“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

MULTIVERSO (y10)

Pippo era un ídolo en el barrio. El chico más popular del colegio, primero, y del instituto después. Sus rizos rubios y aquella sonrisa infantilmente imperfecta enamoraban por igual a padres, profesores y compañeros de clase. No era brillante en los estudios, más bien al contrario, pero siempre se las arreglaba para salir adelante. Es verdad que a veces con alguna pequeña ayuda, en forma de “chuleta” en los exámenes o de trabajo sospechosamente parecido a los de Celia o Mateo, que sacaban 10 en todo. Pero se le perdonaba. Porque además, era una maravilla verlo en acción haciendo acrobacias, corriendo o nadando. Jugando al fútbol no era tan bueno, pero igual que en clase, sabía rodearse de los mejores y estar en el momento y el lugar adecuados. Las fotos lo demostraban: Pippo siempre salía en el centro, levantando la copa, mordiendo la medalla, rodeado de miradas de admiración y luciendo aquella sonrisa cautivadora. Nadie se paraba a pensar quién había marcado los goles o corrido más… la victoria era, naturalmente, cosa de Pippo.

Con los años el deporte pasó, poco a poco, a un segundo plano. Prefería salir, invertir ese talento suyo en ser el alma de la fiesta. Y por supuesto lo conseguía. Las chicas seguían suspirando por él, aunque ahora, claro, no se conformaba con aparecer aquí y allá en sus carpetas como un nombre rodeado de corazones. Los chicos, en vez de molestarse con aquel eclipse permanente, lo miraban con la misma admiración, pidiéndole que contara esta o aquella historia, generalmente alguna en la que ellos mismos aparecieran como comparsas del gran Pippo. Migajas de atención que les sabían a gloria. ¿Y los adultos? Los adultos lo miraban con envidia, con esa nostalgia que solo puede despertar lo que nunca llegamos a ser.

Y así, entre copas gratis, música alta y fotos, muchas fotos, corrieron los años. La gente se marchaba -la universidad, el trabajo, incluso algún matrimonio-, pero Pippo permanecía. Inalterable, como su leyenda. Las caras iban cambiando, aunque nunca las edades, ni la fascinación. Llegó el momento en que no quedaba nadie que conociera sus historias de primera mano, salvo quizás algún antiguo compañero que, aprovechando una visita familiar, se dejara caer casualmente por allí. Pero a él no le preocupaba, como nunca le habían preocupado los estudios, el trabajo o cómo pagar las facturas. Aún recuerdo, como si lo tuviera delante, ese gesto tan suyo, la mano subiendo en círculos, las cejas arriba y el guiño final, como diciendo: ¿Qué problema hay? Las cosas siempre salen… Y no se podía decir que no tuviera razón.  Por un lado, aunque para muchos fuera inexplicable, las chicas seguían cayendo bajo su peculiar hechizo. Por otro, mientras sus padres vivieron, no había pagos de que preocuparse y cuando ellos faltaron, su techo y sus ahorros resolvieron la cuestión. Además, Pippo gastaba poco, ropa y colonia sobre todo, porque entre unos y otros, las copas, el tabaco e incluso las comidas le salían gratis. Siempre había quien quisiera invitarlo. Y si no, un poco de hambre nunca venía mal, que “este tipito no se mantiene solo, ¿sabes?”.  

Casi como si fuera un lugar santo o una reliquia, los chicos del barrio, del colegio, del instituto, seguían pasando por la mesa de un Pippo cada vez más otoñal y desconectado de la realidad. Las malas lenguas decían que había empezado a hablar incluso cuando estaba solo, que costaba convencerlo de que era ya hora de cerrar e irse a casa, que algunos de aquellos chavales se le juntaban solamente para reírse a su costa y que Vito, el dueño, había tenido ya que dar por perdida una cuenta que no dejaba nunca de crecer. 

Yo también me marché del barrio. Cuando volví, el bar había cerrado hace ya tiempo y Vito vivía con sus hijos, en el sur. Así que nadie supo darme razón de Pippo; la mayoría apenas lo recordaba y los que sí, tampoco sabían nada: era como si, simplemente, se hubiera evaporado.  Quizás, perdido ya su lugar en el mundo, aquella especie de altar en vida que era el bar de Vito, no pudo soportar que los días se hicieran tan largos como lo habían sido sus noches.

No diré que me gustaría ser como Pippo, claro, pero sí tengo que confesar que, como todos, durante años, soñé con ser como él. Y que me gustaría que hubiera encontrado otro lugar donde seguir contando sus días de grandeza, sin perder la sonrisa.

1 comentario:

  1. Tantos años y tus (sin)sentidos aún intactos en su gloria, cómo se nota que eres amante de los griegos.


    ♥️

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