de tender la ropa cuando estaba el telediario podían volarte la cabeza. Pensando en eso me alegré de haber perdido el gorro de castor.

¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de los conejitos. Buen trabajo el suyo, porque la bisutería ni se emborracha ni lleva zapatillas, pero no es lo mío. Yo siempre he querido ser modelo de vasos de chupito, de esos que venden en los chinos con una imagen en el fondo que solo se ve cuando echas líquido. Salen unas chicas muy simpáticas y un tío. El del tío es el vaso azul. Lo digo porque hay gente a la que no le gusta ver en su copa a alguien con más rabo que el demonio y que encima te observa con cara de “acerca un poquito más la boca, anda”. Es comprensible. Sea como sea, es una de mis vocaciones frustradas.

Pero de eso hablaremos otro día...