Debería dejar de verte, de
acompañarte al portal después de cenar en ese francés que tanto te gusta.
Debería dejar de rondarte. Sería lo más fácil y, además, lo correcto. Pero es
igual que eso que te atrae al borde del precipicio y te hace mirar abajo aunque
te aterren las alturas. Una paradoja, otra más. Como que una comida infame sepa bien al primer bocado. Un paseo
feliz y confiado por el camino de la intoxicación. O del vacío. Lo pienso
mientras te veo subir las escaleras y pienso también que es curioso que se
escuchen tus tacones, porque el suelo es de moqueta. Así que decido que solo
deben estar sonando en mi cabeza, como tantas otras cosas, y me marcho.
No hay un alma por la calle. Apenas
un viejo mendigo revolviendo en la basura, supongo que buscando cartones para
pasar la noche. Es tarde y la primavera queda muy lejos todavía de Madrid. Sigo
dándole vueltas a lo mismo, como siempre, y como siempre sin éxito. Tampoco es
tan raro, todo el mundo sabe que con los pies fríos no se piensa bien, pero ya
es mala suerte que el pie derecho sea precisamente la única parte de mi cuerpo
sensible al frío. Creo que mi madre, que tenía algo de bruja, supo siempre que
mis inviernos serían largos. Por eso me metió de pequeño en el congelador, para
protegerme. Pero tuvo que sujetarme por un tobillo, claro, y así me quedé.
Tenía algo de bruja mi madre, de verdad; un día, antes de levantarse, supo que
aquel pajarraco que vivía con nosotros, Boris, había muerto por la noche; y sabía
siempre mi escondite para las revistas que le robaba a mi hermano. No hay otra
explicación.
Pensando en todo eso, ni me di
cuenta de lo que pasó. Al llegar a su altura, el viejo se giró y me apuñaló.
Bueno, en realidad lo que hizo fue cortarme en dos, justo por la cintura, pero
creo que fue un delirio mío, porque el tipo no llevaba más que una navaja.
Aunque fuera suiza, que lo era. El resto también debió serlo –un delirio, no
suizo-, porque no recuerdo que me robara, tan solo que se inclinó sobre mí –sobre
mi mitad superior, más exactamente- y me gritó muy enfadado: “¿Por qué lo haces
todo tan difícil? Le das demasiadas vueltas a las cosas”. Y se fue, sin más, y
yo me quedé sin saber muy bien qué hacer, pensando que es verdad que con frío
en los pies es más difícil tomar buenas decisiones, pero que si no tienes pies
lo único que te queda es arrastrarte tomando impulso con las manos. Y no sirve
de nada pensar con claridad si no llegas a tiempo para aprovecharlo…
Es increíble la cantidad de
tonterías que pasan por la cabeza de uno en momentos así, ¿no? Se te graban en
la cabeza cosas absurdas. ¿Sabes lo último que recuerdo de mi madre? Te vas a
reír cuando te lo cuente. Me mandó a comprar flanes de vainilla. ¿Puedes
creerlo? No se me ocurre nada más estúpido como último recuerdo, pero la
memoria es tan perra que me ha borrado el resto. Ni una sonrisa, ni el beso
antes de irme, ni que me sacara la lengua desde la cama. Flanes. “Compra flanes
donde Mercedes. Pero que sean de vainilla…”. Y nada más, porque luego… bueno, es
que ya no hubo luego. Solo yo con un puto pack de cuatro flanes de vainilla en
la mano, parado en mitad de la puerta, incapaz de entender nada. Eso sí que fue una despedida poética. Nada de
“cuida de tu padre” o “quiero que lleves este anillo, cariño”. Ni un “te
quiero”. No. Flanes. No los he vuelto a probar. Nunca. Traen mala suerte, lo
sé. Los de kiwi también, pero eso ya es otra historia y no me apetece seguir
hablando.
Esto escuece, escuece mucho. Encima hoy me he afeitado con la navaja de Ockham y me he dejado la
cara hecha un Cristo. Otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario