“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

MULTIVERSO (y6)

-Buenos días, señores y señoras pasajeros, les habla el jefe de cabina. Mi nombre es Angelo. El comandante y toda la tripulación queremos darles la bienvenida a este vuelo… 
Apenas presta atención a lo que dice. Después de haberlo repetido cientos de veces es imposible no sabérselo de memoria. Pero sonríe, siempre sonríe. A los pasajeros, desde que entran en el avión, pero especialmente ahora, mientras atienden de manera casi supersticiosa a las instrucciones de seguridad, como si fueran un mantra protector. A los pilotos, casi todos viejos amigos ya. A sus compañeras, siempre agradables, guapas y jóvenes, pero con las que cada vez tiene menos que ver.
Pronto empezará el servicio de bar y podrá aislarse un poco, que para algo están los galones. Sentarse y mirar por la ventanilla, dejar la mente en blanco.  O intentarlo, porque en realidad casi nunca lo consigue. Un pasajero que pregunta por una conexión, o por cuánto dura el vuelo, aunque acabe de decirlo en tres idiomas. Una compañera, Giorgia, Alessia, Elena…, a veces solo por una cuestión práctica -por algo llevas los galones-, a veces por puro coqueteo. En algún momento llegó a resultarle divertido ese tipo de juegos. Daba el tipo para el papel, claro: italiano, maduro, hoyuelo en la barbilla, mandíbula cuadrada, músculos bien definidos bajo el uniforme, sonrisa y peinado perfectos… Y supo interpretarlo, con éxito además. Nadie adivinó nunca lo ajeno que le resulta todo aquello. Lo lejos que está de ese prototipo que parece encarnar y las posibilidades que le brinda.
-Por supuesto, señora, cuando vayamos a aterrizar les comunicaremos la puerta de todas las conexiones (…) No, no, se puede despreocupar por el equipaje. Lo trasladan de un aparato a otro y usted lo recoge en destino (…) No hay de qué, señora.
Juega con la pulsera, le da vueltas alrededor de la muñeca. Está casi borrada, pero da igual. Fuerteventura. 1998. Kitesurf Challenge. Lo recuerda como si hubiera sido ayer. Como algo único, se dice, y se sonríe, porque realmente lo fue. No hubo más. Allí empezó y terminó todo, al menos para él. Para Luca fue justo lo contrario, y eso que fue de paquete, que se dice. La condición de sus padres para dejarle hacer ese viaje, la forma de asegurarse -como si hiciera falta- de que no hacía ninguna locura, porque sabían que su hermano pequeño era lo que más quería en el mundo. Fue increíble, para los dos, porque al final Luca lo convenció para que le dejara probar. 
(-No me va a pasar nada… ¿tú lo haces, no? Además, estoy con mi hermanito, mi Angelo de la guardia…-) 
Lo dijo con aquella sonrisa que lo desarmaba, así que se salió con la suya. Nunca había sabido negarle nada. Y volvieron entusiasmados, contándole a todo el mundo sus planes: habían encontrado la razón de sus vidas. Pero en casa, lo que eran sonrisas y ánimos para Luca, cambiaban en gestos serios y negaciones de cabeza cuando se trataba de él. Era el mayor, tenía que ganarse la vida… en algo serio, se entiende. Alguien tenía que hacerse cargo del negocio familiar. Pero Luca no, claro, él no valía para estar quieto en una oficina, ni para negociar con proveedores en largas comidas y sobremesas. Luca tenía otro talento, más artístico, más… no sé, inquieto. Escuchó aquello una y otra vez y peleó, pero sus quejas sirvieron de tanto como la advertencia de mantenerse sentado hasta que las señales luminosas se apaguen. Su hermano había intentado ayudar, interceder, pero para bien y para mal nadie lo tomaba demasiado en serio. Además era demasiado inconstante y bullicioso como para plantearse un largo asedio. 
Así que no cambió nada y al final Angelo se hartó. Pero no llegó a ceder del todo y se reservó una pequeña rebeldía. Estudió idiomas, como querían sus padres, administración de empresas… pero por su cuenta se matriculó en una escuela de turismo. Trabajaría, sí, pero no se quedaría anclado allí, como hicieron ellos. No iba a pasar toda su vida en aquellos pocos kilómetros cuadrados, siempre los mismos, sin inquietud alguna por conocer el mundo. Y cuando los reunió alrededor de la mesa, en el comedor familiar -Luca también estaba allí- para hablarles de su primer empleo, disfrutó del cambio radical en la expresión de sus caras cuando en vez de un puesto de contable, administrador o algo similar, las palabras que salieron de su boca fueron “auxiliar de vuelo”. La de Luca no, claro… él se levantó, gritando y aplaudiendo de alegría y se fue directo a abrazarlo. Se fueron a celebrarlo y no se volvió a hablar del tema.
Eso le ayudó a conformarse con las fotos que le mandaba Luca desde todas partes del mundo, con las largas llamadas, con las veces - pocas, cada vez menos - en que el héroe volvía a casa. Al menos durante un tiempo. Solo a veces, durante las largas esperas en el aeropuertos o las noches en hoteles de ciudades que apenas llegaba a conocer, sobre todo, notaba que la pulsera le quemaba en la muñeca, como para recordarle cada una de sus renuncias. Fuerteventura. 1998. Kitesurf Challenge. Pero todo aquel tedio, la amargura, las discusiones con su padre -que nunca llegó a asumir su decisión-, la insistencia de su madre en seguir organizando su vida, todo desaparecía cuando lo veía aparecer por la puerta, riendo, gritando, tirando la mochila de cualquier manera y corriendo a colgársele del cuello, como si aún tuviera 5 años. Y no estaba del todo equivocado. Luca lo seguía mirando como entonces, como a un ídolo, y cuando le hablaban de sus trofeos, de la publicidad para marcas deportivas se echaba a reír y lo señalaba a él diciendo que no tenían ni idea, que Angelo era de verdad el mejor, que él en comparación era un aficionado. Y le echaba cariñosamente la bronca a sus padres por haber evitado que Italia tuviera dos estrellas mundiales del kitesurf. Cualquier otro habría provocado una situación incómoda, pero los padres se encogían de hombros y reían de buena gana. Luca tenía ese don: dijera lo que dijera, nadie podía tomárselo a mal.
Mientras él estaba por allí todo iba bien. Incluso la pulsera, que se le pegaba cada vez más a la piel como plástico derretido, parecía quemar menos.
¿Bolonia? Es preciosa, sí -era su compañera Elena la que preguntaba-, pero para el día y medio que tenemos, yo te recomendaría Verona. Sobre todo -inconscientemente había activado su papel de seductor y la mejor de sus sonrisas- si vas con alguien que la conozca bien. Y bueno -la mirada expectante de ella le hizo continuar- yo me crié allí, si te puede servir de algo…
Solo cuando ella bajó los ojos y después de musitar un “claro…¿nos vemos después en la terminal?” se dio cuenta de lo que había pasado. Apretó los párpados y suspiró. Nada cambia, se dijo, nada.…

