“Cuando encuentres a Buda, mátalo”. No lo digo yo, lo dice el proverbio. Y es que además ese cabrón se le parecía: gordo, calvo, con los ojos rasgados… si hasta vestía de naranja. Estaba claro, ¿no? ¿Quién coño iba a pensar que en China también había repartidores de butano?

PROYECTO FRANGÉLICO

Sé que el título puede parecer pretencioso, que parece una de esas novelas de oscuras intrigas en conventos dominicos para recuperar un retablo perdido. Pero no. Aquí no hay atractivos profesores universitarios ni intrépidas estudiantes de Arte, no hay galeristas sin escrúpulos ni frailes fanáticos que te envenenan con tinta tóxica.

También habría quedado bonito para bautizar una expedición interestelar. Pero no, nada de eso. Se trata de algo mucho más vulgar: un episodio de alcoholismo temprano -y fugaz- en la España de los 90. Y no digo temprano porque el protagonista, o sea yo, tuviera 15 años; lo digo sobre todo porque la cosa sucedió a las 7 y pico de la mañana. ¿Alcohol y menores al amanecer? Vaya, parece que la cosa promete… pero tampoco, porque ahora viene cuando digo que fue involuntario o, para ser más exactos, que el alcohol era solo un medio para alcanzar un bien superior. Así que no, nada de vicio y depravación, sino un adolescente (casi) puro tratando de convertirse en una persona mejor.

¿Y por qué? ¿Acaso era un mal tipo? Creo que podría asegurar que no, aunque hubiera traicionado ya todos los mandamientos menos el quinto. Algunos más de una vez al día, es cierto, pero en general estaba contento conmigo mismo y con la conciencia tranquila. Hasta que encendí la tele aquella noche: 12 de septiembre de 1995, martes. En mala hora. ¿Qué era aquello? No podía quitar los ojos de la pantalla. Pasaron los minutos y cuando todo acabó lo vi claro. Comprendí lo engañado que estaba, lo miserable de mi existencia y lo mucho que tenía que mejorar. No quise precipitarme, así que repetí al experiencia durante varias semanas. No, no era un alocado impulso adolescente, era la pura verdad. Y tenía que tomar cartas en el asunto. Dediqué toda la noche a preparar cada detalle del plan que cambiaría mi vida. Todo proyecto necesita sus motivaciones y Médico de familia fue la mía. 

Sí, has leído bien. No es un fallo del teclado predictivo. Médico de familia. No vale la pena preguntar la razón, porque es un misterio también para mí. Hay gente que veía Supermán y la daba por intentar volar. Y eso que yo pensaba que era inmune al hechizo de la pantalla. Tenía pruebas: años viendo películas de terror y ahí seguía el quinto mandamiento; ni zombis, ni machetes ni sierras mecánicas me habían arrastrado al mal. Pero llega Emilio Aragón y lo vuela todo en pedazos. Aunque claro, es que veías aquella serie y te dabas cuenta de que las buenas personas se levantaban pronto para desayunar, sonreían… ¡hasta se hablaban! Y entonces lo comparabas contigo, con tus eternos cinco minutos más que al final te obligaban a ir corriendo al instituto, con tu vaso de Coca-Cola como único desayuno, con los gruñidos… Sobre todo eso, los gruñidos, que eran tu única forma de comunicación por lo menos hasta la hora del recreo. ¿Cómo no sentirse fatal? ¿Qué clase de persona había sido hasta ahora? Es que no merecía considerarme persona…

Pero claro, que el deseo de arrepentimiento fuera total tampoco me nubló el entendimiento del todo. Había importantes limitaciones prácticas. Mi familia, por ejemplo. Si le llego a plantear a mis padres lo de levantarnos juntos a desayunar antes de ir al instituto, las carcajadas habrían reventado los sismógrafos. Vamos, es que se oirían todavía hoy, como las psicofonías esas de cañonazos en Waterloo. Por otra parte, como jamás en la vida habíamos desayunado, no había nada de lo que se veía en aquella mesa “de bien”: ni mantequilla, ni mermelada, ni pan de molde, ni leche desnatada… En mi casa, la primera comida del día se hacía con el Telediario de fondo; hasta ese momento, bebidas con cafeína exclusivamente. Así que, a falta de desayuno y gente con quien compartirlo, decidí hacer mi propia versión, proyectada hacia fuera. Porque, ¿quiénes sufrían mi peor versión? Mis compañeros del instituto. Así que era allí donde tenía que llegar convertido en ese nuevo Enrique, sonriente, parlanchín, superpositivo. 

No fue fácil, pero al final encontré la solución. Y la encontré en el minibar, como buen español. Algún día habría que hablar de ese mueble tan maravilloso y que tantas alegrías dio a generaciones enteras de este país. Una pena que se haya perdido. Pero no quiero perder el hilo. El nuestro no estaba particularmente bien surtido, porque mi madre bebía solo cerveza y mi padre disfrutaba tanto con sus penas y angustias que nunca se planteó ahogarlas en nada. Así que había poco donde elegir: La botella de Bayleys quedaba descartada inmediatamente por su mortífera combinación con la Coca-Cola; la de licor de lagarto -recuérdese que en los chinos 1.0 no existía aún el licor de flores- por razones obvias y la de anís -de la que nunca vi beber a nadie, pero irremplazable como instrumento musical- porque estaba tratando de reproducir Médico de Familia, no convertirme en el Alfredo Landa de Lleno por favor. Pero quedaba una opción: Aquella oscura y extraña botella de licor de avellanas, con la forma de un monje, que había traído un día mi hermano. Frangelico, se llamaba. Recuerdo que fue después de una comida y que incluso a mí me apeteció probarla. No me gustaba el alcohol, pero aquello olía bien, y el sabor era rico. Así que con ese chupito como bagaje y sin ninguna otra consideración previa decidí que era la elección perfecta y a ella  le entregué mis esperanzas.

Me dormí con una sonrisa en los labios y al día siguiente, ilusionado, incluso me levanté un rato antes. La ocasión lo merecía. Me levanté y fui al baño a remojarme la cara: la sonrisa seguía allí. Joder, si es que parecía sacado de la canción de Tequila. Madrugador, sonriente… Estaba claro que mi plan funcionaba, pero además es que lo mejor estaba aún por llegar. Cuidadoso con todos los detalles, había colocado la ropa frente al pequeño radiador eléctrico, para que nada pudiera empañar el éxito, ni siquiera la fría brisa mañanera de Valladolid. ¡Qué sensación la de la ropa calentita! Vestido y con la mochila ya revisada, ya solo faltaba una cosa. Así que fui al minibar, lo abrí y, tratando de no hacer mucho ruido, saqué un vaso de chupito, la botella y lo llené hasta arriba. Ahí estaba: la pieza clave, la que me llevaría a la cumbre de las buenas personas, la que haría que Milikito estuviera orgulloso de mí. Quizás en este punto alguien pueda necesitar alguna aclaración de en qué consistía exactamente mi plan. Era muy sencillo: si el alcohol, en una cantidad pequeña, tenía un efecto inicial estimulante y yo lo que necesitaba era generar alegría vital de manera rápida, con tomarme un chupito ya lo tenía hecho. Simple y efectivo, un razonamiento impecable. Saldría por esa puerta renovado. 

El problema es que no llegué a salir por la puerta. No hasta mediodía, al menos. Porque el chupito tardó aproximadamente en salir la mitad del tiempo que había empleado en entrar y me dejó absolutamente fuera de combate. Físicamente, pero sobre todo moralmente. Ese día fui al instituto, sí, pero de peor humor y con más ojeras que nunca. ¿Qué había podido fallar? El caso nunca llegó a resolverse. Hay quién dice -todos llevamos un científico dentro, ya se sabe- que pudo influir la edad, que el licor tuviera 20º, que tuviera el estómago vacío… A mí me parecen factores muy secundarios, la verdad, pero tampoco me apetece discutir. El caso es que el Proyecto Frangelico se canceló en aquel mismo momento. Podría haber seguido experimentando, pero nunca me caractericé por ser muy constante. Si ni siquiera iba a mis entrenamientos de fútbol ni probaba juegos nuevos por no aprender a usarlos, no iba a hacer una excepción con esto. Así que decidí que, al fin y al cabo, tenía más que suficiente con ser buena persona a partir de mediodía. Que también es la hora a la dicen que se puede empezar a beber sin remordimiento. ¿Casualidad?  No lo creo, amigos.

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