“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

PANDEMIA




Pandemia: sust. Del griego παν (pan = todo) + δημος (demos = pueblo), expresión que significa enfermedad de todo un pueblo y que se aplica a la propagación de una enfermedad infecciosa entre los habitantes de un área geográficamente extensa.


Me rindo. Llevo días dándole vueltas y es imposible. Pensaba elegir uno de esos síndromes míos y escribir algo para estas fechas, pero es que no hay manera. Estamos tan absolutamente enfermos que no se puede escoger, los tenemos todos. Todos los putos síndromes. Y lo peor, como siempre, es que no lo sabemos; que solo vemos los de los otros. O los que creemos que tienen.

Es curiosa esa irreprimible necesidad que tenemos, ante cualquier reivindicación -ajena, claro- de puntualizar, matizar, relativizar. Antes que nada. Antes incluso de escuchar. Para mí que es culpabilidad. (En este punto, imagino que muchos de los pocos que estén leyendo esto ya habrán empezado a murmurar).

En fin, a lo que iba. Que no sé por dónde empezar. Bang Utot, tal vez, ese que los que saben de lenguas indonesias traducen por algo así como “gemir e intentar levantarse”. Ahora explico de qué va. La patología consiste en creer que los genitales se están retrayendo y acabarán produciendo la muerte al introducirse en el cuerpo. A ver quién es el guapo que no chilla y trata de salir corriendo.

El caso es que esta especie de alucinación parece haberse vuelto colectiva. Al menos por lo que leo, oigo y veo estos días a mi alrededor. No es de extrañar, claro, es que la amenaza es seria. Porque, joder, vale que la unidad de la patria es importante, pero aquí lo que está en juego son los huevos. Y literalmente. No se trata de una de esas tocadas de pelotas de que hablamos cuando la gente agita banderas de otros colores -o de los mismos, pero en el orden incorrecto. Y es que el feminismo no mata, hace algo mucho peor: te amaricona. Como para no revolverse. Ya no puedes mirarlas por la calle, ni decirles piropos porque te miran mal. Ni contar un chiste. ¿Follar en grupo? Olvídate. Y encima solo vale si son mayores de edad. No me jodas, cualquiera sabe hasta dónde vamos llegar si las dejamos hacer y deshacer a su antojo. “He leído que las feminazis quieren prohibir mear de pie”, escuché que comentaban en el recreo varios de mis alumnos, los ojos desencajados por el miedo. La felicitación por las dos primeras palabras se me congeló en la boca al llegar al final de la frase. Y pensé en las vueltas que dan las cosas, porque precisamente eso, mear de pie, era una de las grandes reivindicaciones del feminismo, según se decía en las barras de bar más prestigiosas de mi generación.

Mujeres trabajando (fuera de casa). Mujeres caminando (solas, de noche). Mujeres diciendo no. O sí, y tantas veces como quieran. Mujeres decidiendo y pensando, vamos. Y por cada una, un milímetro menos. Y otro, y otro. Lenta e inexorablemente los cimbreles menguan, decrecen, se reabsorben en el interior del cuerpo. El penetrador penetrado: puro Apocalipsis.


Por eso hay que defenderse. Sacar la bandera, otra más. Porque no nos pueden quitar nuestros derechos. ¿Feminismo? Ni machismo ni feminismo, igualdad. ¿Y para cuándo un día del Hombre Trabajador? Encima que llevamos el dinero y la comida a casa… Ya no se respeta la Ley de la Manada.

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