“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

METÁFORAS EN OJO AJENO

50. Cincuenta. L. Muchos, se escriba como se escriba. Son los años que han pasado ya y no hablo de Woodstock, aunque estuvo cerca. Hablo de Charlie Manson, de su familia, de sus taraduras. 

Yo fui un experto en Manson, hace años. En el mundo del crimen en general, realmente. Todo empezó al caer en mis manos el primer fascículo de “La huella del crimen”. Los dos primeros, para ser exactos: “Oferta de lanzamiento, números 1 y 2. Charles Manson y Jarabo”. Cada uno era un dossier que describía y analizaba hasta el más mínimo detalle de los criminales, su vida y su “obra”. Empezaba por estos dos, el huevo y la castaña, pero prometía un repaso completo a los asesinos más importantes de la historia, Jack el Destripador incluido, que era el que me interesaba a mí. Como aquello del “Asesinato como una de las Bellas Artes”, pero actualizado y por entregas. Y con unos cuantos kilos más de morbo, supongo, porque aunque no lo he leído, sospecho que el gusto de aquella época por lo tenebroso era más una cuestión de dandismo. A lo que vamos: que eso sí que eran colecciones de septiembre y no “Dedales de época” o “Teteras de ayer y hoy”, con todo mi respeto para los colectivos pro-dedalistas y filo-teterianos, vaya eso por delante. 

En fin, que mi madre y yo nos entregamos con dedicación a hacerla. Yo más que ella, debo decir, porque tenía ese empeño y devoción absoluta de la que solo los críos son capaces. Tan absoluta como efímera, porque convive con esa enorme y perruna facilidad de despistarse con una mosca que te lleva a olvidar lo que estabas haciendo, apasionarte al instante con otra cosa distinta y no llegar a ninguna parte. Magia, ajedrez, capoeira, minerales… Eso sí, durante ese tiempo nadie mejor que yo conocía los nombres de los asesinos y de las víctimas. A todo aquel incauto que me prestaba el oído le hablaba del casi indestructible Voytek Frykowski, el amigo polaco de Polanski y Sharon Tate que había aguantando no-sé-cuántas-mil puñaladas antes de hincar el pico. Heroico como una vajilla de Duralex, el tipo. Y luego estaba la estrecha relación de Manson… ¡con uno de los Beach Boys! Con lo bonito y positivo que sonaban… ¿sería para distraerte y que no vieras acercarse a los malos? ¿Tararearían Good vibrations mientras te robaban un riñón? Le dediqué muchas horas nocturnas a darle vueltas a aquello, casi tantas como a… bueno, dejémoslo en que le dediqué muchas horas.

¿Por qué me he acordado de esto? Pues aparte de por la catarata en los medios de reportajes, artículos y hasta libros que han recordado la figura de Manson y todas las conspiranoias que lo rodean, por la vuelta que se ha producido estos días al debate sobre arte y censura. ¿Cómo nos influye la cultura que consumimos? ¿Hasta qué punto producen un efecto de imitación? No voy a desarrollar ninguna gran teoría al respecto, entre otras cosas porque he visto un tutorial para recortar figuritas en goma eva y me están picando los dedos por empezar a explorar mi potencial en ese terreno. Pero sí se me ocurren un par de cosas que decir al respecto. 

Claro que la cultura influye, que no todas las cosas son adecuadas para todas las edades, pero si alguien me vuelve a contar la historia del niño que vio Supermán y se tiró por el balcón con el baby anudado al cuello porque quería volar, el que se va a tirar de verdad soy yo. Ahora diles que vives en un bajo, máquina. Y a los asesinos del rol vamos a dejarlos tranquilos también, por favor. No es cuestión de ejemplos, porque como opiniones y culos, todos tenemos uno que nos viene bien recordar. Yo he crecido viendo películas de terror, me he comido toda la filmografía de Stallone, Schwartzenegger, Chuck Norris y Van Damme y he pasado tardes enteras con videojuegos de guerra; súmale mi licenciatura por fascículos en criminología (lástima no haber conocido antes la Juan Carlos I) y ¿cuál es el resultado? Cero víctimas. Víctimas mortales, me refiero. Y no, no creo que mi obsesión por la masturbación del tiranosaurio tenga que ver con esto, sinceramente, así que dejémoslo estar. Se puede decir que he mirado al abismo a los ojos, pero o Nietzsche se equivocaba o al menos conmigo no funcionó la frase completa. El abismo no me devolvió la mirada, aunque claro, yo tampoco se la hubiera devuelto a mi “yo” adolescente, con aquella gorra de melenilla sintética de pega y pantalones de camuflaje. 