-Señores y señoras pasajeros, iniciamos el descenso sobre el aeropuerto de Bergamo. El comandante ha encendido las señales luminosas…-

MULTIVERSO (Y5)

Podría estar bien ser Beppe. Beppe tiene 54 años y es cobrador de unos baños públicos en Siena.  A dos pasos del Duomo y la plaza del Campo. Tiene un ventilador, una radio pequeña y un chaleco con su nombre y el puesto que ocupa. Muchos dirían que estoy loco, seguramente los mismos que lo miran con pena al pasar por delante de la puerta. Pero él estaría conmigo. Está acostumbrado a que lo miren así desde pequeño y nunca se ha molestado en tratar de hacer cambiar de opinión a la gente. Creció en un pueblito de las afueras de la ciudad rodeado de su madre y sus tías, de gente que daba por sentado que no se le daba bien nada, ni el colegio, ni el campo, ni trabajar la madera, como hacía su padre. Pero nunca sintió punzadas en su orgullo porque se le negara cualquier responsabilidad. Se limitó a dejarles hacer. 

Así llegó a su mesa con ventilador y radio. Los padres murieron, las tías se iban marchitando una tras otra y todos los primos habían volado lejos. Solo Nicoletta, la más joven, se quedó cerca, casada con un joven y prometedor abogado que llegó a ser concejal de distrito. Ella también lo miraba así, y por eso habló con su marido para que le consiguiera aquel trabajo. Beppe no había acusado apenas los cambios, la verdad, pero le gustó la idea de tener un chaleco con su nombre. Además, era el lugar perfecto para seguir con un ambicioso proyecto en el que trabajaba desde hace años: identificar la procedencia de los turistas por sus rasgos faciales. Estaba muy orgulloso de sus avances, ya tenía casi dominados los países nórdicos y unos dos tercios de América Latina, pero aún quedaba mucho. Los orientales eran el mayor escollo a salvar, pero acabaría lográndolo.

La otra ventaja es que los baños se cerraban a las siete en punto, así que tenía tiempo para regresar pronto a casa, calentar lasaña en el horno y ver una película de Bud Spencer antes de irse a la cama. Se levantaba siempre muy temprano, a las seis, repasaba las anotaciones del día anterior, pasaba a otro cuaderno las más importantes y se marchaba a abrir.


Por eso digo que podría estar bien ser Beppe. Se pongan los demás como se pongan. Aunque bueno, seguro que si supieran que su abuelo había sido delegado comercial en los varios intentos fallidos de Italia de formar un imperio colonial, y que ese fracaso no le había impedido establecer unas cuantas alianzas tan turbias como lucrativas, empezarían a cambiar de opinión. Y si se enteraran de que Beppe fue el único al que su abuelo reveló dónde había escondido todo su dinero… entonces quizás entenderían mejor esa eterna y complaciente sonrisa con la que siempre indica a los turistas que ya pueden pasar.