“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

KARMA TEÑIDO


Quizás cierres los ojos y creas en milagros, un día.

Quizás yo también lo haga. O a lo mejor ya lo hago, porque dejarse llevar suena demasiado bien cuando eres un ludópata. Eso es lo que me pasó con ella. Sí, otra vez. Pero ¿qué quieres? Soy un idiota. Y por si fuera poco mi karma es rubio de bote, así que no puedo quitarme de encima la sospecha de que no sigo el camino correcto, de que siempre elijo justo el paralelo. Ya sé que es fácil confundirse, así que supongo que no debería torturarme. Los dos caminos son casi iguales, como esas dramatizaciones de la televisión mexicana.

Las cosas eran tan bonitas al principio que el día que ella me dijo “qué majo eres”, yo creí que lo decía en sentido literal. Un error infantil, como cuando tu madre te dice que hagas lo que quieras o tu novia que no pasa nada. La misma trampa, pero sin el aviso de las películas: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Lo malo es que aquí el animalito siempre sufre daños durante el rodaje y mucho peores que los del gato dentro de la botella; peores incluso que los del que buscó en el fondo del zapato.

Por eso te decía antes lo de las dramatizaciones. Sí, esas que reconstruyen crímenes con actores de culebrón de tercera. Las ves y parecen reales, pero no lo son. Pues esto es igual, pero en vez de quitarte la careta para irte de copas cuando apagan las luces acabas en la peor de las encrucijadas: despertar pasiones entre contables solteronas o hacerlo entre personas desquiciadas. Y cuidado, que eso ya no es decidir si te pasaste de wasabi o no. Ahí no valen de nada todas aquellas horas en bares de mala muerte bebiendo absenta y jugando a piedra, papel o tijera contra tunos ruines o anestesistas acabados. Y no valen porque es una maldición, pero no una cualquiera, esta es casi tan cruel como la del tocadiscos.

¿Qué de qué hablo? ¿Ya no te acuerdas? Pues de que solo tiene un brazo y además pincha. Y así no puedes abrazar a nadie.


LA NAVAJA DE OCKHAM


Debería dejar de verte, de acompañarte al portal después de cenar en ese francés que tanto te gusta. Debería dejar de rondarte. Sería lo más fácil y, además, lo correcto. Pero es igual que eso que te atrae al borde del precipicio y te hace mirar abajo aunque te aterren las alturas. Una paradoja, otra más. Como que una comida infame sepa bien al primer bocado. Un paseo feliz y confiado por el camino de la intoxicación. O del vacío. Lo pienso mientras te veo subir las escaleras y pienso también que es curioso que se escuchen tus tacones, porque el suelo es de moqueta. Así que decido que solo deben estar sonando en mi cabeza, como tantas otras cosas, y me marcho.

No hay un alma por la calle. Apenas un viejo mendigo revolviendo en la basura, supongo que buscando cartones para pasar la noche. Es tarde y la primavera queda muy lejos todavía de Madrid. Sigo dándole vueltas a lo mismo, como siempre, y como siempre sin éxito. Tampoco es tan raro, todo el mundo sabe que con los pies fríos no se piensa bien, pero ya es mala suerte que el pie derecho sea precisamente la única parte de mi cuerpo sensible al frío. Creo que mi madre, que tenía algo de bruja, supo siempre que mis inviernos serían largos. Por eso me metió de pequeño en el congelador, para protegerme. Pero tuvo que sujetarme por un tobillo, claro, y así me quedé. Tenía algo de bruja mi madre, de verdad; un día, antes de levantarse, supo que aquel pajarraco que vivía con nosotros, Boris, había muerto por la noche; y sabía siempre mi escondite para las revistas que le robaba a mi hermano. No hay otra explicación.

Pensando en todo eso, ni me di cuenta de lo que pasó. Al llegar a su altura, el viejo se giró y me apuñaló. Bueno, en realidad lo que hizo fue cortarme en dos, justo por la cintura, pero creo que fue un delirio mío, porque el tipo no llevaba más que una navaja. Aunque fuera suiza, que lo era. El resto también debió serlo –un delirio, no suizo-, porque no recuerdo que me robara, tan solo que se inclinó sobre mí –sobre mi mitad superior, más exactamente- y me gritó muy enfadado: “¿Por qué lo haces todo tan difícil? Le das demasiadas vueltas a las cosas”. Y se fue, sin más, y yo me quedé sin saber muy bien qué hacer, pensando que es verdad que con frío en los pies es más difícil tomar buenas decisiones, pero que si no tienes pies lo único que te queda es arrastrarte tomando impulso con las manos. Y no sirve de nada pensar con claridad si no llegas a tiempo para aprovecharlo…

Es increíble la cantidad de tonterías que pasan por la cabeza de uno en momentos así, ¿no? Se te graban en la cabeza cosas absurdas. ¿Sabes lo último que recuerdo de mi madre? Te vas a reír cuando te lo cuente. Me mandó a comprar flanes de vainilla. ¿Puedes creerlo? No se me ocurre nada más estúpido como último recuerdo, pero la memoria es tan perra que me ha borrado el resto. Ni una sonrisa, ni el beso antes de irme, ni que me sacara la lengua desde la cama. Flanes. “Compra flanes donde Mercedes. Pero que sean de vainilla…”. Y nada más, porque luego… bueno, es que ya no hubo luego. Solo yo con un puto pack de cuatro flanes de vainilla en la mano, parado en mitad de la puerta, incapaz de entender nada.  Eso sí que fue una despedida poética. Nada de “cuida de tu padre” o “quiero que lleves este anillo, cariño”. Ni un “te quiero”. No. Flanes. No los he vuelto a probar. Nunca. Traen mala suerte, lo sé. Los de kiwi también, pero eso ya es otra historia y no me apetece seguir hablando. 

Esto escuece, escuece mucho. Encima hoy me he afeitado con la navaja de Ockham y me he dejado la cara hecha un Cristo. Otra vez.