A lo que voy, que no me pasó nada, pero no se puede pretender basar un razonamiento tomando tu experiencia como la verdad absoluta, porque hace aguas. Y hace aguas porque la generación responsable de todos los males actuales, y que cada uno piense en el que quiera, no creció escuchando reggaetón, ni trap, ni consumiendo youtubers demenciados. Pero claro, igual que es fácil ver la paja en el ojo ajeno nos resulta casi imposible ver la metáfora fuera del nuestro. Porque solo así se explica que las incitaciones a la violencia, el alcohol y las drogas o el amor romántico posesivo que hemos consumido a paladas desde que éramos pequeños no estén -tan- cuestionadas. Abajo entonces la copla, el tango o la ranchera; muerte al pop y al rock, por hablar solo de música. ¿Por qué Sufre mamón no nos jodió las relaciones? ¿Cuántos dejaron los estudios para matar hippies en las Cíes? Y cuidado con las respuestas que vayamos a dar, que lo de que era otra época lo acaba de usar un famoso tenor cuando le hablaron de (sus) acosos sexuales. O casi peor, no nos pillemos los dedos y nos encontremos en ese paternalismo que tanto rechazamos. A ver si resulta que somos los más listos, los únicos elegidos capaces de discernir entre realidad y ficción, entre la agresividad verbal o ideológica y la acción violenta. Qué suerte tenemos, joder. Eso sí, lo que parece que nos ha faltado es el superpoder de transmitírselo a la generación siguiente; vaya por Dios, con lo listos que somos. Aunque también es que ellos, tus hijos, deben de ser idiotas. 

Puede, pero lo que es seguro es que saben más inglés que tú. Que tú y que tus profesores de inglés, no te lo tomes como algo personal. Así que lo mismo deberíamos darnos cuenta de que para ellos el rap es algo más que tipos diciendo jou-jou-bro, manos en forma de pistola moviéndose arriba y abajo y tipos bigotudos mal encarados pero que seguro que cuando los conocías se enrollaban un montón. No, amigo, aquellos hermanos te odiaban en sus letras, puto blanco caucasiano, y te querían volar la cabeza para vengar siglos de opresión. Pero tú sonreías cantando jou-jou-bro y encima orgulloso de haber sido capaz de entender gun, gangsta y man. ¿Y por qué? Porque no procesábamos nada, joder, que teníamos el nivel de los capítulos de Peppa Pig que les ponen a los críos ahora en infantil, con la diferencia de que ahora ellos sí que lo entienden. Y con el resto de la música igual, vamos, que no es cosa solo del rap. Wachu wachu love, yeah. Y tan contentos. ¿Qué recordamos de Europe? Pues el ninonino, o sea, la guitarra. Vale, y el título, pero nadie fue nunca más allá para saber si esa cuenta atrás era la de un cohete, la de las rebajas de enero o un maligno proyecto supremacista escandinavo para acabar con la rémora mediterránea. O sea, contigo. Lo que quiero decir es que ahora tienden a entender más de lo que escuchan, con lo que proporcionalmente deberían haberse vuelto ya locos y provocar un apocalipsis zombi. Y aquí seguimos.


A lo mejor estamos confundiendo el síntoma con la enfermedad, los gusanos con las mariposas, los huevos con las gallinas o yo qué sé qué. A lo mejor las niñas que oyen los cuentos de siempre están atando cabos por sí mismas y se dan cuenta de que eso no se sostiene, que esa sociedad no es ni puede ser real, ni va a ser la suya; a lo mejor los niños se sonríen pensando por qué esos príncipes solo buscan princesas y no se van con el leñador, como harían ellos. A lo mejor no son tan idiotas.

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