“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

DE CÓMO LA SARDINILLA LE PUSO EL CASCABEL AL GATO


Hay momentos realmente inapropiados para decir ciertas cosas. Por ejemplo, que alguien decida contarte sus teorías sobre los cascabeles y la mala suerte mientras atraviesas una plaza llena de yonquis, albaneses o albaneses yonquis con una mochila llena de ellos. Y yo mientras encomendándome al espíritu de Angelillo para ver si nos sacaba de allí con su caballo. El caso es que salimos vivos, no sé si porque algún dios respondió a mis plegarias o porque los burócratas del karma me lo convalidaron por haber sufrido a Mocedades tantas veces. 
Así que me libré de aquella, pero claro, si te sabes entera la letra de Doce cascabeles meterte en líos es cuestión de tiempo. Y eso lo asumo, pero aún así me maravilla mi facilidad para acabar siempre en el borde del acantilado. Con el vértigo que tengo. No tengo claro si es por daltonismo, por soberbia o porque le hago demasiado caso a cualquier pelirroja que me cante al oído. En serio, Christina, no te ofendas pero empiezo a pensar que hacer siempre lo incorrecto no es una forma de acertar. Y llevarle cascabeles tibetanos en la primera cita fue una idea tan buena como la de exprimir aquel limón con un tenedor. Menos mal que eran de los que daban suerte. El cascabel, no el limón, aunque en los dos casos acabé sangrando.

Pero sobreviví. Y eso que querías practicar conmigo el golpe de los cinco puntos para detener el corazón. Te reías al decirlo, pero a la quinta vez me pareció que ibas en serio. Y no me equivocaba. Estuviste muy cerca de conseguirlo, pero no contaste con algo. Con mi tío Paco. Aún no me había dado tiempo a hablarte de él, claro -nunca lo hago al principio, siempre espero a que al menos me hayan presentado a su madre-. Por eso no sabías que un día sacó de debajo de la almohada un volumen amarillento con manchas de sardinilla en aceite, miró si venía alguien, cerró la puerta y me dijo, muy serio: “El libro que todo buen judoka debe tener en su biblioteca”. Nos pasamos la tarde bebiendo las cervezas que le había llevado de contrabando a la residencia y repasando las formas más efectivas de matar a un hombre con tus propias manos. Al final valió la pena todo lo que sudé para esconder el cadáver de la monitora de gimnasia a la que le rompió la traquea cuando me hacía una demostración.

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