“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

MULTIVERSOS (Y9)

Susan atraviesa el Canal una vez al año. Solo una y siempre el mismo fin de semana, a finales de septiembre, porque después París le resulta demasiado frío y, como dice ella, bastantes inviernos grises e inhóspitos ha tenido que pasar en Inglaterra. Ama su país, por supuesto que sí. ¿No pasaron casi toda su infancia de embajada en embajada siguiendo a su padre? Pero entre los sacrificios que estaría dispuesta a hacer por él ya no está el de pasar frío. Por eso en octubre se marcha a su casita en España y no regresa a Londres hasta que no se ha asegurado de que la primavera ha asomado su gran y verde narizota. 

Lo dice con estas mismas palabras y si alguien no me cree que le pregunte a Jean-Jacques. ¿Que quién es? Jean-Jacques es el camarero que le sirve las cenas en el hotel desde hace cinco años, aunque para él, claro, no es Susan sino la Sra. Russell, viuda del barón Cartwright -“aunque no te vayas a pensar que eso me ha hecho rica, Jean-Jacques, porque el barón se lo gastaba casi todo entre las cartas y el hipódromo. Menos mal que algo le podíamos ir escondiendo el administrador y yo. Buena gente ese Jonathan, muy discreto y servicial, mucho…”-. Cada año le cuenta la misma historia, palabra por palabra, pero a él no le importa. En realidad le tiene bastante aprecio porque es siempre amable y nunca tiene una mala palabra para nadie. Casi se podría decir que espera con ganas la llegada de ese penúltimo fin de semana de septiembre y, con él, de la simpática viuda y sus historias. Es hasta simpática para ser inglesa, le dice él a su mujer, también cada año, cuando desayuna con ella a la mañana siguiente de su llegada. Tiene alguna pequeña extravagancia, pero ¿quién no? Aunque la verdad es que nunca había conocido a nadie con tal obsesión por las conchas de mejillón. Durante los dos días que está, pide que le guarden todas las que se utilicen en la cocina. Y aunque no estemos en Bruselas, eso son muchas conchas. Así que él mismo se ocupa de recogerlas todas, darles un pequeño baño en agua hirviendo para limpiarlas del todo y guardarlas en un saco para que la viuda se las lleve. De hecho, como ya sabe de ese gusto tan particular suyo, se preocupa por ir recogiendo algunas los días anteriores a su estancia. Siempre le da buenas propinas, pero él no lo hace por eso. Hay algo que le hace sospechar que ella ha sufrido mucho en la vida y que, por alguna razón que se le escapa, esas conchas son muy importantes para ella. No hay más que ver la sonrisa que se dibuja en su cara y que, por un momento, esconde unas arrugas que ya nunca desaparecen.

Jean-Jacques no sabe lo acertado que está, ni lo distinta que es la verdad de cualquier cosa que le haya pasado por la cabeza. Pero claro, él nunca la vio fuera de su turno y nunca lo habría sospechado. Ni que no existe ningún barón Cartwright, al menos ninguno que se haya casado con ella para hacerla viuda después. Nunca se ha casado, de hecho, y ninguna de sus relaciones llegó más allá de unas pocas citas. Siempre se cruzaba él… Todas esas curiosas expresiones suyas, que parecen de otro siglo, las repite de sus lecturas de juventud, de todas aquellas novelas románticas o de aventuras que devoraba en cuanto podía. Tampoco es la nostalgia de los largos viajes de su infancia a orillas del Nilo o atravesando las montañas de Katmandú lo que la lleva a preferir el tren a la rapidez y comodidad del avión. Nunca ha salido de Inglaterra, más allá de estas escapadas, que le cuestan doce meses de turnos extra, comida a punto de caducar y ver las tiendas solo por fuera del escaparate. Todo se lo gasta él… aunque no precisamente en apuestas y timbas de poker.

