Hoy iba de
camino al instituto y me eché a llorar. Pero no en plan profesor
desquiciado y tal, aunque todo se andará. Me eché a llorar porque
se había muerto Miguel de la Quadra. Y lo hice con esa misma pena
infinita, inconsolable, que sientes de niño cuando tu tío se olvida
de que prometió llevarte a comer hamburguesas o a los 10 años te
quedas sin ver jugar a España en el estadio porque nadie pensó que
fuera tan importante para ti.
Y
es que me tenía absolutamente encandilado. Supongo que a muchos
chavales de los 80 nos pasó lo mismo. Pensaba lo alucinante que
sería que fuera tu padre. Te imaginabas
viajando por todo el mundo, de la mano de aquel hombretón de pelo
largo, bigote imposible y ropa de explorador. Juro
que yo me veía
capaz. Luego tenía que cruzar el puente de
un río que te llegaba a la altura del tobillo y llegaba al otro lado
con un mechón blanco en el pelo. La realidad siempre te pone en tu
sitio, amigo Sagitario.
Creo
que a mi madre le pasaba lo mismo. Con Miguel de la Quadra, digo, no
con los puentes, aunque me parece que nuestra atracción tenía
motivos bastante diferentes. Bueno, y con la realidad, porque mi
padre, en cambio, no era nada intrépido: lo más selvático que
tenía era la gorra de camuflaje con la que sustituía al sombrero en
casa. Aunque realmente tampoco le hizo falta pasar por el Amazonas
para pasar todas las enfermedades imaginables. Mi padre era como
Lobezno pero al revés. Uñas de los pies aparte. Lo cogía todo:
escarlatina, mal de San Vito, gonorrea - sí, he dicho gonorrea. Y lo
que no cogía se lo inventaba, porque haber estudiado Anatomía le
sirvió, aparte de para pintar de puta madre, para ser perfectamente
consciente de los infinitos peligros que nos acechaban a la vuelta de
cada esquina. Vivir con él era como estar viendo 24 horas al día
“Mil maneras de morir”: la misma sensación de milagro, pero con
nombres técnicos.
La
verdad es que era un superviviente, mi padre. Visto así, no eran tan
distintos. A lo mejor por eso deslumbro a mi madre. A lo mejor por
eso los dos me dejaron uno de esos huecos que nunca acaban de
llenarse del todo.
Supongo
que por eso lloré esta mañana. Aunque en el fondo creo que lloraba
por mí. En realidad, creo que casi siempre que lo hacemos es por
nosotros mismos. Por lo que perdemos, por lo que ya no podremos hacer
con ciertas personas - o por ellas -, porque otro pedacito de
infancia se evapora y nos hace sentir el paso - y el peso - del
tiempo y las vidas no vividas. Somos así de egoístas. Pero estamos
vivos, aunque el óxido, las esquirlas de porcelana y las palomas nos
lo pongan difícil.
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