Sigue siendo de color verde,
claro, y con motitas marrones, igual que antes, pero ahora ya no hay césped ni
días de sol. Solo óxido y moho.
Ahora está vacío y en las paredes
solo quedan las marcas de aquellos deditos que las recorrían, manchados de
tarta y mantequilla de palomitas. Y jirones de aquellas sonrisas traviesas que
ponías cuando trataba de reñirte por todo aquel alboroto y que acababan conmigo
limpiando y tú sacándome la lengua desde una silla muy alta en la que te
colgaban las piernas, con tu bata de ositos y un puñado de cerezas en el
regazo.
Era tu refugio y tu escondite. Te
daba pereza salir, pero si tenías que hacerlo te gustaba que jugara a
perseguirte por el pasillo hasta la puerta y te mirara desde allí, presumiendo
de tu bolso y tus tacones. Y a mí cada vez se me encogía el corazón, porque
sabía que un día olvidarías que te pedí que no crecieras nunca. Pero siempre
volvías y te escondías de todo conmigo, hasta de ti.
Ahora solo es un laberinto oscuro
y sucio, lleno de corredores húmedos y de grietas por las que se cuela la
lluvia fría y gris y se fue escapando todo el amor que había dentro. Y nadie
puede dormir allí, porque si cierras los ojos se levanta viento y el murmullo
de millones de pestañas muertas se desliza a través de tus oídos. Hablan de
terremotos, inundaciones, huracanes; del día en que mi barba dejó de hacerte
cosquillas y se volvió tan roja que lo consumió todo; de que lo único que
olvidaste en el incendio fueron las ganas de volver.
Existió un lugar que era el más seguro
del mundo. Y fui yo.
Joder, qué triste. Bello, pero duele.
ResponderEliminarUn abrazo.
Las personas son los sitios más seguros y a la vez más peligrosos.
ResponderEliminarUn beso.
Que bueno que te conozcan tan bien, más allá de la tragedia y la historia, claro.
ResponderEliminarSaludos
J.