Pero Jean-Jacques no llegará a saberlo porque para eso tendría que haber estado en este tren, verla como lo hago yo ahora, con esos vaqueros baratos, una camiseta de algodón vieja y dada de sí y las deportivas desgastadas. El vestido largo, “el de las cenas”, es en realidad el único decente que tiene y ahora va arrugado en la bolsa de deportes, en un sueño que durará 362 días, hasta el momento de plancharlo para volver a viajar. Más o menos lo mismo que las elegantes sandalias de pedrería. Lo único que queda de la amable viuda Cartwright en la mujer que se sienta frente a mí es el collar de perlas. Regalo, por cierto, de la verdadera Sra. Russell, la mujer para la que trabajó durante diez años. Se portó tan bien… incluso con él. Solo ella supo entenderla, entender la carga que llevaba encima. Por eso se ocupó de pagar los gastos de su internamiento y le ofreció a ella que viviera en el pequeño apartamentito que había acondicionado en el antiguo desván. Sin preguntas, sin mediar palabra del tema, simplemente lo hizo. Fue lo más parecido a una madre que tuvo y desde el principio no sintió aquello como un trabajo: cuidarla era lo natural, lo que cualquier hija haría por una madre, enferma y sola además como estaba. Y eso que la anciana muchas veces la animaba a que hiciera cosas, que no se olvidara de sí misma y saliera o viajara un poco, que el dinero no era problema. Pero casi más que eso, lo que le agradeció siempre fue que respetara su decisión de no hacerlo, sin cuestionarla. ¿Por qué nadie más supo verlo así? ¿Por qué ellos no lo veían?

Su muerte fue un golpe muy duro. Y más lo fue cuando sus hijos, que se habían desentendido de ella hace años, se presentaron para reclamar su parte de la herencia. No querían ni oír hablar de las últimas voluntades de la anciana, la acusaron de haberla manipulado para aprovecharse de ella y se las arreglaron para anularlas. Luego, la despidieron y la dejaron en la calle casi con lo puesto. Y a él, claro. No fue fácil apañárselas sola, pero después de muchas horas llamando de puerta en puerta y una pizca de suerte encontró un hospital en el que se ocuparan de él y los trabajos suficientes para costearlo. No le quedaba apenas un minuto libre al día y caía rendida en la cama, que no era más que un colchón en un cuarto que apenas valdría como armario de escobas. Pero no le importaba, porque se había marcado un objetivo. Fue un día cualquiera, no más duro ni ingrato que los demás, pero era el día que había tocado fondo. Y cuando las ideas más negras estaban a punto de ocuparle del todo la cabeza, se acordó de las palabras de la Sra. Russell. Tomó una decisión: trabajaría más, lo que hiciera falta, pero se regalaría un fin de semana al año, por todo lo alto, como una auténtica señora. En París.

Y por eso, por aquellas palabras que la sacaron del hoyo, escogió ese nombre para su pequeña aventura anual. El del barón, su supuesto marido, era un guiño a una de esas novelas de juventud, una tontería, pero este otro sí fue una elección importante. Era lo menos que podía hacer para honrar su memoria, honrarla como se merecía, no como habían hecho los egoístas de sus hijos.

Tuvo sus momentos de duda, eso sí. No era fácil desconectarse así de él, aunque solamente se tratara de un par de días. ¿Y si le pasaba algo? Pero también para esto encontró solución, aunque fuera por el más puro azar. Salvo por algunos accesos de terror nocturno, la locura de su hermano pasaba de forma tranquila. Siempre que ella llamara cuatro veces al día para hablar con él, claro. Su voz era mejor bálsamo que cualquier medicina y eso a ella la hacía muy feliz, aunque le hacía imposible llevar una vida normal. A duras penas lo encajaba con sus turnos de trabajo, pero era absolutamente incompatible con casi cualquier forma de ocio y no digamos con una cita o algo por el estilo. Eso ya no la hacía tan feliz, porque además, por alguno de esos extraños vericuetos de la mente humana, su hermano jamás le dirigía la palabra cuando iba a visitarlo.  Por teléfono era extremadamente cariñoso y cada vez le pedía que por favor fuera a verlo, pero cuando llegaba allí era como si no la conociera, como si solo pudiera reconocerla cuando su voz le llegaba a través de las ondas.
Un día, sin embargo, la cosa cambió y nada más verla echó a correr hacia ella y se fundieron en un intenso abrazo. Hablaron, recordaron cosas, se rieron. Ella se debió pasar llorando de felicidad toda la visita. Él le enseñó la nueva manualidad que estaba haciendo. Al acabar el tiempo, quiso preguntarle a los enfermeros, averiguar qué había pasado. Ellos le contaron que, como su hermano era inofensivo, lo dejaban ir y venir casi por cualquier parte; muchos días los pasaba sentado sin moverse, pero cuando no, le encantaba echar una mano acarreando sillas, llevando vasos y bandejas de comida, lo que fuera. Hoy se lo habían encontrado en la cocina, rebuscando en la basura y metiendo algo en una bolsa. Cuando miraron, él les dijo que por favor se lo dejaran, que quería fabricar cosas con ellas, que eran las favoritas de su hermana. Eran conchas de mejillón.


Desde luego no me gustaría ser Susan, porque hay que tener mucho valor para hacer lo que ella hace, más del que yo tengo. Creo que, como mucho, podría aspirar a ser Jean-Jacques.

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