“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

AÑO DE MUNDIAL

Schumacher, Harald Anton. Düren, 6 de marzo de 1954. Portero de Alemania Federal entre 1979 y 1986. El que le rompió una costilla de una patada a Battiston en el 82 y lo dejó inconsciente. El que se jugó su carrera publicando los escándalos de sexo, drogas y amaños del fútbol alemán. Toni, para sus amigos. Y Chumaquito, para mi madre. ¡Chumaquito… párala!, repetía, como si fuera un mantra, pegada a la tele. Y Chumaquito, obediente, paraba un penalti detrás de otro. Echó a México de su Mundial. 

Esas noches de junio son mis recuerdos más antiguos. Recuerdos sólidos, me refiero, porque lo demás son imágenes inconexas de carreras con abrigos de borlitas azules, bicis con ruedines y las cuentas sentado al lado de Doña Adela en su mesa. No es gran cosa, pero en el fondo me alegro, porque debe de ser una de las pocas veces en mi vida que he llegado a tiempo a algún sitio. Lo digo por haber podido ver el gol de Maradona, claro. Bueno, los goles… el de la mano de Dios y el del barrilete cósmico. Ah, y el gol fantasma de Míchel, que nos convirtió en la única generación capaz de saber de memoria el nombre de un árbitro internacional australiano… todo un superpoder. Y, sobre todo, lo digo por los de Butragueño a Dinamarca, que nos revelaron la existencia de una ciudad mexicana de nombre Querétaro. Sonaba a peli del Oeste, a bigotudos mal encarados baleando a un regimiento yanqui. Si alguna vez me bato en duelo quiero que sea allí.

Todo era misterioso entonces. Porque aún me parecía un tanto mágico que siendo noche cerrada como era, aquellos valientes estuvieran corriendo al mismo tiempo bajo un sol de justicia. El fútbol me demostró la redondez de la Tierra. Que por eso acabamos casi siempre en el mismo sitio lo aprendí más tarde. Bueno, decía que fuera era noche cerrada, pero olvidé decir que la calle estaba llena de gente. En aquella época las fiestas del barrio, San Juan, se hacían justo en mi calle. Carreras de sacos, exposiciones de cerámica, campeonatos de ajedrez… y por la noche, verbena. En el mismo sitio en que los domingos del resto del año aparecían el gitano y la cabra se colocaba una pequeña orquesta. Desde mi ventana se veía, así que en cada paroncito del partido me asomaba a verla con mi madre. Además, el tipo que tocaba la batería conocía a mi madre y siempre le dedicaba alguna de las canciones. Y yo me hinchaba de orgullo. Allí, debajo de aquella luz anaranjada que daban las farolas, parecía que nada podía ir mal nunca, que ese mundo -redondo- giraba justo como tenía que hacerlo. 

En fin, espero que después de leer esto entiendas por qué te digo que eres más bonita que una noche de junio. Pero en año de Mundial, claro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario