Hoy me he alegrado de ser tan
solo Enrique. Permanecer la eternidad junto a ti como estatuas de ceniza,
sentados en la esquina del dormitorio abrazándonos muy fuerte mientras todo se
llena de humo y el techo empieza a ceder, quizás suene romántico… Todo un lento
y bello final, ambicioso si me apuras, pero no lo quiero. Prefiero algo más de
andar por casa, no sé. Ver las explosiones de lejos desde la ventana de la
cocina tomando un té, por ejemplo, aunque al final la temperatura de la
habitación acabe subiendo por encima de la que necesita el plomo para fundirse,
porque me conozco. Me conozco y sé que no hace falta que me susurres al oído en
francés, que solo con ver tu sandalia bailando en equilibrio mientras lees, una
pierna cruzada sobre la otra, se nos va a hacer de noche sin pisar la calle. Y
conste que me sigue apeteciendo bajar al mercado, comprar algo de fruta –un
melón, uno de esos amarillos pequeñitos, ya sabes-, quizás un poco de queso o
cualquier otra cosa que se pueda meter en pan y marcharnos a comer por ahí,
tirados en los escalones de una fuente o en un banco del parque. Pero si no
dejas de mirarme así me parece que como pronto tendrá que ser mañana…
Sí que suena romántico, sí.
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